Arquíloco de Paros |
No podía imaginar Arquíloco de Paros, allá por el siglo VII a.C, que su célebre fragmento poético en el que evoca la distinción entre el erizo y la zorra, pues “la zorra sabe muchas cosas, pero el erizo una importante”, iba a ser el germen de una división más profunda entre dos concepciones del mundo, la que apunta a una visión unitaria y la que se complace en una visión múltiple. Ciertamente, se podía intuir en los versos de Arquíloco esa distinción tan agradable al pensamiento griego que permitía diferenciar entre lo uno y lo múltiple, una distinción que finalmente se reducía a dos campos opuestos, el de los idealistas y el de los materialistas. En el ensayo publicado en 1953 con el título, precisamente, de El erizo y la zorra, Isaiah Berlin parte de esta dualidad implícita en el fragmento poético de Arquíloco para tratar de encajar y comprender el pensamiento histórico de Lev Tolstoi inherente a su gran obra Guerra y paz. Pero del mismo modo que en la antigüedad había pensadores que transitaban entre las dos visiones, entre lo uno y lo múltiple, también Berlin se plantea la posibilidad de que el escritor ruso navegue entre las dos concepciones del mundo y lanza la hipótesis de que quizá “Tolstoi era una zorra por naturaleza, pero creía ser erizo”. El estudio de la visión de la historia en el conde ruso que se desarrolla en este maravilloso ensayo de Berlin pretende alumbrar este problema.
Tradicionalmente se ha prestado poco
interés a la filosofía de la historia de Tolstoi. Ni los historiadores ni los
críticos literarios se han dejado seducir por la visión histórica del conde
ruso. Ahora bien, no cabe ninguna duda de que Tolstoi dedicó amplios esfuerzos
intelectuales al problema de la historia desde su juventud, tal como atestiguan
los diarios, las cartas y sus escritos en general. Ese interés por la historia
se aprecia en la búsqueda constante de las causas originales, en la necesidad
de explorar las raíces de todos los problemas. La visión de Tolstoi, lejos de
ser teológica o metafísica, está ligada a un interés por las preguntas
esenciales, o dicho de otro modo, vinculada a un enfoque moral, a los grandes
problemas éticos que consumen la vida. En este sentido, Tolstoi pensaba que la
historia como disciplina se encontraba atrasada. Era necesario un nuevo
enfoque, teniendo en cuenta “los hechos espirituales, íntimos”, para
llegar a captar una experiencia más inmediata de los seres humanos. Por eso, lo
que pretendía era distinguir claramente entre la vida real y los relatos de los
historiadores, repletos de leyes históricas que no se correspondían con la
realidad. La paradoja radica en el hecho de que el conde quería ir más allá de
la descripción de la vida cotidiana para plasmar de forma verdadera la realidad
histórica, a sabiendas de que esto era una utopía, porque tenía claro que la
búsqueda de leyes históricas sólo podía conducir al escepticismo. Pero Tolstoi
quería llegar donde nadie había llegado, quería llegar a las raíces. “El
propósito de Tolstoi”, escribe Berlin, “es descubrir la verdad”. Y para
ello no le sirven los historiadores de la política, pero tampoco los
historiadores de la cultura, de las ideas. En el mismo sentido, no son fiables
ni la teoría heroica de la historia ni la sociología.
La tesis que esboza Tolstoi plantea
un contraste entre la experiencia universal del libre albedrío, que es en sí
misma engañosa, y el determinismo histórico, que es la única realidad
inexorable. Partiendo de este contraste, la teoría de Tolstoi se sostiene sobre
las partículas diminutas que configuran la vida y que deben ser integradas.
Pero el conde llega, finalmente, a un callejón sin salida. No encuentra en la
historia las respuestas que va buscando y se hace dueño de él una sensación de
escepticismo absoluto, de falta de convicciones positivas. La contradicción que
marca la vida de Tolstoi es bien evidente: su talento artístico, inigualable,
le permite percibir las individualidades y captar la realidad microscópica de
infinitos personajes y caracteres como nadie lo había hecho hasta entonces,
pero, sin embargo, lo que ansía es encontrar un principio unificador,
ordenador, que, en realidad, conceda sentido a la vida. Es un contraste claro,
como señala Berlin, entre el talento y las opiniones, entre la realidad y la
vida moral. Tolstoi era una zorra que quería o creía ser un erizo. “El genio de
Tolstoi”, sentencia Berlin, “radica en su capacidad para reproducir con
maravillosa agudeza lo irreproducible, la casi milagrosa evocación de la
individualidad completa e intransferible de cada persona, evocación que induce
en el lector la intensa presencia del objeto mismo y no su descripción desnuda”.Tolstoi
Ahora bien, cuando se estudian las raíces del pensamiento histórico de
Tolstoi enseguida se piensa en los eslavófilos, en los románticos, en los
conservadores, en Rousseau, en Stendhal, en Schopenhauer y hasta en Proudhon,
pero el objetivo último hacia el que apunta el ensayo de Berlin no es otro que
rastrear ideas del conservador Joseph de Maistre en la filosofía de la historia
de Tolstoi, algo que ya había hecho a finales del siglo XIX el historiador
francés Pierre Sorel. Entramos, pues, en la sección más original del libro y al
mismo tiempo la más compleja y difícil de argumentar. Berlin sostiene que el
paralelismo entre Maistre y Tolstoi al explicar las batallas y las guerras,
dando una gran importancia al caos y a los aspectos irracionales, se concreta
en las misteriosas causas primeras que fundamentan los acontecimientos. Ambos,
Maistre y Tolstoi, reniegan del racionalismo científico, atacan el liberalismo
y la idea de progreso. Además, defienden una marcha inexorable de los
acontecimientos, un cierto determinismo, y buscan, ansiosamente, la unidad
anhelada en el fluir cotidiano de los acontecimientos, pero son conscientes de
las limitaciones de cualquier interpretación histórica. Aun así, defienden lo
que Berlin denomina “la conciencia de las corrientes profundas”. Anhelan, quizá, algo que no pueden alcanzar. De temperamentos parecidos pero
ideas y propuestas diferentes, detrás de sus devastadoras críticas se encuentra
la necesidad de buscar algo indeterminado, algo más profundo. La pregunta que
está en el aire es hasta dónde pueden llegar estos paralelismos entre Maistre y
Tolstoi, porque Berlin tiene claro que no se deben exagerar las analogías. Sabe
que el terreno en el que se mueve es, sin duda alguna, resbaladizo, pantanoso.
Es evidente que Tolstoi no podía concordar con los estudios políticos de
los historiadores ni con la visión metafísica o teológica, aspectos inherentes
a la historiografía del siglo XIX, pero también se ha de tener en cuenta que,
para cuando se publica este ensayo en 1953, Berlin sí que debía ser consciente
del avance en la historiografía y en el enfoque de la vida cotidiana, que quizá
habría sido del gusto de Tolstoi. El conde ruso se enfrenta, pues, al panorama
general de la historiografía del siglo XIX y lo que ve no le complace en absoluto. La
conclusión de Berlin parece clara: Tolstoi no era un erizo, “y lo que ve no es
lo uno sino lo múltiple”, pero, cierto es, de una forma “penetrante”. En definitiva, el conflicto entre lo que es la realidad y lo que debería ser se traduce en
Tolstoi en una tragedia interna que lo convierte en el más grande escritor, el
hombre más sabio, pero también en el hombre más aislado y solitario. “Es el más
trágico de los grandes escritores”, concluye Berlin, “un hombre viejo y
desesperado que, más allá de toda ayuda humana, vagabundea por Colono tras
arrancarse los ojos”.
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