En El paseo (Siruela, 2020), el poeta sale de casa en un día luminoso. Abandona el papel en blanco, el lugar cerrado y oscuro donde escribe. Se dispone a disfrutar de todo lo que ve, de todo lo que le ofrece el paseo, porque le invade “un estado de ánimo romántico-extravagante”. El poeta quiere vivir para luego dejar huella en la escritura. “Al pasear”, escribe, “muchas ocurrencias, relámpagos y luces de magnesio se mezclan y se encuentran con naturalidad para ser cuidadosamente elaboradas”. Pasear es pensar y escribir, vivir en el más alto grado. Por eso, la mirada en el paseo se desliza hacia todo, confluye en todo.
El poeta se cruza en su camino con un profesor que resulta ser “una
inteligencia de primer orden”, con un químico pedaleando, con chiquillos
corriendo sin freno, con damas elegantes, con caballeros que agitan el
sombrero. Hace una parada en una librería, donde bromea con el librero a costa
del libro más celebrado del año. En un banco también bromea con el cajero y a
costa del cajero, que se burla en cierto modo de la despreciada existencia del
poeta. El letrero dorado de una panadería le hace pensar en ese “ansia
miserable de parecer más de lo que se es”, algo que le disgusta
profundamente y le hace añorar otra época, otros tiempos.
El poeta ama pasear y escribir, sobre todo lo primero. Sabe que las dos
actividades están relacionadas en su mente y que cuando llegue el momento
escribirá una obra de teatro o “una especie de fantasía que titulará El
paseo”. Odia los automóviles, “esos toscos carros triunfales”, porque lo que ama verdaderamente es el reposo y todo lo que reposa.
Retrata la vida cotidiana, aunque se da la extraña paradoja de que, a veces,
una actriz con la que se topa no es una actriz, y un parque por el que pasea no
es un parque, y un gigante cuya presencia causa terror es, acaso, un fantasma
de la imaginación que provoca pena y ternura.
En el interior de un apartado bosque, el poeta siente la comunión con el
mundo, en el silencio, en el canto de un pájaro. “Y de repente”, escribe, “se
apoderó de mí un inefable sentimiento del mundo y una sensación de gratitud,
unida a él, que brotaba del alma con violencia”. Es la gratitud por
vivir y morir, porque el poeta desearía tener en el bosque “una tumba pequeña y
tranquila”, donde escuchar, eternamente, el canto de los pájaros y el
susurro del bosque.
El poeta parece buscar la belleza y la vida. Pero, tras volver del bosque
al camino principal, debe dirigirse a la casa de la señora Aebi, donde a las
doce y media tiene una invitación para comer. Es un interludio en el relato,
una comida en la que el poeta es receptor de una broma. Todo fluye como si el
mundo se hubiese detenido en el paseo. También hay tiempo para realizar
pequeñas gestiones: una carta que se envía, que parece arremeter contra los
grandes gestores de las empresas, un sastre presumido con el que se entabla una
deliciosa discusión o un empleado de Hacienda ante el que justifica sus escasos
ingresos.
Parece claro que el poeta aprovecha, con cierta ironía, sus pequeñas
disertaciones, que en realidad lo son, para burlarse de sí mismo, para
presentarse “como pobre escritor y plumífero”, como alguien que escribe
libros que no gustan al público, como alguien que emplea de forma provechosa
sus paseos para alentar y dar vida a sus historias.
Al adentrarse definitivamente en el campo, en el atardecer, el poeta
siente la bondad del mundo, expresada en los colores de la naturaleza, en las
sencillas viviendas de los campesinos. Arrastrado por el éxtasis del momento,
la nostalgia y la melancolía hermanadas, el paseante se identifica con la madre
tierra y escribe con emoción: “El espíritu del mundo se había abierto”.
El poeta también fantasea con determinados edificios, sea un pabellón
persa donde imagina a una joven hermosamente engalanada tocando el piano y
cantando una canción, sea una capilla que le recuerda el romántico mundo de
Brentano, o sea una villa donde reposó el pintor Karl Stauffer-Bern. Las
cotidianeidades irrumpen en el atardecer y el poeta no puede por menos que
bromear con el cartel de una hospedería en donde sólo se acepta a caballeros de
la mejor condición.
Todo está preparado para el fin del paseo, para el fin del relato. En la
ribera de un lago, en un bosquecillo, mientras el atardecer se consume, el
poeta se ve arrebatado por emociones y recuerdos diversos, que le llevan desde
la tristeza por la imposibilidad del amor al acabamiento de las ilusiones en
este mundo, curiosamente allí donde la naturaleza ofrece sus mejores dones. La
tarde se agota y todo se oscurece. “Quizá se hayan dado repeticiones aquí y
allá. Pero he de confesar”, escribe el poeta, “que veo la naturaleza y la vida
humana como una serie tan hermosa como encantadora de repeticiones, y además
quisiera confesar que contemplo esa misma manifestación como belleza y como
bendición”. El poeta se disculpa, pero no hace falta. El paseo de
Robert Walser es un recorrido repleto de belleza y se presenta ante el lector
como una dulce y hermosa bendición.
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