Es inevitable que el escritor sienta un impulso interior de acabamiento de las cosas cuando la vejez aflora y lo enreda todo. El tiempo se desplaza a marchas forzadas hacia adelante, hacia la nada, pero también gira hacia atrás, hacia el pasado, hacia la infancia. Entonces, la nostalgia lo invade todo. Escribiendo Tiempo Curvo en Krems (Anagrama, 2021), cinco hermosos relatos de vejez, Claudio Magris ha sentido la ineludible obligación de recrear el pasado, que se presenta como inevitable paso en el trayecto que lleva hacia el final de la vida.
En El guardián, por ejemplo, un hombre rico, anciano y retirado de
sus negocios, recuerda el pasado feliz en Moravia. Toda su vida como financiero
industrial está observada en contraste con la infancia. Cualquier detalle, como
el beso de su nuera en la mejilla, le retrotrae a las mañanas en los bosques
moravos. En Lecciones de música, la vida del anciano maestro de música
está marcada por su ascendencia judía y polaca. Y en el relato central que da
nombre al libro, Tiempo curvo en Krems, el pasado entra en escena cuando
un viejo profesor entabla conversación con una dama que dice conocer a una
amiga suya del colegio. Siguiendo el hilo de una mentira asentada en el diálogo,
el profesor habla de una tal Nori, el amor de su juventud, una compañera del
instituto con la cual nunca llegó a hablar. Esta falsa historia de amistad
entre el profesor y Nori en el pasado permite a Magris disertar sobre el
discurrir del tiempo, sobre la forma en que se solapan causa y efecto. Una
inexistente historia del pasado da pie a recrear, por lo tanto, las ondas del
pasado, acaso “ondas del corazón”. El tiempo se curva en el castillo
Miramare, conformando como un círculo, porque el profesor recuerda una
conferencia de física que allí escuchó, cuando era estudiante -y en la que
también estuvo Nori-, por lo que pasado y presente se enlazan, dando la
sensación de que “todo retorna, todo es”. Esa sensación de que el tiempo
se ha diluido aparece también en El premio, donde un escritor que asiste
a una cena en la que se ha concedido un premio literario, indiferente a lo que
acontece a su alrededor y agobiado por
la presencia del rico protector que concede el premio, dirige su mirada a los
recuerdos de su infancia en Moldavia: la fábrica de sombreros, la guerra y el
exilio se entrelazan en la memoria. Finalmente, en Exterior día-Val Rosandra, el rodaje
de una película permite a un profesor eslavo divagar sobre su pasado, que se
recrea en el film y que da la sensación de estar filtrado por “estratos de
tiempo” entre los que emerge con fuerza el recuerdo de la gran guerra y
los horrores del fascismo.
Todos los relatos aluden, de una
forma u otra, a Trieste, la ciudad natal de Magris y epicentro de toda su
reflexión literaria, pero también resulta evidente que todos los personajes
principales de las narraciones tienen un pasado centroeuropeo o experimentan
algún tipo de relación con Europa central. Trieste se convierte en tierra de acogida,
pero todo está señalado por el pasado. El financiero industrial de El
guardián procede de Moravia, mientras que el maestro de Lecciones de
música es un emigrante polaco y el profesor de Exterior día-Val Rosandra
es de origen eslavo. Es curioso, en este sentido, observar cómo Magris
insiste en ese pasado centroeuropeo de sus personajes, sin duda porque es el
carácter indeleble que define su existencia. Por eso, no nos extraña saber que
el maestro de música “se retraía con atávica desconfianza continental” ante el mar. Es la misma sensación que experimenta el financiero industrial, a
saber, un disgusto ante las calles perpendiculares al mar, porque se abren a la
gran luz, al azul infinito.
La ancianidad asumida por los
personajes de estos relatos de Magris conduce, en definitiva, a la soledad y al
vacío. El panorama es ciertamente desolador, mientras el pasado se confunde con
el presente en recuerdos difuminados. A veces, como en el caso del rico
protagonista de El guardián, se busca una vía de escape para llegar a
ser libre, aceptando un trabajo como portero (en uno de sus edificios y sin que
nadie de su familia lo sepa). A veces, también, como en El premio,
ocurre que el profesor, aislado, ajeno a las tendencias literarias, sólo se
complace en los objetos que pueblan la habitación en la pensión que habita o en
la visión de la torre de Lu Monferrato, donde sobrevuelan los pájaros al
atardecer.
Sin embargo, cualquier sueño de
fraternidad, cualquier idea de una vida nueva y un suelo libre parecen
diluirse. Sólo queda el afrontamiento de las cosas. Dejar el pasado atrás,
finalmente, es adentrase en un camino inevitable, como todos sabemos. Significa
afrontar el final. Y si en Tiempo curvo en Krems sabemos que el
protagonista está en una ciudad austríaca, cerca de la desembocadura del
Danubio, ¿no es lícito pensar que lo que se perfila en el horizonte es el fin
de la existencia, porque el río termina su trayecto? Esa metáfora, la del río
cerca de la desembocadura, es válida también para todos los protagonistas de
estas narraciones de Magris.
El eterno discurrir del tiempo es
más evidente, sin duda, para quien, como Magris, se encuentra “en el
irreversible proceso de disolución que constituye la escritura y la vida”. Por eso, como si se tratase del último aliento, Magris evoca la feliz
infancia de los personajes, persigue con ansia el sueño dorado, justo antes de
que acabe todo.
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