lunes, 31 de julio de 2017
Platónica 7
Es frecuente encontrar
recapitulaciones al uso del pensamiento platónico que exploran sólo una parte
del corpus filosófico de Platón. Es bastante frecuente también dejar de lado, o
en un segundo plano, sus últimas obras, especialmente las Leyes. El
opúsculo escrito por Richard M. Hare a principios de la década de los ochenta
del pasado siglo (Platón, Alianza,
1991) es un claro ejemplo de esta forma de evocar a Platón. Pero Hare no engaña
a nadie. El objetivo es tratar de comprender al filósofo y la premisa
metodológica que marca la pauta se advierte en el prólogo: “…Me he concentrado
en los diálogos más fáciles, lo que significa en los primeros y en los de
madurez, aunque los más tardíos no hayan sido olvidados del todo”. Ahora
bien, desde las primeras páginas del opúsculo se advierte que la atención de
Hare se vuelca en los presupuestos morales y políticos. Por ello, entiende que
los dos factores que definen la segunda mitad del siglo V a. C en la antigua
Grecia son la lucha política en las ciudades y el desarrollo del relativismo
moral. Partiendo de un penetrante pasaje de Tucídides en el que se habla del
cambio que se opera en el lenguaje durante esta época, Hare llega a la
conclusión de que “indirectamente tuvo el efecto de estimular a Sócrates y
Platón a buscar, en cambio, un camino para encontrar definiciones seguras de palabras morales o de las
cosas que ellas connotan”. La obsesión de Hare por la quiebra de la
educación moral en Atenas se traduce en un interés recurrente por la forma de
enseñar y transmitir la virtud. Del mismo modo, el estudio de los precursores
de Platón sirve a Hare para delimitar el papel que las comunidades pitagóricas
pudieron tener en las propuestas políticas de Platón, o la forma en que el
filósofo busca una síntesis de los puntos de vista de Heráclito y de Parménides
“al postular dos mundos, un mundo de los sentidos, que siempre fluye, y un
mundo unificado de Ideas”.
Consciente de la
unidad del pensamiento platónico y de las dificultades que entraña la
interpretación de ciertos pasajes de Platón, Hare propone no forzar el texto
platónico para llevar el discurso al terreno que interesa al intérprete y no
obligar a Platón a decir nada que no pueda expresarse en griego. Este intento
de comprender al filósofo desde una perspectiva lingüística permite a Hare
advertir en el discurso platónico ciertas confusiones que él denomina “trampas
lingüísticas” y que abocan a Platón hacia un “falso camino”, a
lo que sin duda contribuye el hecho de que el filósofo pensaba en imágenes y
empleaba un lenguaje visual. Hare insiste en los problemas que tenía Platón
para establecer determinadas distinciones, una cuestión que se explica teniendo
en cuenta que se encuentra en los albores de la filosofía y debido en parte a
ciertas características del idioma griego. Todo ello conduce a Platón “a
postular, como objetos del conocimiento, Ideas existentes en un reino eterno
que no son proposiciones sino cosas”. La definición de ideas,
fundamental en la filosofía platónica, parece un callejón sin salida en el que
falta, “como a muchos modernos todavía”, añade Hare, una “distinción entre
opiniones sustanciales sobre cuestiones de moralidad”, encontrándose aquí quizá
“el mayor fallo en el modo platónico de plantear las preguntas que formulaba”.
Partiendo
de una esquemática división entre la educación tradicional, fundada en el
carácter, y la nueva educación ofrecida por los sofistas, basada en el
intelecto, Hare sostiene que la intención de Platón es proyectar una reforma
educativa sobre la base socrática de la distinción entre conocimiento y
opinión, tema que “afecta al conjunto de la filosofía moral” y que “consiste en
que la formación del carácter preceda a la formación intelectual”, de
modo tal que lo que hace Platón es establecer una versión modificada de la
educación tradicional y de la sofística, que marca diferencias tanto con los
buenos caballeros atenienses como con los listos sofistas. La doctrina del conocimiento
y el papel de la educación desembocan en un Estado autoritario, y aquí es hacia
donde parece apuntar toda la argumentación de Hare, hacia una reflexión sobre
las autoritarias opiniones platónicas, que, sin duda, “un liberal moderno
encontrará ciertamente repugnantes en extremo”. La mención en este
punto del discurso de Karl Popper no parece que sea fruto de la casualidad. El
proyecto político de Platón, una respuesta a la incertidumbre moral de la
época, que en su versión definitiva de las Leyes
“comparte, según el autor, muchos rasgos con la Santa Inquisición ”,
encuentra su mayor aportación en la necesidad de que los políticos, más allá de
ambiciones personales, busquen el bien de la sociedad en su conjunto. Si
Richard Hare, en la frase final que cierra el libro, es capaz de perdonar a
Platón por considerarlo “el padre del paternalismo y del absolutismo políticos”, quizá nosotros también podríamos perdonar al propio autor por
denominar “gurús intelectuales” a los sofistas o “caza de brujas” -incitada por
Aristófanes- a la persecución de Sócrates y, sobre todo, por el hecho de
considerar a Jenofonte incapacitado para “entender profundamente lo que le
preocupaba a Sócrates”, solamente por una cuestión de método, porque “Jenofonte
no era filósofo”.
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