El amor nace, pues, por un proceso de identificación que tiene mucho de novelesco, se alimenta con objetos, pequeños detalles y lugares, y se inflama como consecuencia de los celos. El amor de Swann, por ejemplo, arde como una llama encendida en una noche de angustia, cuando el acomodado protagonista de la novela llega a una fiesta en casa de los Verdurin y no encuentra allí a Odette. Los celos son el acicate del amor-pasión y, además, excitan nuestra inteligencia al incitarnos a la búsqueda de la verdad –no la verdad histórica, sino individual-, empleando métodos que pueden parecer ridículos, pero que, en nuestra obsesión amorosa, comparamos con los métodos de la investigación histórica. Swann, sin ir más lejos, emplea su inteligencia en maquinar todos los días una intriga nueva con tal de hacer su presencia agradable a Odette. Sacrifica sus trabajos, sus placeres y toda su vida a una espera: “…la espera cotidiana de una cita que no podía brindarle felicidad alguna”. Swann se pregunta si al tratar de mantener la relación, aunque sólo sea de este modo, no está perjudicando su destino. Incluso, en medio del sufrimiento más intenso por las revelaciones que le ha hecho Odette sobre sus relaciones con mujeres, es capaz de recordar la verdad implícita en las palabras de Alfred de Vigny en Diario de un poeta: “Cuando nos sentimos enamorados de una mujer, deberíamos decirnos: ¿Cuáles son sus amistades? ¿Cuál ha sido su vida? En eso se basa toda la felicidad de la vida”. Pero la cuestión es que Swann evita representarse el pasado de Odette para no sufrir más.
Todo esto ocurre cuando nos encontramos en lo que Proust denomina “el extraño período del amor”, en donde lo individual cobra una extraordinaria importancia y hondura. Enfermedad, tristeza y curiosidad dolorosa son rasgos definitivos de ese “extraño período”. Pero en especial el sufrimiento y los celos, de tal modo que Swann llega a pensar en su amada en estos términos: “pues es tan vulgar y sobre todo, ¡¡¡tan tonta, la pobre¡¡¡. Esas palabras se pronuncian precisamente porque se oscila entre la ternura y la rabia. El amor de Swann (llamémoslo dolencia o enfermedad), pues, está agostado por los celos, sólo superado en ocasiones por el cariño y la piedad hacia Odette. “Al examinar su dolor”, dice Proust, “con tanta sagacidad como si se lo hubiera inoculado para estudiarlo, se decía [Swann evidentemente] que, cuando estuviese curado, le resultaría indiferente lo que pudiera hacer Odette”. Pero, mientras tanto, Swann no puede escapar a ese tormento interior de los celos. Para expresar estas sensaciones de sufrimiento continuo, Proust rememora constantemente la angustia que supone saber que la persona amada está en un lugar de placer en el que no nos encontramos y saber que no podemos reunirnos con ella. Y la alegría engañosa que sentimos al observar la posibilidad de un encuentro con esa persona amada. Pero la realidad se impone. El joven protagonista-narrador se expresa finalmente con desesperanza al pensar en Gilberte: “Pues, si me hubiera amado… habría sentido la misma desesperación que yo los días en que no la veía”. La voz interior trata de convencer al muchacho de la indiferencia que siente la niña hacia él, de que “nada queda ya por hacer con esa amistad, que no cambiará”. En el caso de Swann, la necesidad constante de saber qué hace Odette, de movilizar influencias para verla, conducen al protagonista a un estado neurótico, a un hastío, hasta el punto de desear la muerte como solución a sus sufrimientos y a su monotonía. “Aquella necesidad de una actividad sin tregua, sin variedad, sin resultados, le resultaba tan cruel”, escribe Proust, “que un día, al notarse un bulto en el vientre, sintió auténtica alegría pensando que tal vez tuviera un tumor mortal, que ya no iba a haber de ocuparse de nada, que la enfermedad lo regiría, haría de él su juguete, hasta el próximo fin”. El dolor permanece y la única salida es la muerte -una salida demasiado brusca- o el fin del amor, con el cual llega la tranquilidad –o el fin de los celos-.
La relación de Swann con Odette parece entrar en su última fase cuando él recibe una carta anónima que le habla de los amores ilícitos, de los amantes de Odette. Los celos se relanzan hasta el punto de que Swann le hace preguntas directas sobre esas cuestiones. La realidad presente de las relaciones de Odette sale a la luz, así como su pasado, ese pasado que el protagonista no quiere conocer. El amor de Swann se diluye cuando ella permanece fuera de París durante más de un año, acompañando a los Verdurin y sus “fieles” acólitos burgueses. Los celos remiten. Swann siente incluso nostalgia de la pérdida del amor, hasta el punto de que “…le habría gustado haber podido -con el pensamiento al menos- despedirse, mientras aún existía, de aquella Odette que le inspiraba amor, celos, de aquella Odette que le causaba sufrimientos y a la que no volvería a ver jamás”. El hecho de que esta mujer acabe convirtiéndose en la esposa de Swann sin necesidad de contar el proceso por el cual se llega a ese extremo, a través de una elipsis temporal, nos obliga a reflexionar y es, sin duda alguna, una muestra más del genio -qué palabra más manoseada en la actualidad hasta llegar a los límites de la vulgaridad y qué adecuada en este caso- del escritor francés, porque los que han leído -y entendido- Por la parte de Swann saben que la verdad, la auténtica verdad de Proust se encuentra en las palabras que pronuncia uno de sus personajes: “a los corazones heridos como el mío sólo convienen la sombra y el silencio”.
No puedes imaginar, querido Pedro, lo que me cuesta concentrarme en el universo de Proust mientras, con el tumulto fallero apoderándose de todos mis sentidos, escribo esto al compás de la canción de los gorilas. Pero lo intento. "Ella hubiera debido sentir la misma desesperación que yo cuando no la veía"...Swann es un ingenuo, y confirma la teoría de que solo los tontos se enamoran o, para ser más exacto, uno se vuelve tonto al enamorarse. El amante se desespera porque no hay manera de entender que el sentimiento no tiene un valor de cambio, no hay manera de distribuirlo en sus justos términos. En cierto modo, es como el "don", institución clave de algunas sociedades descubierta por los antropólogos. En realidad, un regalo demasiado valioso es una afrenta para quien no puede contradonar en proporciones equivalentes. En ese sentido, el amante es casi siempre un paranoico que se siente injustamente tratado, pues no puede concebir que las circunstancias del amado le impiden esta retribución. La sensación que nos queda, la de que perdimos miserablemente tiempo y esfuerzo amando a una gilipollas, es en realidad un rasgo de mezquindad y de arrogancia -incluso aunque fueran de verdad unas gilipollas-.
ResponderEliminarMe gustaría preguntarte por la presentación de tu libro.
Soy una rumberaaaaaa. Me van a volver gilipollas a mí.
Vayamos por partes. Lo de las fallas no tiene remedio. La presentación, como todas en las que he participado, ha sido un acto minoritario, aunque en Murcia he tenido más gente, lógicamente, que en Madrid. Lo de las presentaciones, pues, tampoco tiene remedio. En cuanto a la interesante idea del intercambio de dones en el amor, me recuerda las teorías antropológicas de Marcel Mauss. Saludos. Notorius.
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