lunes, 29 de julio de 2019
Mientras embalo mi biblioteca
Una casa, un
jardín, un viejo presbiterio con un granero. Estamos en una suerte de granja al
sur del valle del Loira. Corre el verano de 2015. Con más de setenta años,
Alberto Manguel se ve en la necesidad de embalar nuevamente su biblioteca, de
más de treinta y cinco mil libros, y dejar atrás el viejo presbiterio con el
granero. Consumido por una extraña melancolía, Manguel contempla los estantes
vacíos, los anaqueles donde antes reposaban los libros, que han vuelto, sin más
remedio, a las cajas, al olvido. Así se inicia Mientras embalo mi biblioteca. Una elegía y diez digresiones (Alianza
Editorial, 2017). Ni que decir tiene que el libro tiene un claro tono
autobiográfico y que no es casualidad que recorra un arco cronológico que va
desde el momento en que Manguel embala la biblioteca del Loira hasta el
instante en que es nombrado director de la Biblioteca Nacional
de la Argentina. Son
los dos hechos decisivos que articulan el libro.
El hecho de embalar la biblioteca
del Loira es el punto de partida. Como toda biblioteca es autobiográfica,
Manguel encuentra en ello el tema de la elegía sostenida del libro. Por eso
escribe sobre cómo ha organizado su biblioteca, especificando la relación que
ha experimentado con las bibliotecas en general, porque se ha de decir que
Manguel ha pasado la mayor parte de su vida construyendo bibliotecas, que
luego, finalmente, ha embalado en cajas mientras los libros esperaban el
momento oportuno de cobrar vida sobre las paredes de una nueva biblioteca. El
proceso de embalar una biblioteca tiene algo de necrológico. Embalar, señala
Manguel, “es un ejercicio de olvido”, que estimula un ejercicio de
nostalgia. Ante la pérdida de la biblioteca del Loira, por ejemplo, Manguel
experimenta la misma sensación que Alonso Quijano cuando comprueba, después de
dos días de reposo en la cama, que ha desaparecido su biblioteca. Algo parecido
a lo que debió sentir Galeno cuando se incendia su biblioteca en el siglo II y
no tiene más remedio que recluirse en sus recuerdos. Por no hablar de la
desaparición de la biblioteca de Alejandría y la sensación de pérdida para la
cultura occidental que deja en el ánimo de cualquier lector. Desembalar, por el
contrario, es un acto creativo que supone situar los libros en una nueva
posición en los anaqueles. Al desembalar, precisamente, empiezan nuevamente a
aflorar los recuerdos que nos vinculan a cada libro.
Las digresiones que Manguel va
desgranando al hilo del tono elegíaco de la narración son reflexiones en voz
alta que tratan de atrapar al lector en la magia y en los límites del lenguaje,
un tema muy querido por Borges. La leyenda judía del Golem, establecida en el
siglo XVIII, sirve a Manguel para divagar sobre la paradoja en la que se mueve
la creación, que termina siempre en una sensación de fracaso. “Este doble
vínculo”, escribe Manguel, “la promesa de revelación que todo libro ofrece a su
lector y la advertencia de derrota que todo libro da a su escritor, es lo que
presta al acto literario una fluidez constante”. Porque,
efectivamente, en cada libro se busca una epifanía que, al final, nunca se
cumple. Esta sensación de fracaso que se experimenta es fruto, precisamente, de
los límites que impone el propio lenguaje en la representación de la realidad,
cuestión que se pone en evidencia, sobre todo, como señala Manguel, en la
incapacidad para escribir sueños de forma coherente.
Obsesionado por el origen de la invención literaria, Manguel relaciona la
obra literaria con la melancolía, una idea muy extendida desde Aristóteles y
que ha hecho fortuna hasta el punto de que se ha desarrollado una imagen del
escritor, un tópico que lo presenta como un hombre pobre, que sufre y
angustiado. Y movido por la necesidad, y al mismo tiempo imposibilidad, de
desvelar los orígenes de las grandes obras literarias, la reflexión se encamina
hacia la venganza como motor creativo frente al perdón.
Manguel experimenta, por lo demás, una sensación de posesión con los
libros que lee. No puede desprenderse de ellos porque proporcionan alivio y
consuelo, además de una eterna conversación que suple la soledad del ser
humano. Y ama tocar los libros porque son “talismanes mágicos”. Y adora
los diccionarios, por la forma en que se ordenan las palabras, el lenguaje,
principio de todo que nombra las cosas.
Las notas autobiográficas de la
sostenida elegía culminan en Argentina, en Buenos Aires, cuando Manguel es
nombrado director de la Biblioteca Nacional
y vuelve a la ciudad y recuerda con orgullo que Buenos Aires es una ciudad de
libros. Por eso, Manguel explora la forma en que la literatura influye en los
viajes, en la vida misma, como ocurre en la colonización de América, donde la
imaginación de los colonos está inflamada por las lecturas de libros, por las
historias que emanan de los libros. Queda claro para Manguel que “la realidad
imaginaria de los libros contamina cada aspecto de nuestra vida”. De
ahí que los libros que acompañan a Pedro de Mendoza en la fundación de Buenos
Aires configuran una biblioteca imaginaria que acaso da su propio sentido a la
ciudad.
Mientras
embalo mi biblioteca apunta, finalmente, quizá a modo de justificación,
quizá a modo de apuntes de trabajo, a la labor desarrollada por Manguel al
frente de la
Biblioteca Nacional de la Argentina, tras dejar
atrás la biblioteca del Loira. En este punto, los recuerdos de Borges se
mezclan con la idea de justicia y de ética cívica, aplicadas al trabajo en una
biblioteca, porque lo que pretende Manguel es ejercitar esa idea en la Biblioteca Nacional,
buscando con ello ampliar el campo de lectores. No es casualidad que el libro
se cierre con una reflexión sobre el valor de la palabra, sobre la función que
cumple la literatura en la sociedad, dado que la literatura es memoria y tiene
un carácter testimonial.
Quizá, al fin y al cabo, en cualquier biblioteca o ante cualquier libro,
Manguel experimente la misma sensación que el protagonista de la célebre novela
de Kafka, la extraña paradoja de estar atrapado y al mismo tiempo jugar con la
posibilidad de echar a volar.
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