martes, 30 de enero de 2018
Autobiográfica 5
Las dificultades
que entraña la publicación de un manuscrito, los disgustos que provoca la
edición de un texto siempre están en la mente del escritor, resurgen día y
noche, hasta que, finalmente, se edita el libro y el escritor se siente liberado.
Tiene el objeto entre sus manos, hojea sus páginas. En esos momentos el
escritor se siente un dios. Nada hay más hermoso en el mundo. Pero pasado el
tiempo siempre se vuelve atrás y se recuerdan las dichosas dificultades, la
escritura del texto, el proceso de elaboración, y luego todo lo demás. La
situación se torna más compleja cuando se escribe sobre alguien todavía vivo,
cuando se toma la decisión, por la razón que sea, de contar la historia de un
superviviente. Los límites entre realidad y ficción se diluyen, el escritor
entra en una dinámica extraña que le lleva incluso a dudar de sus
posibilidades, pensando acaso que el verdadero autor del libro es el héroe de
la historia y no el pobre amanuense que ha tejido el relato. Entonces, pensando
en la posibilidad de volver atrás, se pregunta si volvería a escribir el libro,
si pasaría por todo lo que ha pasado.
Recuerdo precisamente ahora, volviendo la vista atrás, una historia que
ejemplifica estas divagaciones. Corría aproximadamente el año 2009 y estaba
preparando la edición de mi segunda novela, El
recodo del río, cuando recibí una llamada telefónica de Salvador Serrano
Zapater, a la sazón guionista, actor, hombre de teatro y de cine. Mi amigo me comentaba por teléfono
que su padre, Juan Serrano, llevaba bastante tiempo escribiendo y recogiendo
una especie de notas, algo así como unas memorias en las que contaba anécdotas
de su vida. Me preguntaba si podía echar un vistazo al material para comprobar
si merecía la pena, si se podía hacer algo con él. Así pues, unos cuantos días
más tarde me reuní con Salvador en la cafetería de la Escuela de Arte Dramático,
donde me entregó una transcripción –no se me ocurre otra palabra que describa
la acción- que había realizado de las primeras páginas escritas por su padre.
Después de leer detenidamente los papeles tuve la intuición de que en esas
páginas se encontraba el germen de una buena historia sobre la posguerra y así
se lo dije a mi amigo. Sin duda, pensé en ese momento, que a través de la
historia de un hombre se podía recrear la vida cotidiana en la España posterior a la
guerra civil. Tras darle muchas vueltas al asunto decidí finalmente acudir a
casa de los Serrano. Allí me recibió Aurelia Zapater, la heroína de esta
historia, con un cesto de naranjas, alegre y jovial, con la bondad reflejada en
los ojos. En aquella visita Juan Serrano me entregó unas libretas en las que
había ido anotando, conforme las iba recordando, todas las vivencias
acontecidas a lo largo de los años. También me pasó recortes de periódicos de
los años sesenta donde aparecían noticias relacionadas con su vida. Me enseñó,
finalmente, algunas fotografías e informes médicos de sus múltiples
enfermedades. Con todo ese material debía afrontar la idea de escribir una
historia de ficción sobre la base de acontecimientos que habían ocurrido en la
realidad, con lo que tenía sobre mi conciencia la pesada carga que supone ser
el testigo fiel de unos hechos que habían acontecido al hombre que me sonreía
en aquellos momentos y que, seguramente, sería inflexible lector de todo el
material que fuese capaz de escribir. Debía rendir cuentas a mi conciencia y al
héroe de la historia, todavía vivo, Juan Serrano.
Decidí seguir adelante con el
proyecto y ya no recuerdo cuánto tiempo pasé descifrando las libretas –no se me
ocurre ahora tampoco otra palabra que describa la acción-, repletas de frases
incongruentes y con pasajes de difícil comprensión, a veces repetidos en épocas
supuestamente diferentes. Tras desentrañar los papeles de Juan Serrano volví a
su casa con una lista larguísima de preguntas sobre asuntos que me resultaban
dudosos o que, directamente, no entendía cómo habían sucedido. El caso es que,
algún tiempo después, una vez conseguí escribir las primeras páginas del futuro
libro, la única objeción que recibí de mi héroe vivo es que no acertaba a ver
la historia sin su nombre, porque, efectivamente, yo había empezado la
narración empleando nombres ficticios para todos los personajes, incluido el
personaje central de la historia. Me vi obligado por las circunstancias a
rectificar. Cedí a las exigencias, totalmente legítimas, de Juan Serrano. Año y
medio después, al finalizar la redacción de la novela, preparé varias copias
del manuscrito con el fin de que tanto el padre como el hijo me hiciesen las correcciones
oportunas en aquellos pasajes del relato en donde pudiese haber tergiversado la
historia de los acontecimientos. Así que, nuevamente en casa de los Serrano, me
vi obligado a realizar algunas pequeñas correcciones en pasajes que me iba
indicando el héroe de la historia, volviendo puntualmente a contarme cómo en
realidad habían ocurrido los hechos. Recuerdo que Juan Serrano andaba empeñado
en cambiar los nombres de todos los personajes, otorgándoles su verdadero
nombre, porque su intención, totalmente legítima también, era hacer una especie
de homenaje a aquellas personas que habían sido benefactoras en su trayectoria
vital y, al mismo tiempo, hacer evidente la posición de aquellos que habían
tenido una actitud reprobable. Por aquella época, después de dos años de
trabajo, ya me había dado cuenta de todos los puntos en los que había tenido
que ceder pero había entrado en una dinámica que me lanzaba inevitablemente
hacia el final del trayecto. Parecía que no había marcha atrás.
La novela, que estaba acabada en
julio de 2011, terminó publicándose en febrero de 2013 con el título de La extraña victoria. Con el paso del
tiempo he reflexionado sobre las dificultades que me ocasionó la escritura de
esta historia y he recordado algo bastante significativo. Cuando leí por
primera vez los papeles de Juan Serrano me llamó la atención el hecho de que
muchas de las anécdotas y vivencias que contaba -sobre todo en la primera mitad
de su vida, hasta que cae enfermo, es decir, la vida en una hacienda, la mili,
las anécdotas del trabajo en telefónica- creaban un ambiente de época que yo ya
conocía por el testimonio oral de mi padre. Efectivamente, las historias que me
contaba mi padre cuando era pequeño sobre el cultivo de la tierra, las
aventuras de la mili, la vida en la postguerra, el hambre y las humillaciones
en el trabajo eran del mismo estilo o parecidas a las que contaba Juan Serrano.
Al relacionar unas vivencias con otras he caído en la cuenta de que al contar
la historia de Juan Serrano estaba haciendo un pequeño homenaje a todos esos
grandes hombres que habían vivido la guerra civil siendo niños y habían
levantado el país en medio de la más absoluta miseria. Y al dedicar ese
homenaje a estos hombres, evidentemente, sin darme cuenta, estaba haciendo un
homenaje a mi padre. Por eso fui capaz de llegar hasta el final con esta
historia. Vale.
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