domingo, 30 de septiembre de 2018
Mamíferos que escriben
Manuel Moyano ha
recopilado varios ensayos, escritos para la revista El Kraken hace algunos años, en un pequeño y hermoso volumen
titulado Mamíferos que escriben (NewCastle
Ediciones, 2018). Los ensayos, según cuenta el propio Moyano, responden a una
fórmula a la que se había aclimatado, desde una perspectiva claramente personal
y con cierta obsesión fetichista. Evidentemente, algo de autobiográfico hay en
la relación con los escritores que admira. Moyano no puede evitar los detalles
personales que enredan su vida con la del escritor biografiado, como ese libro
de Lovecraft que de pronto cae en sus manos -un libro que el propio autor había
despreciado-, o ese volumen de Cioran que le arrastra al nihilismo, o ese libro
de versos de Lorca que se lee cuando se es niño, o, en definitiva, esa primera
vez que se ve 2001, una odisea del
espacio y se escucha a Bob Dylan. Y es que Moyano se complace en contar su
encuentro con los escritores, la forma en que le han seducido.
Da la impresión, además, de que
Moyano encuentra en los escritores una serie de rasgos que parecen repetirse,
como si de lugares comunes se tratase. Así se topa frecuentemente con la
misantropía (aplicada a Borges, a Bioy Casares e incluso a un cineasta como
Kubrick), con la desesperación, el carácter autodestructivo y la propensión al
suicidio (en Cioran, en Dylan Thomas) o con la sensación de individuo fracasado
(implícita en Bukowski, en Lovecraft). Pero también encuentra Moyano en los
escritores un camino abierto a la nostalgia, como cuando recuerda el
primitivismo implícito en la poesía de Lorca, porque es una llamada de
vinculación a la tierra y a la infancia. Por lo demás, la ironía con que maneja
sus propias obsesiones (como su devoción por las canciones de Dylan, hasta el
punto de convertirse en un dylanita), son un reflejo de su particular sentido
del humor, necesario como el propio autor sostiene para hacer soportable la
vida.
Moyano, finalmente, nos deleita con
pequeñas historias en los ensayos, porque no puede eludir la necesidad de
mezclar ensayo y ficción. Y cuando se detiene en las notas biográficas de los
escritores, que envuelven los ensayos, lo hace tan sólo para recalar en el aspecto
que más le llama la atención, sea la soledad de Lovecraft, la discreción de
Bioy Casares o la musicalidad intraducible de los poemas de Dylan Thomas,
porque, como nos recuerda Moyano, la magia de la literatura radica en que el
lector puede encontrar un plan secreto allí donde parece que sólo reina el
azar, experiencia que le aconteció con la lectura de Paul Auster.
Viajero empedernido, Moyano acude al encuentro de los escritores que
adora, visita la tumba de Cortazar en Montparnasse, el condado de Sussex, donde
se recluyó Kipling acaso buscando la felicidad anhelada, o la tierra nemorosa
de Mondoñedo, donde Cunqueiro vivió una infancia feliz que nutrió su
literatura. El peregrino acaba su viaje, no por casualidad, visitando la tumba
de Borges en Ginebra. Entonces, el viajero se percata en esos lugares “llenos
de magia, de resonancias míticas”, de que es un hombre solitario, de
que la literatura es, quizás, “una forma de vivir la realidad más intensamente”. Y entonces, el lector comprende que el viaje literario de Manuel
Moyano se basa en la idea, nada baladí, de que el espíritu de un lugar inspira
la literatura.
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