miércoles, 31 de octubre de 2018

Me casé por alegría



En 1966 Natalia Ginzburg publica su primera obra de teatro, Me casé por alegría (Acantilado, 2018). La ironía del título da sentido a toda la pieza, que fluye a base de contrastes, y que parece dar cuenta de la forma en que las mujeres italianas se ven abocadas al matrimonio por falta de una cierta educación. De hecho, desde el principio de la pieza sabemos que mientras Pietro se ha casado por lástima, Giuliana lo ha hecho por dinero. Sin ningún tipo de formación, Giuliana ha abandonado el pueblo natal, ha dejado la casa materna y se ha marchado a Roma con tan sólo diecisiete años. Tras trabajar en una papelería y en una tienda de discos, y después de tener una aventura con un hombre casado, Giuliana se ha sentido abandonada, apoderándose de ella la infelicidad y el deseo de suicidio. Es entonces cuando el azar ha intervenido para posibilitar el encuentro de Giuliana con Pietro.
            Natalia Ginzburg parece empeñada en retratar la inseguridad de las mujeres, el sentimiento de inferioridad, esa sensación reflejada en el personaje de Giuliana, que se agobia porque cree que es una mujer sin estilo. Su marido, por el contrario, ofrece una enorme sensación de seguridad, de madurez, porque su condición de abogado de clase acomodada y su formación le han insuflado una perspectiva más serena de la vida. Pero esta confrontación de actitudes y disposiciones en el marco del matrimonio, fruto de la educación, es el punto de partida para un examen del entorno familiar, pues lo que se pone en juego aquí son diferentes formas de concebir la tradición familiar. Es entonces cuando sabemos que, en realidad, Pietro no se ha casado porque tenga lástima a Giuliana sino porque su presencia le embarga de una alegría que seguramente desconocía en el núcleo familiar o, dicho de otro modo, el matrimonio supone para Pietro una forma de evitar el aburrimiento familiar, el tedio que supone vivir con su madre. También es entonces cuando sabemos que posiblemente Giuliana ha accedido al matrimonio porque inevitablemente las mujeres italianas tienen que casarse y Pietro es quizá su última posibilidad. La ironía, por tanto, con la que Ginzburg plantea el tema del matrimonio, en donde a cada momento que avanza la pieza se van descubriendo nuevas posibilidades, desemboca en un encuentro familiar marcado por la presencia de la madre del protagonista. La comida familiar nos ofrece un nuevo nivel del matrimonio, pues la madre de Pietro nos hace saber que su hijo se ha casado con Giuliana para hacerla sufrir. Las convicciones católicas de la madre y su formación conservadora contrastan con la ingenuidad de Giuliana. Entonces, a decir verdad, es cuando el lector comprende las razones verdaderas por las cuales Pietro se ha visto abocado al matrimonio.   
            Natalia Ginzburg bromea con el posible divorcio de la pareja, apenas una semana después de la boda, se complace describiendo la amistad entre mujeres, no parece tomarse nada en serio mientras un cúmulo de casualidades parece rozar a los personajes. Y cuando concluye la obra, todavía degustando la belleza de la pieza, nos viene a la memoria esa frase de Giuliana al principio del relato, cuando cuenta a su marido que poco antes de conocerlo estuvo cerca del suicidio: “Yo estaba dando una vuelta bajo la lluvia y tenía unas ganas enormes de morir. Crucé el puente y pensé en tirarme al río”. Acaso esta idea, que pasa por la cabeza de Giuliana, también pasó fugazmente por la mente de Natalia Ginzburg cuando su marido murió a manos de los nazis. Y dicho esto, quizá sea necesario considerar que todo escritor que se precie alguna vez acaso pensó en tirarse al río.  


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