domingo, 29 de enero de 2017
Las pequeñas virtudes
En 1962 la
editorial Einaudi, a la que siempre estuvo vinculada Natalia Ginzburg, publica Le piccole virtù (Las pequeñas virtudes, Acantilado, 2016), una recopilación de
ensayos escritos entre 1944 y 1962, con un claro tono autobiográfico. Invierno en los Abruzos, que abre el
libro y datado en el otoño de 1944, es una descripción entre melancólica y
nostálgica del exilio de Natalia Ginzburg en un pueblo cercano a Aquila,
mientras se desarrolla la guerra. La escritora retrata el aislamiento invernal,
las costumbres ancestrales de las gentes, los paseos por la nieve, las estufas
de las casas, los canalones rotos. Acompañada de su marido y de sus hijos,
Ginzburg tiene la sensación de haber atravesado en ese otoño la mejor época de
su vida. Pero poco después se produce la muerte de su marido. Por eso, en Los zapatos rotos, ensayo de 1945, queda
reflejado ineludiblemente el dolor que sacude a la escritora en Roma. Esos
zapatos rotos del relato son una metáfora, la expresión de una época de
sufrimiento. Una vez acabada la guerra, la sensación de angustia no ha acabado.
En El hijo del hombre, Ginzburg
muestra la situación de miedo e inseguridad en que se encuentra su generación,
apegada a la realidad. Es como si su generación fuese incapaz de superar los
desastres del fascismo y de la guerra. Por eso, Ginzburg habla de veinte años
de guerra.
A finales de los cuarenta, Natalia Ginzburg escribe Mi oficio, muy consciente y orgullosa de su trabajo, sabedora de
que no puede y no sabe hacer otra cosa, hasta el punto de que cuando tiene a
sus hijos y pasa una época sin escribir la invade una extraordinaria nostalgia.
Ginzburg nos cuenta cómo se desliza la escritura, cómo pasa de la ingenuidad
poética de la adolescencia a la ironía y perversidad de los cuentos de su
juventud. Traza la trayectoria sentimental que le une a su oficio, la forma en
que la alegría y el dolor inciden sobre la escritura. Angustiada por el
silencio de nuestro tiempo, por la soledad, por la falta de diálogo, Ginzburg
hace un recorrido conmovedor por las fluctuantes relaciones humanas, por el
ansia de misericordia, por la ternura y el dolor que invaden nuestras vidas en
dos escritos de principios de la década de los cincuenta, Silencio y Las relaciones
humanas.
La melancolía y la tristeza de Turín se reflejan en el retrato de Cesare
Pavese. La contenida emoción con la que Ginzburg escribe Retrato de un amigo en 1957 deja al descubierto la amistad que lo
unía a Pavese. La niebla, el río y la colina configuran el paisaje de la ciudad
y parecen adheridos a Pavese como el recuerdo de una época. Una vez asentada en
Londres con su segundo marido a principios de los años sesenta, Ginzburg
reflexiona, con ironía, sobre la melancolía del pueblo inglés. La tristeza que desprende Inglaterra se traslada a la comida, a la bebida, a
los restaurantes, como queda de manifiesto en La
Maison Volpé. En
realidad, la inteligencia y el buen gobierno, tal como se ponen en evidencia en
Elogio y lamento de Inglaterra, no se
visualizan en las calles, en la vida diaria de la capital londinense. En Londres,
Ginzburg escribe un emotivo retrato de su esposo, titulado Él y yo, que ofrece algunos detalles personales contrastando su
personalidad con la de su marido.
Obsesionada por la educación, Natalia Ginzburg se lamenta, en el ensayo
que da título al libro, de nuestra tendencia a enfatizar las pequeñas virtudes,
a engrandecer el papel del dinero, el afán de propiedad o el deseo de éxito,
porque son, en definitiva, las grandes virtudes las que deben alimentar el
espíritu de los jóvenes, desde la generosidad y el amor al prójimo al deseo de
saber o el amor por la verdad. Ni que decir tiene que la lectura de Las pequeñas virtudes genera un
extraordinario amor a la vida y a la literatura.
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