Hace algunos años cayó en mis manos, gracias al escritor Joan Benesiu, la traducción del italiano, que había preparado la editorial Minúscula, de un libro peculiar y extraordinario, La isla, de Giani Stuparich. Desde entonces, he seguido la estela de Stuparich, me he adentrado en las raíces culturales de un escritor cuya trayectoria es, al menos, tan amplia y fecunda como la de sus compañeros de generación, vinculados a la ciudad de Trieste. La lectura reciente de Un año de escuela en Trieste (Minúscula, 2010) confirma la ligereza, la alegría y la pureza que envuelven a Stuparich y que lo convierten de facto en un referente moral de su generación, porque es evidente que, tras las desgraciadas muertes de su hermano Carlo Stuparich y del brillante Scipio Slataper en el frente de la primera guerra mundial, se sentía obligado a asumir ese papel referencial. Toda su vida apunta en ese sentido.
jueves, 28 de mayo de 2020
Un año de escuela en Trieste
Hace algunos años cayó en mis manos, gracias al escritor Joan Benesiu, la traducción del italiano, que había preparado la editorial Minúscula, de un libro peculiar y extraordinario, La isla, de Giani Stuparich. Desde entonces, he seguido la estela de Stuparich, me he adentrado en las raíces culturales de un escritor cuya trayectoria es, al menos, tan amplia y fecunda como la de sus compañeros de generación, vinculados a la ciudad de Trieste. La lectura reciente de Un año de escuela en Trieste (Minúscula, 2010) confirma la ligereza, la alegría y la pureza que envuelven a Stuparich y que lo convierten de facto en un referente moral de su generación, porque es evidente que, tras las desgraciadas muertes de su hermano Carlo Stuparich y del brillante Scipio Slataper en el frente de la primera guerra mundial, se sentía obligado a asumir ese papel referencial. Toda su vida apunta en ese sentido.
Un
año de escuela en Trieste es una nouvelle
publicada por primera vez en 1929, en un volumen de Racconti. Al traducir las vivencias de unos jóvenes estudiantes
italianos en su último año de bachillerato, Stuparich sin duda alguna estaba
trasladando sus experiencias como profesor, actividad a la que se dedicó
durante veinte años, de 1921
a 1941. La novela tiene como eje central de la historia
un personaje femenino, Edda Marty, precisamente porque lo que aquí está en
juego es la libertad. Edda es una joven singular, a contracorriente de toda la
tradición y todas las costumbres heredadas entre las mujeres de su época, que
decide ingresar en un instituto masculino, curiosamente, como sabemos al final,
para comportarse como un muchacho y tener las experiencias de un muchacho y no
ser vista como una mujer. Edda es una inteligencia temeraria que ama la lengua
italiana y el mar, y que experimenta la “voluntad de liberarse del ambiente
mezquino de las mujeres”. Aburrida de la vida provinciana en Trieste,
que contrasta con los recuerdos de su estancia en Viena y la libertad allí
experimentada, Edda consigue entrar en la clase de último año de bachillerato
de un instituto masculino, inevitablemente para cambiarlo todo. Los alumnos se
van a transformar durante el año escolar al calor de la imponente presencia
femenina.
Arremolinados en torno a Edda
pululan tres jóvenes amigos, tres almas poéticas, Antero, Mitis y Pasini, que
en su admiración a Carducci, Pascoli y D’Annunzio ponen en evidencia sus
respectivos temperamentos. La relación entre Edda y los muchachos se desarrolla
en la escuela, pero también en la naturaleza. Stuparich ha elegido precisamente
el paisaje que rodea Trieste para mostrar el amor juvenil, para desplegar a
través de la fuerza de la naturaleza la pasión de los jóvenes. Y con el
despliegue del amor todo cambia, como no podía ser de otro modo. Edda se vuelve
más generosa, más comprensiva con el mundo que le rodea. Antero se torna más
melancólico e indeciso, hasta el punto de buscar refugio en la ternura de su
madre. Mitis se orienta hacia el estudio, obsesivamente volcado en el tema del
irredentismo. Y Pasini coquetea con el suicidio. El amor y la muerte parecen
navegar juntos. “Las pupilas de ella [Edda] eran de una luminosidad solar”,
escribe Stuparich, “y por su boca pasaban los sentimientos como suaves sombras
en los prados. Antero naufragó en toda aquella luz y por un instante tuvo la
sensación de que quizá habría sido mejor no existir, porque dolía demasiado; y
la miró como si le implorase la muerte”. De hecho, la idea de la muerte,
central en toda la literatura triestina, articula la novela a través de dos
actos: la muerte de Hedwig, la hermana de Edda, y el intento de suicidio de
Pasini, que influye sobre sus compañeros de clase que, a partir de ese momento,
toman conciencia de que “la vida posee una trágica seriedad”. Pero más
allá de la idea de muerte, que pulula por toda la narración, Stuparich es capaz
de dar un sentido vitalista a todo lo que cuenta. Es una luz fulgurante que
atraviesa todas sus historias, del mismo modo que una luz blanca inunda los
cuadros del Renacimiento italiano. Es la luminosidad y la dulzura de vivir,
aunque la vida sea absurda, aunque la libertad ceda ante el sacrificio. Por
eso, elige el jardín secreto en casa de Edda, donde fluyen la tristeza, la
melancolía, la luz y la quietud de Trieste, para el primer beso de Antero y
Edda.
Articulada a través de una serie de escenas de carácter simbólico, que
funcionan como ritos de paso en el camino de los jóvenes a la madurez, la
historia de Un año de escuela en Trieste
acaba precisamente con el rito que pone fin al año escolar: los exámenes que
cierran los estudios de bachillerato. Estos exámenes finales suponen, en cierta
medida, la vuelta a la normalidad. Es como si todo volviese a ser como al
principio, aunque evidentemente nada es como antes. Para nadie. Pero, al menos,
la alegría perdida momentáneamente por los jóvenes se renueva y la amistad
prevalece por encima de todo. El abrazo final de Antero y Pasini, los dos
amantes de Edda, deja bien claro cuáles son los principios referenciales de
Stuparich. Porque, a fin de cuentas, el único consuelo seguro de la vida es la
amistad.
No me cabe ya ninguna duda. Siempre que leo a Stuparich me viene a la
memoria el cielo azul y la luz blanca de los cuadros del Renacimiento. Y todo
lo mejor de la cultura italiana.
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