sábado, 30 de noviembre de 2019

El bosquecillo 125



Hacia el final de la Gran Guerra, cuando los soldados empiezan a intuir que el conflicto ha entrado en su última fase, Ernst Jünger escribe las vivencias que acontecen en las trincheras alemanas, junto a un bosque pequeño que no tiene nombre, cerca de la aldea de Puisieux-au Mont. Estos recuerdos, publicados posteriormente con el título de El bosquecillo 125, completan la visión de la guerra que nos ofrecen los diarios de Jünger, sirven, a modo de anexo, a Tempestades de acero.
Es el verano de 1918 y el escritor alemán vuelve, tras un permiso, a la primera línea del frente. En su mochila, su ordenanza ha colocado unos libros. En el frente todo es claro y sencillo porque no hay grandes preocupaciones y “cualquier problema se diluye y queda reducido a una agradable insignificancia cuando se vive a la sombra de la Muerte”. El paisaje es desolador, lleno de ruinas. La posición que defiende la compañía de Jünger se encuentra cerca de la aldea de Puisieux-au Mont. Las trincheras son menos profundas y la seguridad se ve afectada por la existencia de ramales ciegos que llevan directamente a las posiciones enemigas. Las galerías subterráneas han ido desapareciendo del frente de batalla. Ya prácticamente sólo quedan trincheras. La paz en la sección donde se encuentra Jünger se ve alterada sólo por los disparos de la artillería enemiga, que parecen focalizarse más a la izquierda de la posición de la compañía, en el denominado bosquecillo 125. La defensa inveterada de dicho bosque pone en evidencia la capacidad de resistencia del ser humano. Es como si el destino de los pueblos y de los individuos se viviese en la defensa de dicho bosquecillo.
En el campo de batalla, el soldado es tan consciente de la guerra que es incapaz de contemplar el paisaje que le rodea, porque lo único que ve es un terreno de lucha. No obstante, cuando logra concentrarse en el silencio de la naturaleza, Jünger describe los aromas de las flores silvestres, el canto de los insectos. Por eso, cuando se adentra en la aldea de Puisieux-au Mont, su mirada no se centra en la destrucción sino en los jardines, se vuelca en cómo vuelve la vida, cómo la madre tierra permite que la vida vegetal se adueñe del terreno, porque tras la aniquilación del paisaje llegará una vida nueva “pues volverán a ser cultivados los campos, volverán a ser edificadas las aldeas y volverán a ser engendrados más seres humanos de los necesarios”. Es el eterno ciclo de la vida y la muerte.
Cuando la compañía de Jünger se toma un descanso en el terraplén del ferrocarril, situado junto a la villa de Achiet, el escritor comprueba que los soldados se encuentran cansados, se están como consumiendo y ansían rápidamente la victoria o la derrota. La guerra, sin embargo, parece suspendida en una prolongación inacabable. Pero existen evidencias que Jünger no puede eludir y que anticipan el final de la guerra. La historia de ese caballo muerto en el Camino de Puisieux, que no es cubierto por clorato de cal para evitar el olor y que, finalmente, no es devorado por los buitres sino por los soldados, que aprovechan diversas partes para hacer caldo de caballo o degustar lengua de caballo, es un claro ejemplo de hacia dónde camina el conflicto. Jünger no quiere ni oír hablar de la derrota en la guerra, pero la idea pasa fugazmente por su cabeza.
Molesto con lo que denomina guerra de documentos, esa infinita acumulación de papeles, circulares que se asemejan a reglas o prescripciones, Jünger se ve obligado a registrar en un “Cuaderno de partes” la rutina diaria en el frente. En los momentos de descanso escribe sus vivencias o, simplemente, al contemplar la caverna que sirve de refugio a los soldados, piensa en un cuadro de Brueghel. Los sueños son, casi siempre, desagradables.
El peligro acecha por todas partes y, a veces, paradójicamente, es una fuerza que atrae al soldado de forma misteriosa. La muerte de un camarada provoca un sentimiento de extrañeza porque uno lo imagina vivo todavía y tiene una sensación de pérdida, como si faltara algo que forma parte de sí mismo, de su propia personalidad. En la noche, el avance hacia el bosquecillo 125 para defender la posición alemana se convierte en un infierno. Los soldados caminan enfervorizados hacia el peligro. “El conjunto”, escribe Jünger, “produce la impresión de un jubiloso triunfo de los elementos, de una ígnea erupción de la Tierra misma”. El ser humano, en este ambiente, resulta insignificante. La locura que hace presa de los soldados los convierte en “un solo ser, fundido en una unidad, un ser al que guían otras fuerzas”. Al amanecer, tras el infierno de la noche, aflora el humor grotesco, cínico, cuando se reconoce que se ha salvado la vida.
Estas sensaciones experimentadas en la defensa del bosquecillo 125 se repiten en el combate cuerpo a cuerpo en el camino de Elbing, mientras se oye el grito de los heridos en mitad de la noche, con las bengalas cruzando el cielo. El lamento es monótono, “parecido a un acompasado canto ascendente y descendente, como una invocación dirigida a un Poder desconocido”. Jünger habla de asedio y resistencia. Es consciente de que la posición alemana es muy difícil, de que acecha la muerte y se muestra triste ante la posibilidad, evidente, de que nadie pueda cantar los últimos momentos de su agónica resistencia.
Cuando es relevada su compañía y marcha hacia la reserva, Jünger recuerda todavía la pérdida del Bosquecillo 125, recuerda el horizonte de los embudos y las trincheras, recuerda al combatiente, el héroe anónimo que cae muerto junto a él. “Su imagen y su legado”, dice Jünger, “permanecen en mi corazón”. Es el recuerdo del combatiente purificado por el fuego, una figura que quedará entrelazada a la imagen de la Gran Guerra.
Jünger, finalmente, no tiene dudas al afirmar que los acontecimientos que están teniendo lugar en la guerra “forman parte de un gran orden, y que en algún lugar se anudan, para formar un sentido cuya unidad se nos escapa”. Incapaz de vislumbrar esa unidad, en las noches tranquilas contempla a la estrella Orión mientras percibe acompasadamente el peculiar olor de la guerra, los sonidos primordiales y también, indefectiblemente, el espíritu de un época cayéndose a pedazos.  

 

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