domingo, 31 de enero de 2021

El erizo y la zorra

 

Arquíloco de Paros

No podía imaginar Arquíloco de Paros, allá por el siglo VII a.C, que su célebre fragmento poético en el que evoca la distinción entre el erizo y la zorra, pues “la zorra sabe muchas cosas, pero el erizo una importante”, iba a ser el germen de una división más profunda entre dos concepciones del mundo, la que apunta a una visión unitaria y la que se complace en una visión múltiple. Ciertamente, se podía intuir en los versos de Arquíloco esa distinción tan agradable al pensamiento griego que permitía diferenciar entre lo uno y lo múltiple, una distinción que finalmente se reducía a dos campos opuestos, el de los idealistas y el de los materialistas. En el ensayo publicado en 1953 con el título, precisamente, de El erizo y la zorra, Isaiah Berlin parte de esta dualidad implícita en el fragmento poético de Arquíloco para tratar de encajar y comprender el pensamiento histórico de Lev Tolstoi inherente a su gran obra Guerra y paz. Pero del mismo modo que en la antigüedad había pensadores que transitaban entre las dos visiones, entre lo uno y lo múltiple, también Berlin se plantea la posibilidad de que el escritor ruso navegue entre las dos concepciones del mundo y lanza la hipótesis de que quizá “Tolstoi era una zorra por naturaleza, pero creía ser erizo”. El estudio de la visión de la historia en el conde ruso que se desarrolla en este maravilloso ensayo de Berlin pretende alumbrar este problema.

            Tradicionalmente se ha prestado poco interés a la filosofía de la historia de Tolstoi. Ni los historiadores ni los críticos literarios se han dejado seducir por la visión histórica del conde ruso. Ahora bien, no cabe ninguna duda de que Tolstoi dedicó amplios esfuerzos intelectuales al problema de la historia desde su juventud, tal como atestiguan los diarios, las cartas y sus escritos en general. Ese interés por la historia se aprecia en la búsqueda constante de las causas originales, en la necesidad de explorar las raíces de todos los problemas. La visión de Tolstoi, lejos de ser teológica o metafísica, está ligada a un interés por las preguntas esenciales, o dicho de otro modo, vinculada a un enfoque moral, a los grandes problemas éticos que consumen la vida. En este sentido, Tolstoi pensaba que la historia como disciplina se encontraba atrasada. Era necesario un nuevo enfoque, teniendo en cuenta “los hechos espirituales, íntimos”, para llegar a captar una experiencia más inmediata de los seres humanos. Por eso, lo que pretendía era distinguir claramente entre la vida real y los relatos de los historiadores, repletos de leyes históricas que no se correspondían con la realidad. La paradoja radica en el hecho de que el conde quería ir más allá de la descripción de la vida cotidiana para plasmar de forma verdadera la realidad histórica, a sabiendas de que esto era una utopía, porque tenía claro que la búsqueda de leyes históricas sólo podía conducir al escepticismo. Pero Tolstoi quería llegar donde nadie había llegado, quería llegar a las raíces. “El propósito de Tolstoi”, escribe Berlin, “es descubrir la verdad”. Y para ello no le sirven los historiadores de la política, pero tampoco los historiadores de la cultura, de las ideas. En el mismo sentido, no son fiables ni la teoría heroica de la historia ni la sociología.    

Tolstoi
 La tesis que esboza Tolstoi plantea un contraste entre la experiencia universal del libre albedrío, que es en sí misma engañosa, y el determinismo histórico, que es la única realidad inexorable. Partiendo de este contraste, la teoría de Tolstoi se sostiene sobre las partículas diminutas que configuran la vida y que deben ser integradas. Pero el conde llega, finalmente, a un callejón sin salida. No encuentra en la historia las respuestas que va buscando y se hace dueño de él una sensación de escepticismo absoluto, de falta de convicciones positivas. La contradicción que marca la vida de Tolstoi es bien evidente: su talento artístico, inigualable, le permite percibir las individualidades y captar la realidad microscópica de infinitos personajes y caracteres como nadie lo había hecho hasta entonces, pero, sin embargo, lo que ansía es encontrar un principio unificador, ordenador, que, en realidad, conceda sentido a la vida. Es un contraste claro, como señala Berlin, entre el talento y las opiniones, entre la realidad y la vida moral. Tolstoi era una zorra que quería o creía ser un erizo. “El genio de Tolstoi”, sentencia Berlin, “radica en su capacidad para reproducir con maravillosa agudeza lo irreproducible, la casi milagrosa evocación de la individualidad completa e intransferible de cada persona, evocación que induce en el lector la intensa presencia del objeto mismo y no su descripción desnuda”.

Ahora bien, cuando se estudian las raíces del pensamiento histórico de Tolstoi enseguida se piensa en los eslavófilos, en los románticos, en los conservadores, en Rousseau, en Stendhal, en Schopenhauer y hasta en Proudhon, pero el objetivo último hacia el que apunta el ensayo de Berlin no es otro que rastrear ideas del conservador Joseph de Maistre en la filosofía de la historia de Tolstoi, algo que ya había hecho a finales del siglo XIX el historiador francés Pierre Sorel. Entramos, pues, en la sección más original del libro y al mismo tiempo la más compleja y difícil de argumentar. Berlin sostiene que el paralelismo entre Maistre y Tolstoi al explicar las batallas y las guerras, dando una gran importancia al caos y a los aspectos irracionales, se concreta en las misteriosas causas primeras que fundamentan los acontecimientos. Ambos, Maistre y Tolstoi, reniegan del racionalismo científico, atacan el liberalismo y la idea de progreso. Además, defienden una marcha inexorable de los acontecimientos, un cierto determinismo, y buscan, ansiosamente, la unidad anhelada en el fluir cotidiano de los acontecimientos, pero son conscientes de las limitaciones de cualquier interpretación histórica. Aun así, defienden lo que Berlin denomina “la conciencia de las corrientes profundas”. Anhelan, quizá, algo que no pueden alcanzar. De temperamentos parecidos pero ideas y propuestas diferentes, detrás de sus devastadoras críticas se encuentra la necesidad de buscar algo indeterminado, algo más profundo. La pregunta que está en el aire es hasta dónde pueden llegar estos paralelismos entre Maistre y Tolstoi, porque Berlin tiene claro que no se deben exagerar las analogías. Sabe que el terreno en el que se mueve es, sin duda alguna, resbaladizo, pantanoso.

Es evidente que Tolstoi no podía concordar con los estudios políticos de los historiadores ni con la visión metafísica o teológica, aspectos inherentes a la historiografía del siglo XIX, pero también se ha de tener en cuenta que, para cuando se publica este ensayo en 1953, Berlin sí que debía ser consciente del avance en la historiografía y en el enfoque de la vida cotidiana, que quizá habría sido del gusto de Tolstoi. El conde ruso se enfrenta, pues, al panorama general de la historiografía del siglo XIX y lo que ve no le complace en absoluto. La conclusión de Berlin parece clara: Tolstoi no era un erizo, “y lo que ve no es lo uno sino lo múltiple”, pero, cierto es, de una forma “penetrante”. En definitiva, el conflicto entre lo que es la realidad y lo que debería ser se traduce en Tolstoi en una tragedia interna que lo convierte en el más grande escritor, el hombre más sabio, pero también en el hombre más aislado y solitario. “Es el más trágico de los grandes escritores”, concluye Berlin, “un hombre viejo y desesperado que, más allá de toda ayuda humana, vagabundea por Colono tras arrancarse los ojos”. 

 

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