Vicente Aleixandre |
jueves, 31 de enero de 2019
Sombra del paraíso
En 1944, con Sombra del paraíso, Vicente Aleixandre alcanza
la plenitud de su estilo. Desde los primeros versos el poeta invoca a la
naturaleza radiante, a las criaturas que anidan en el paraíso, que conforman en
la luz del amanecer el conjunto de seres que ama. El mar es promesa de
felicidad en la infancia. El río, que atraviesa la llanura y la ciudad, ofrece
sus reflejos dorados de luz. El cielo azul, que evoca la calma y la paz, es el
único amor que no muere. El resonante clamor de los bosques, la lluvia que se
asemeja a un junco, el destello del sol, la tierra primigenia, la luz del fuego
y el aire resplandeciente completan el conjunto de inmortales que Aleixandre
acoge en Sombra del paraíso. El
poeta, inmerso en el paraíso, traza las señales de la primavera en la tierra,
la deslumbrante fuerza de la naturaleza, llena de luz y de vida, y nos obliga a
no permanecer dormidos ante el misterio, a disfrutar de la belleza de la gozosa
mañana “y desnudos de majestad y pureza frente al grito del / mundo”.
La luz del sol es el hálito mágico que se pretende atrapar con los brazos
tendidos en el aire, el lugar donde reside la verdad. Mientras los pájaros
cantan en el amanecer, el poeta se recrea en el brillo de una estrella, en la
belleza de una diosa desnuda tendida en la floresta, tumbada sobre un tigre. Pero
el sol ofrece sombras. Frente a la luz y a la aurora, el arcángel de las
tinieblas anuncia acaso la enfermedad o la muerte, pero sobre todo la llegada
de la noche, de la sombra, que mitiga la fuerza de la vida, mientras se produce
el titánico esfuerzo, “la estéril lucha de la espuma y la sombra”. En
el frondoso paraíso una sombra alargada desea el cuerpo desnudo de una diosa.
La luz de la luna se refleja en el cuerpo de una muchacha mientras canta el
ruiseñor. Las manos se atraen, se buscan y se enlazan, plenas de amor, en la
oscuridad, bajo la luna. Los besos manifiestan la dicha de la vida. Y el amor
llega. “Sentí dentro, en mi boca, el sabor a la aurora”. Ebrio de amor,
Aleixandre parece dedicar algunos poemas al derrame del cuerpo, al placer que
en los sentidos provoca el amor, vertido en la cabellera o en el perfume
femenino.
El cuerpo marca el destino, la herencia de la carne y de la vida apegada
a la tierra. Y la tierra habla a través de los campesinos, que constituyen “la
verdad más profunda, / modestos y únicos habitantes del mundo”. Y del
padre emana una luz que es como el gemido, como el grito que procede de la
tierra. Y la bondad del padre transmite la bondad del mundo.
Efectivamente, el poeta, inmerso en
el paraíso, traza la belleza que se extiende ante el hombre desde la altura de
una montaña, mientras en el atardecer se despide de los campos. La ciudad amada
queda colgada sobre el mar. Un destino trágico aletea en la insondable belleza
del mar. Es el último fulgor, el último amor al que se entrega todo, la
despedida, porque el hombre es en realidad una pequeña luz que se ilumina
durante un cierto tiempo y luego definitivamente se apaga. Porque no basta el
mar, no bastan los bosques, no basta el amor, no basta el mundo. Al final sólo
resta llorar, abrazado a la madre tierra, mientras se contempla un fragmento de
cielo azul.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario