“Ya está la
ventana abierta”, llega la luz del día tras el amor que ha desgarrado la
noche. El cielo azul y la claridad del amanecer son como un gran rastro de luz
que deja el amor, que es, también, como “una despedida larga, clara”. Así
se inicia Razón de amor, el poemario de Pedro Salinas publicado en 1936,
poco antes de que el poeta parta para el exilio. Todavía flota en el aire la
relación amorosa entre Salinas y la hispanista estadounidense Katherine R.
Whitmore, una relación que seguramente ha acabado tras el intento de suicidio
de la esposa del poeta, pero que se mantiene a través de las cartas que se
escriben los amantes y que sigue fluyendo en la poesía.
El ser humano busca la salvación. Es aquí, en este plano, donde el amor, a modo de elevación, juega un papel salvífico. “Tú me elevas, sin nada / tan sólo con vivir”, escribe el poeta, refiriéndose a la amada. Por eso se espera la llegada del amor, se busca torpemente hasta que una luz se enlaza a otra luz y queda iluminado el mundo, sin que nada se toque, pues el amor no es una rosa, no es un día azul, no es una sombra, ni siquiera un sueño. El amor es luz y huella, es un milagro sin recuerdo, todo eternidad. Y el amor nos deja en soledad, buscando un nombre que articule algo que no se puede nombrar, algo que es inefable. El cumplimiento del sueño conduce a otro sueño, el mismo, en una entrega total. Abrazo y beso, únicos formando un todo, la unidad, la identificación total. El poeta comprende y habla: “tu sueño era mi sueño”. Entonces llega la concordia, “una conformidad de mundo y ser”, la ansiada unidad. Es un anhelo del cuerpo, que, cuando se reconoce a sí mismo, desea encontrar otro cuerpo para llegar a la “encarnación final, y jubiloso / nacer, por fin, en dos, en la unidad / radiante de la vida, dos. Derrota / del solitario aquel nacer primero”.
Así pues, en medio de la oscura
noche besa el amor remoto y entra por el alma. Y en la oscuridad culmina el
placer, en silencio, en quietud, y se retarda para evitar la llegada del
amanecer, pues al abrir la ventana es como si se iniciase una nueva vida.
Antes, en la plenitud de la noche el poeta exclama “te cubro con mi vida / y
aquí en mi amor te escondo”.
Pero tras el movimiento y la pasión acontece la calma, el amor quieto,
porque “más allá de ola y espuma / el querer busca su fondo”. Luego
llega la espera, la ausencia, la distancia que se crea, hasta que vuelva la
oscuridad de la noche. Entonces, el recuerdo del amor se traza en los colores,
en las flores, que forman pliegues en el vestido de la amada. El nombre que no
se puede nombrar y la voz estrellada de la amada inflaman el deseo. Las luces y
las sombras, el silencio, las piedras, los luceros, la arboleda, todo piensa a
la amada, “misionera / de un amor vuelto estrellas, calma, mundo”. El
amor se transforma en una tensa espera, en la que el poeta guarda un resquicio,
“un gran espacio blanco, azul”, que será ocupado por las huellas que
deja la amada. Y también queda un hueco para el recuerdo en la memoria, pero
también en las venas, por donde fluye el deseo, el amor.
La luz, la lluvia y el cielo son
indicios que iluminan al poeta en su camino, en su razón de amor. Y también el
agua es indicio de felicidad, porque “todo es posible en el agua”,
porque abarca la montaña, los árboles, las ramas, el cielo, el mundo. La vida
brilla, resplandece, porque “el río seguro canta / los imposibles posibles, /
de onda en onda, las promesas / de las dichas desatadas”.
El destino de todos los elementos del cuerpo confluye en la felicidad, o
en la desgracia. La luz y la oscuridad son los dos elementos que se unen, que
se buscan, que se necesitan, para conformar una verdad de dos, acaso la
perfección, “esa terrible redondez del mundo”. Porque cuando la
felicidad llega se produce el fin del mundo, y al amanecer surge un nuevo mundo
sobre las ruinas del antiguo. El engaño del mundo se vence, entonces, con una
fuerza liberadora de dos, que conduce a la felicidad. Y, luego, desnudos, en
alta mar, alejados de todas las cosas de este mundo, los amantes comprenden que
mirando hacia arriba se sostiene la felicidad, que procede “de más allá de las
constelaciones”, por un instante.
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