lunes, 30 de abril de 2018
El cinematógrafo
En 1995 la
editorial Pre-Textos recopila en El
cinematógrafo todos los artículos de cine de Azorín, escritos entre 1921 y
1964 y repartidos en diferentes libros (El
cine y el momento, El efímero cine, Los recuadros). Azorín se interesa por
las posibilidades estéticas del cine, sobre todo a nivel emocional, y también
por las posibilidades que ofrece el planteamiento del espacio en el
cinematógrafo. Es consciente de que el cine forma parte de un nuevo tiempo, con
la construcción de un nuevo espacio, y compara la invención del cine con la
invención de la imprenta en el siglo XV. Dos aspectos llaman particularmente la
atención del escritor: la expresividad que se logra con el estudio de los
rostros y las manos, y la coexistencia de los tiempos. El primer artículo de
Azorín data de 1921, lo cual viene a demostrar que desde un
primer momento el escritor siente interés por la misión educativa, histórica y
social que cumple este nuevo artilugio. Siendo como es un romántico, un
diletante, Azorín mira el cine como quien mira el teatro, no con los ojos de un
joven, sino con los ojos de un hombre del siglo XIX.
Azorín se interesa por las actrices, por el argumento y por el paisaje.
El cine permite ante todo observar el paisaje de lugares que nunca podremos
visitar. Interesado por la observación de la naturaleza, Azorín habla de
trivialismo italiano para referirse a un tipo de cine que se hace en Italia
que, con supuestos aires de innovación, en realidad está mostrando lo más
rastrero e insignificante. Esta visión está en estrecha relación con el
concepto de realismo que maneja Azorín, y que lo acerca a las posiciones que
defiende Valera, pues lo vulgar debe sublimarse y solo tiene valor si se
traduce en poesía. Y es que Azorín ni entiende ni se interesa por la teoría
cinematográfica. La técnica en el cine le es completamente ajena y los libros
que hablan sobre cine le resultan superfluos. No entiende que trabaje tanta
gente en una película de cine para obtener luego un resultado tan limitado. Es
precisamente un director quien, en medio de las confidencias, le hace saber que
el aspecto fundamental del cine es la composición. Por eso, no es de extrañar
que en un artículo Azorín señale que la labor de un director, recurriendo a una
cita de Pascal, sea encontrar el “punto indivisible”, porque cuando se
contempla un cuadro, de cerca o de lejos, igual que cuando se busca un
encuadre, “no hay más que un punto indivisible que sea el verdadero sitio”.
Azorín es un hombre de teatro, que ama el teatro y siente devoción por
los actores. No es casualidad que
escriba meditadas reflexiones sobre la relación existente entre el
cinematógrafo y el teatro. Parece, en cierta medida, preocupado por tratar de
explicar el cine en relación con la situación del teatro y examina los peligros
de las intromisiones de un arte en otro. Su interés por el teatro le lleva a
hacer comentarios sobre películas que tratan el mundo del teatro, como Hedda Gabler o Cómicos, de Bardem. Es consciente, por lo demás, de que una comedia
o un drama en la pantalla son siempre inferiores a la obra teatral. En 1956,
aprovechando una referencia de José María García Escudero, Azorín viene a
distinguir entre cine-cine, el que defiende García Escudero, y cine-teatro, del
que es evidentemente partidario. Aunque se intuyan cuales puedan ser las
diferencias entre ambos, en ningún momento Azorín define ninguno de los dos,
pero tiene claro que si el cine-cine languidece es por la falta de literatura,
de originalidad. También tiene claro que el avance del cinematógrafo ha
obligado al teatro a plantear nuevas soluciones. Es lo que está sucediendo en
algunos lugares de Europa con la aparición de un teatro nuevo. Por su parte, el
cine, al buscar un espacio de desenvolvimiento, se diferencia del teatro por el
privilegio del símbolo, que permite condensar la realidad. En definitiva,
mientras el cine es un arte nuevo que ofrece una visión -ilimitada- del tiempo
que nos acerca a un mundo nuevo, el teatro acerca los actores al público,
frente a la impasibilidad que manifiestan los espectadores en el cine.
Programático, Azorín propone un tipo de cine nacional, igual que en el
siglo XVII existía un tipo nacional de teatro. El cine se define por la luz, la
perspectiva y la colocación de figuras.
El cineasta debe centrarse en la expresión (de los actores) y en la luz.
La obsesión por la luz en el cine le lleva a comentar El último caballo, de Edgar Neville, desde ese punto de vista, viendo en esa luz de Madrid una
manifestación de la melancolía que envuelve al protagonista en la búsqueda de
algo inasible, un pasado irrecuperable. Obsesionado por la luz crepuscular, al
alborear y al atardecer, establece comparaciones con la pintura. Azorín
considera que los verdaderos creadores en el cine se dedican a la observación.
Se queja al advertir cómo el gusto del público ha dado paso al gusto de la
multitud, un hecho significativo que aconteció hace tiempo en el teatro y que
ahora está ocurriendo en el cine. Con frecuencia, Azorín recalca que el creador
del cine es Georges Méliès, porque introduce el argumento en el cine. Incluso,
en un artículo llega a afirmar que “el cine es literatura”. En
variadas ocasiones defiende el doblaje en el cine, porque prescindir del
doblaje sería como eliminar los libros traducidos de las librerías o las
comedias traducidas de los teatros. A veces, se deja llevar por la ironía y se
regodea con la forma de trabajar en el cine, con las continuas repeticiones de
tomas o desestima ciertos tópicos repetidos en el cine, como las peleas, los
besos, los bailes, la bebida y los cigarrillos. A veces, también, imagina
historias que podrían convertirse en guiones, porque siente el gusanillo, la
necesidad de participar alguna vez en el mundo del cine.
Los comentarios de Azorín sobre el cine están repletos de digresiones, de
meandros por los que discurre el escritor con sus particulares obsesiones. Como
no entiende de cine termina hablando de literatura, de historia, de teatro o de
lo que sea, pero nunca de cine. Un artículo sobre la película Agustina de Aragón es una reflexión
sobre Jovellanos. La visión de Carmen le
induce a leer a Merimée y a pensar sobre el mito. Una película sobre el caso
Dreyfus le hace pensar en la grandeza de la nación francesa, en su
sensibilidad, en su búsqueda de la justicia y la verdad. Cuando escribe sobre
Cajal se pregunta por qué el científico gustó de la fotografía y no se preocupó
por el cine. Cuando comenta la película ¿Dónde vas, triste de ti?, se pasa
directamente a hablar de Alfonso XII, haciendo una apología de la Restauración y de los
políticos de la época, algunos de los cuales conoció y trató. Sólo resta decir
que sus obsesiones, a saber, los personajes que circulan por su mente, surgen
una y otra vez en los artículos, desde Fray Luis de Granda a El Cid, pasando
por Santa Teresa de Jesús. Sólo tangencialmente habla de cine, porque se
interesa realmente por otras cosas.
Azorín, no cabe duda, hacia 1950 pasaba las tardes en el cine. Pero a
partir de 1952 el número de artículos dedicados al cinematógrafo disminuye. En
Cinelandia, en el cine estadounidense, Azorín encuentra un matiz de candor
enternecedor, aunque no termina de entender las películas policíacas, porque en
sus argumentos encuentra una evidente fragilidad. Para 1954, sin embargo, el
escritor habla ya claramente de la falta de imaginación en las películas de
Hollywood, una situación que achaca a la deficiencia de los guiones. A pesar de
sus críticas al realismo italiano resulta conmovedor el ensayo que dedica a Ladrón de bicicletas, titulado Nadie, en donde el personaje principal
de la película, con su entrecejo, se impone al escenario espectacular de Roma
para expresar “la eternidad del dolor humano”. Hacia mediados de los
cincuenta, el interés de Azorín por el cine parece diluirse. Las referencias al
cinematógrafo son mínimas en sus artículos. Son alusiones que sirven para
hablar de literatura. Quizá sienta, finalmente, que el cine es tan sólo una
manifestación de la inestabilidad y la vanidad de las cosas humanas.
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