jueves, 31 de octubre de 2019
Clásicos vividos
Cumplidos los
cincuenta años y acabada la laboriosa traducción del Orlando furioso, José María Micó decide revisitar algunos de los
clásicos que le han acompañado en el primer trayecto de su vida. Es como hacer
una recapitulación que tiene algo, lógicamente, de autobiográfico y que ha dado
lugar a un libro ciertamente hermoso, Clásicos
vividos (Acantilado, 2013). El trayecto que acomete Micó se inicia con
Petrarca, con el De remediis, un
libro medieval y moderno al mismo tiempo, de “obstinada actualidad”, una
especie de summa moral que pretende
aliviar y conjurar las pasiones del alma (gozo y esperanza por un lado, dolor y
temor por otro lado).
Consciente de que los poetas de épocas de transición suelen ser grandes
poetas, Micó recuerda la figura de Jordi de Sant Jordi, un poeta trovadoresco
de la corte de Alfonso el Magnánimo del que se sabe muy poco y que falleció
como caballero y poeta antes de los treinta años. Micó le reserva un papel
fundamental en la gestación de una nueva lírica, en lengua catalana, que sirve
de enlace y culmina con la figura de su contemporáneo Ausías March. Al igual
que en la poesía trovadoresca de Jordi de Sant Jordi, el tema principal de
March es el fino amor, pero ya no sólo como tema literario sino como
preocupación filosófica y doctrinal. Micó presenta a Ausías March como un poeta
moderno, fuente literaria para los poetas españoles del Renacimiento e incluso
inspiración para los poetas de las últimas décadas. También en las Sátiras de Ariosto, más allá del colosal
Orlando furioso, observa Micó un
hallazgo para la literatura moderna, un espacio en el que conviven en armonía
sátira y epístola. Ariosto, siguiendo el ejemplo de Horacio, abandona
finalmente “la poesía y los demás juegos fútiles” para ahondar en la
senda de la verdad, empleando la ironía en la misma forma en que lo haría
Cervantes después, perfilando una moralidad “confesional y autobiográfica”. Esa idéntica obsesión por la verdad y ese mismo carácter autobiográfico y
confesional también forman parte del proyecto de Mateo Alemán en el Guzmán de Alfarache. La “poética
historia” de Alemán es una fábula llena de moralidad, que mezcla
narración y digresión, autobiografía y consejos, pero parece atinado pensar,
como sugiere Micó, que la intención de Alemán apunta alto pues pretende
convertir la vida del pícaro en “atalaya de la vida humana”. Siguiendo
la tradición del Lazarillo acaso
Alemán ha tratado de llegar más lejos.
El itinerario de don Quijote en
Barcelona, bajo la apariencia costumbrista de la visita, permite a Micó
rastrear, entre la ficción y la realidad, el espacio al fin y al cabo imaginado
por Cervantes, para apuntar, finalmente, la idea que aletea en el discurso, que
“Barcelona era”, para don Quijote, “un destino ineludible, una suerte de finisterre narrativo y simbólico”. Y si Micó se detiene en Góngora es para observar el siempre acechante
desafío a la tradición literaria que experimenta el poeta. Y si Micó se
detiene, finalmente, en Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez es porque en ambos
aletea un aire de perfección. Rubén Darío, dotado como nadie con el “espíritu
de la lengua”, convierte su vida y su obra “en una búsqueda incesante,
en la persecución de un imposible”. Esa anhelada búsqueda de la
perfección culmina, como se sabe, en Cantos
de vida y esperanza, con una poética de la interrupción que combina la
versificación tradicional y las preocupaciones religiosas y filosóficas con una
“forma trunca, inacabada”, poética que alcanza su más glorioso ejemplo
en “Lo fatal”. En Juan Ramón Jiménez, el más grande de los seguidores de Darío,
encuentra Micó el mismo anhelo de perfección en la construcción de una Obra en
marcha, quizá porque el propio Micó, como Darío y Juan Ramón, camina en el
mismo sentido, en la misma tradición poética. Por eso el perfil de Juan Ramón
Jiménez se traduce en “Mi Juan Ramón Jiménez” y el libro adquiere un tono
autobiográfico. Y por eso, también, Micó centra su mirada en la poesía de
Eugenio Montale, destacando la unidad de su obra, como si sus poemarios fueran
cantos o fases de una vida humana, “un designio literario de extraordinaria
coherencia” que, más allá de su hermetismo, no elude el diálogo con la
tradición literaria, con ecos de Dante y Leopardi.
El trazo final de Clásicos vividos, casi autobiográfico en
sentido estricto, muestra los vínculos del autor con Vicente Llorens, un
profesor de literatura exiliado en la guerra civil, y permite, en definitiva,
comprender la vocación literaria y poética de José María Micó. Entones, y sólo
entonces, comprende el lector el sentido hacia el cual apunta todo el libro.
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