viernes, 30 de agosto de 2019
Los reinos de otrora
Regreso del río Arinat,
del país de Iramiel, de la región de Baldrás, de la isla de la infamia, de la
ciudad de Xaor, de las tierras de Isapán, de la hospedería de Pr y, finalmente,
de la ciudad de Beirán. Estos lugares configuran el territorio imaginado por
Manuel Moyano en Los reinos de otrora (Editorial
Pez de Plata, 2019), un espacio que sirve para evocar, a veces con nostalgia, a
veces con ironía y humor, y casi siempre con sinceridad, los viajes y peripecias
que acontecen a un joven huérfano y a su tío Nicodemo, un auténtico sabio
versado en múltiples conocimientos. Las fábulas que entrelaza Moyano en este
precioso libro (en todos los sentidos, pues la edición se completa con unas
hermosas ilustraciones del vitoriano Jesús Montoia) nos retrotraen a un mundo
casi atemporal, a caballo entre el medievo y el renacimiento.
Los viajes del joven huérfano se inician en el país de Iramiel, donde se
requieren los servicios de Nicodemo como médico, pues la reina se manifiesta
completamente infértil. En un bosque de almezos, junto a la ciudad de Baldrás,
tras aspirar el aroma de unas flores, Nicodemo se ve inmerso en un estado de
melancolía que le obliga a mirar el pasado con nostalgia. Los viajes en barco
con el almirante Abú Ben conducen a los protagonistas hasta la isla de la infamia,
a una historia contada por el pérfido rey Malubaro, capaz de acabar con todos
los habitantes de su isla, incluidos sus mujeres e hijos, con tal de mantener
ocultos sus tesoros. En la ciudad de Xaor intuimos que Nicodemo ha mantenido
encuentros amorosos esporádicos con una enana, de igual modo que sabemos que,
en la villa de Pr, se retira a un cenobio para acompañar a una serie de santos
varones dedicados al estudio. Y en el país de Isapán disfrutamos de las
aventuras del caballero Alamor, una especie de remedo del Quijote. Tras pasar
por una hospedería en la ciudad de Pr, donde el eco convoca palabras
pronunciadas antes o después, a modo de presagios, la aventura acaba en la
tierra de Beirán, junto a una hermosa floresta, un lugar en donde el engaño de
los sacerdotes se sustenta en un falso oráculo que parece, sólo parece, marcar
el destino del rey.
En este viaje que afronta el lector
en Los reinos de otrora se combinan
las maravillas con las desdichas, como si la vida nos regalase al mismo tiempo
unas y otras. Así pues, disfrutamos del mercado de Iramiel, rebosante de todo
tipo de productos, de la biblioteca de Mirabolán, con los más bellos y
singulares libros, del hipogeo de los reyes, cuya bóveda imita el cielo
estrellado, y de la hermosa floresta de la tierra de Beirán. Pero también somos
testigos de la inquina, del engaño y de la lucha por el poder.
Moyano no esconde sus gustos, sus preferencias. Las historias que cuenta
el caballero Alamor en el país de Isapán recuerdan las desventuras del Quijote
igual que la estancia en Xaor nos devuelve a las andanzas de Gulliver o los
viajes en barco con Abú Ben tienen un cierto regusto de Stevenson. Y da la
sensación de que al contar la historia del caballero Alamor la idea de Moyano
es, precisamente, establecer una especie de trabazón con El Quijote, porque uno de los personajes en el entramado de la
narración es un médico que responde al nombre de Ben Engeli, más conocido por
Cide Hamete, un escribiente que recibe de su criado Sérvulo la historia del
caballero Alamor.
Divertimento o hallazgo literario, o ambas cosas a la vez, el libro de Moyano se presenta como un viaje iniciático, la experiencia vital
más importante del joven protagonista, narrador de las peripecias en primera
persona, al declinar la vida, justo en el momento en que los recuerdos son más
hondos. El joven ha querido que su destino corra paralelo al de su tío
Nicodemo.
Al terminar la lectura de Los reinos de otrora uno queda atrapado
en una extraña sensación de ineludible paso del tiempo, acomodado a la idea de
que “nuestra existencia es ilusoria”, que nada importa demasiado y que
el destino no está escrito, pues la única cosa cierta es que nos espera la
muerte antes o después. Pero, al terminar la lectura, también tiene uno la
sensación de que hasta en los lugares más insospechados pueden surgir momentos
inolvidables, porque incluso en un sitio tan poco agraciado como Xaor
resplandece esporádicamente la belleza cuando el joven protagonista contempla
el amanecer sentado sobre un jorfe: “El aire, que olía a humo de enebro y
manzanas silvestres”, recuerda el protagonista, “me trajo a la memoria cierta
mañana de otoño en el Arinat. Un sentimiento de dicha me llenó por dentro. Bajo
las primera luces del día Xaor me pareció, por esa vez, un lugar hermoso”. Esto es lo único que nos queda, a fin de cuentas.
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