Pero la variedad de registros literarios no termina aquí, pues el ensayo está repleto de alumbramientos. De Cuenca muestra la relación que existe, dentro de las mitologías africanas, entre los cuentos recopilados por el escritor alemán Leo Frobenius en El Decamerón Negro y la novela fantástica de Amos Tutuola, Mi vida en la maleza de los fantasmas, una relación fundada en el placer por la vida heroica, horrible, por los “fantasmas” de la espesura africana; pone el énfasis en los tópicos sobre Bizancio, a saber, los mosaicos de Rávena, los aurigas, los Verdes y los Azules, el autócrata fiero, el Pantocrátor dominante… porque “acaban siendo lo único verdadero”, dejándose arrastrar por una novela de Jean Lombard, Bizancio, que ofrece “ese desencadenamiento de fuerzas crueles e irracionales, esa abolición del sentido moral que caracteriza el pleno vértigo de la pesadilla, la transgresión a un tiempo feliz y dolorosa que supone la ausencia de voluntad por parte del narrador que sueña la historia”; describe cómo el racionalismo triunfante en la Francia del siglo XVII se combina –y a veces se subordina- a la eclosión de los cuentos populares y los cuentos de hadas; presenta a Horace Walpole en sus Cuentos jeroglíficos como un precursor de la modernidad, un “innovador y pionero casi profético de Simbolismo y Surrealismo”; sugiere la lectura de las novelas fantásticas de Thomas Burnett Swann, consagradas en gran medida a “la reescritura del presunto conflicto entre prehumanos y humanos en la primitiva historia mítica de Europa”; sostiene con firmeza la inexistencia de una situación de terror en Europa Occidental en vísperas del año 1000, pues nada en las crónicas de la época hace sospechar la presencia de una psicosis colectiva, siendo el milenarismo una leyenda que empieza a forjarse en el XVII, transformándose en historia a partir del momento en que Robertson publica su Historia de Carlos V en 1769 (¡qué gran lección¡ ¡con qué maestría nos cuenta De Cuenca cómo el mito se transmuta en historia¡); define el Quijote como la culminación, la manifestación más elevada de las novelas de caballerías; se indigna ante el hecho de que un diccionario de escritores franceses al uso, por ejemplo, dedique seis páginas a Proust y ni una sola línea a Schwob; se detiene en la última novela de Francisco Nieva, La mutación del primo mentiroso o el estilo que mata, para hacer hincapié en la forma cómo la mentira, la locura, el talento y la fantasía se combinan con maestría en la narración.
En ocasiones, la mención de un libro o un escritor por el que De Cuenca siente una especial devoción sirve como punto de punto de partida para la enumeración de otros libros o escritores de la misma estirpe, como cuando la alusión a la Alexíada, de Ana Comnena, le permite hablar de otras obras relevantes de las letras bizantinas; o como cuando la poesía de Juan de la Cruz le lleva en un encadenamiento sucesivo al Cantar de los Cantares y a la poesía trovadoresca provenzal (por no hablar de la poesía árabe); o como cuando el nombre de Madame d’Aulnoy evoca toda una serie de libros con cuentos de hadas; o como cuando La rebelión de los tártaros de Thomas de Quincey le recuerda su fascinación por el Macbeth de Shakespeare y su debilidad por los pueblos nómadas, lo que le conduce directamente a los libros de Harold Lamb sobre mongoles. En ocasiones, también, deja en el aire nuevas historias, como si de un fabulador se tratase. “Algún día explicaré”, dice De Cuenca refiriéndose al Diyenís, “por qué ni siquiera empecé a realizar esta tarea”, y luego añade: “pero eso es parte de otra historia que os contaré en otra ocasión”. Y en ocasiones, también, esboza datos autobiográficos como la historia frustrada de la traducción y edición de la famosa epopeya de Basilio Diyenís Acritas, anónimo en verso del siglo X; o como su relación afectiva y personal con Fontiveros (patria de Juan de la Cruz), que le nombra hijo adoptivo y juglar de la villa; o como su desapego hacia Proust, en contraste con la postura de Bioy Casares, “que había aprendido a amarlo” –a Proust, claro está-, según contaba en una conversación informal en el Centro Cultural de la Villa de Madrid; o como el inicio de su amistad con el editor Francisco Arellano a raíz de la lectura de las novelas de Michael Moorcock; o como el primer e imborrable encuentro con Francisco Nieva.
De Cuenca, por otra parte, se refiere continuamente a los libros que observa o imagina en su biblioteca (sin duda alguna una fuente de bienes inagotable para el poeta) cuando habla de un determinado escritor, lo que me hace recordar aquella anécdota sobre Benedetto Croce, que contaba Arnaldo Momigliano, según la cual el sabio italiano –y napolitano- siempre tenía a la vista en su biblioteca las obras de su compatriota Giambattista Vico. Creo, finalmente, -o al menos ésa es la sensación que me deja la lectura de este hermoso libro- que, en la biblioteca imaginada por el autor, Juan de la Cruz ocupa un lugar preeminente y que la aspiración del escritor es convertirse, al igual que el insigne poeta, en un espíritu que vuela. “…Su poesía vive dentro de mí”. Al leer esta frase nos imaginamos a Luis Alberto de Cuenca en un lugar tranquilo, silencioso, solitario, leyendo a Juan de la Cruz, “fundiéndose en eternidad”.
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ResponderEliminarQueridos lectores: he eliminado estas entradas a petición del señor Ricardo Signes. Al parecer, después de escribir el comentario a propósito del libro de Luis Alberto de Cuenca, se arrepintió de lo reseñado y me pidió si podía suprimir la entrada, a lo cual accedí, eliminando al mismo tiempo la respuesta a su comentario por parte del señor Jose A. (el cual accedió gustosamente y sin problemas). Perdón por las molestias. Notorius.
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