En 1942 se publica El último encuentro (Salamandra, 2018), de Sándor Márai, una novela que trata de reproducir una experiencia moral a través de las confesiones de un viejo general del imperio austrohúngaro que, retirado en la mansión familiar, lleva una vida en soledad, con sus criados y con su nodriza, con la que mantiene una relación extraña, especial. El general vive en la habitación más oscura de la casa, en una de las alas del castillo. No se deja ver nunca desde la muerte de su mujer. Su vida reproduce, en realidad, los esquemas de su familia, de sus antecesores, una generación que vive en el honor, en el orgullo de la palabra dada. El general ha pasado casi toda su vida, en concreto cuarenta y un años, a la espera de algo que por fin se va a producir: el reencuentro con un viejo amigo, Konrad, un antiguo camarada. La fecha del encuentro, en 1940, no es baladí, porque Márai da mucha importancia al paso del tiempo, repitiéndose con asiduidad la cronología en la narración, precisamente porque el pasado pesa como una losa sobre los personajes. De hecho, el encuentro entre los dos amigos debe sacar a la luz la verdad, que se encuentra sepultada en unos acontecimientos acaecidos en el pasado. El general desea, además, que al recibir a Konrad todo sea como antaño, desea que se repita todo, con los mismos elementos, porque de lo que se trata es de dar sentido al pasado y, con ello, dar sentido a la vida misma.
Para poder comprender el alcance del
ritual que se va a celebrar entre los dos viejos amigos, Márai se toma su
tiempo en contar la historia de amistad entre el general y Konrad, surgida en
la juventud, en una Academia militar vienesa. Es una convivencia extraña y
única la que se establece entre los dos amigos, una relación llena de pureza,
que parece ajena al mundo. La vida en común de los dos transmite la felicidad
de Viena, la felicidad de toda una ciudad, una alegría que parece flotar en el
ambiente de orden y seguridad que transmite el imperio. A pesar de la amistad
que los une, a pesar de vivir juntos en Viena mientras realizan su primer
servicio al emperador, ambos muchachos son muy diferentes. Konrad ama la
música, mientras el general ama la caza. La música y la caza expresan, por así decirlo,
las distancias entre los dos amigos, del mismo modo que ponen en evidencia las
diferencias existentes, quizá insalvables, entre los padres del general, un
guardia imperial húngaro y una joven francesa.
Los recuerdos del pasado fluyen en
la narración antes de la llegada de Konrad, antes del ansiado encuentro. Las
fiestas de antaño, que destilan el perfume del antiguo imperio austrohúngaro, y
la estancia en Bretaña a los ocho años, donde el rumor del mar se asemeja al de
los bosques en Hungría, sirven para dibujar la sensación de que “todo está
conectado en el mundo”. Prevalece un aire de misterio (un cuadro que
falta en las paredes), un personaje femenino en la neblina del tiempo, Krisztina, la mujer del general, que ya ha muerto.
Prevalece, sobre todo, la nostalgia del pasado. Hasta los objetos y los cuadros
en el castillo dan una dimensión del pasado. Y la confesión, larga y prolija
del general, una vez se ha producido la llegada de Konrad, es una recreación
del pasado, de la dimensión externa de los acontecimientos, la guerra y la
revolución rusa, que lo han cambiado todo, pero, sobre todo, de la dimensión
interna de unos hechos que transformaron las vidas del general, de Konrad y de
Krisztina. Las reflexiones del general van desgranándose, poco a poco, hasta
llegar a un acontecimiento único, clave en sus vidas. El secreto que yace en la
historia radica en una cacería, en un instante último en que todo se resuelve
en un bosque, como si la vida entera de los personajes se definiese en ese instante.
Ese secreto define la infidelidad de Konrad, que supone, y esto es lo
verdaderamente importante, una traición a la amistad, a un valor eterno que
sustenta la vida entera del general.
Sándor Márai
Mientras la sensación de que el
pasado va envolviendo al lector, poco a poco, en una densa bruma, las
reflexiones del general, llenas de detalles, caen a plomo sobre el carácter de
cada individuo, definiendo a cada persona y situándola en un espacio vital
determinado. Estas reflexiones son una especie de ajuste de cuentas con el
pasado, cuando ya el final de la vida se acerca. Por eso, la confesión íntima
que recorre gran parte de la novela es, a todos los efectos, un monólogo que
repasa la vida del general antes de morir, porque lo que acecha al final del relato
es la muerte. “Amarillentos y huesudos”, escribe Márai sobre los dos viejos
amigos, “parecen unos esqueletos”. Las velas que se apagan al final del
encuentro certifican la defunción, simbólica, de los dos camaradas. Nada hay
más que decir. “Al fin y al cabo, el mundo no importa nada. Sólo importa lo que
queda en nuestros corazones”, concluye el general. Y lo que queda son las
cenizas de una pasión que ha desbordado a los tres personajes centrales de la
historia. El general, en efecto, ha vivido para la venganza, “contra todo y
contra todos”, para conocer la verdad. Y añade: “y por eso no me he
matado”. La vida lo arrastra. El envejecimiento moral sucede al
envejecimiento físico. Llega el fin, el acabamiento de las cosas. “Un día te
despiertas”, dice el viejo general, “te frotas los ojos, y ya no sabes para que
te has despertado”.
Algo parecido quizá debió sentir Sándor Márai cuando se suicidó en
1989, en San Diego, lejos de la llanura húngara, tras la muerte de su mujer y
de su hijo. Anclado todavía en el viejo mundo, el aislamiento tocaba a su fin con un
arrebato último de dignidad.
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