En el año 2014, la editora Alicia Arés publica en su sello editorial, Cuadernos del Laberinto, una colección amorosa de poesía contemporánea, Amor, una propuesta arriesgada, por lo que supone la propia selección de autores y poemas, y sugerente, por el planteamiento que deja el libro abierto a una inicial lectura desde cualquiera de sus páginas. Cuando se completa la lectura y se cierra el poemario, porque en realidad es así como está concebido, como un poemario conjunto, unitario y plural al mismo tiempo, uno tiene la sensación de atravesar un campo infinito de melodías, pues ¿acaso tiene algo que ver la plenitud que trasciende en el contacto de la mano con el regocijo amoroso en la naturaleza, o la partida, la ausencia y el dolor con el ardor que brota de la invocación del pasado, o los detalles cotidianos amorosos con los encuentros y desencuentros que se asemejan a sueños, fantasmas y pesadillas? En todo caso, cabe pensar que las diferentes melodías atienden a un mapa poliédrico del amor en nuestros días, tal como es concebido, pensado y soñado por nuestros poetas contemporáneos.
El poemario avanza atravesado por la
mirada renovada de la primavera, los cuatro elementos de la naturaleza, porque,
a veces, la poesía amorosa se delimita, como una necesidad, a través del
regocijo en la naturaleza, en la flor de la malva, en los arenales, en la
carvalleda, que resuena en los poemas de Hilario Tundidor. El rumor de los
árboles y de las olas se puede confundir, entonces, con el deseo de amor sin
esperanza. La vida se convierte acaso en una espera, porque el amor puede ser una
incertidumbre, algo que se busca, que se anhela. Y el desdén está al final del
camino. Quizá, por eso, no sorprende comprobar que el amor es ausencia. El
abandono provoca en el poeta, a veces, “una visión pura y momentánea / que se
queda a vivir en la memoria”, como escribe Luis Alberto de Cuenca. La
partida desarrolla un imaginario lleno de sueños donde la imagen de los
enamorados discurre en medio de pesadillas. Es entonces, también, cuando cobra
sentido la invocación del pasado, la memoria, un recurso para recrear lo que no
se ha vivido, pero también para percibir el amor en el dominio de la noche,
“como un mar que es el oro si despacio amanece”, para imaginar ese
instante en que nos visita el amor, ese instante en donde la vida parece “un
círculo medido”, tal como imagina Luis Antonio de Villena.
La imposibilidad de recuperar algo perdido en el pasado se funde con la
pasión amorosa, llena de ardor. El amor se traduce, pues, en algo natural que
apela a la fiereza de los sentimientos. Arde en la mirada, en el silencio. La
fisicidad se palpa en los pliegues del cuerpo, en la sencillez de la piel, pero
encuentra su plenitud allí donde trasciende, en el contacto de la mano, que nos
embarca hacia “la senda pura”, como sugiere García Arés. Por eso, no es
de extrañar que el deseo amoroso se perfile y tome forma en el recuerdo de los
detalles, de los objetos cotidianos. El amor se encuentra atrapado en un rayo
de luz, en la argolla que sujeta a un caballo, en un colchón, en el olor de las
mantas, en los cojines, en las telas. Está lleno de encuentros y desencuentros,
en los más variopintos lugares, en un mercado, en una tómbola, en la escalera
de un edificio. Es un milagro efímero en el que dos seres no concuerdan, acaso
sólo un sueño que se desvanece. Y luego están los gestos, los instantes que no
llegan, los pensamientos que no se cumplen, y la sensación de ser “pasajeros de
un tiempo / cada vez más lejano”, como se lee en un verso de Juana Pinés
Maeso. Y nada es tan redentor como el paraíso, donde se espera, para que la
entrega total “fecunde montes, arroyos y llanuras / hasta el mar inmenso de los
sueños”, como escribe Maxi Rey.
Pérdida, olvido, desaire, ausencia, sortilegio, embrujo, sueño que brota
en la noche, al final sólo queda un presentimiento, teñido de ligereza, y la
sensación de que todo se deshace -y se pierde- en un instante.
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