martes, 30 de mayo de 2023

Tratado de dióptrica

 

1. Tratado de dióptrica (Cuadernos del Laberinto, 2022) es un poemario escrito de forma conjunta por Alberto Wagner y Pedro Lecanda, en el que los dos poetas apuntan a la necesidad de “construir lugares comunes” y anuncian que el libro es un “conjunto de visiones”. Es la mirada de dos poetas que se detiene en el trabajo desarrollado por una serie de fotógrafos que, a su vez, también han posado su mirada sobre la ciudad de Madrid, sobre retratos, sobre bocetos, sobre cuerpos, sobre la nieve. Hay en el poemario, pues, dos miradas que, en un esfuerzo de atención -como todo arte-, parecen confluir en imágenes y palabras. El resultado es un conjunto de poemas que deambulan entre lo metafísico y lo corporal, entre lo espiritual y lo material, trazando un camino de fisicidad envolvente, pero también mostrando vibraciones de lo absoluto, la quietud de ser en el silencio.

2. Los poemas sobre Madrid, por ejemplo, reflejan un espacio de edificios imponentes, de cristales, de cemento, de ruinas. Pero en la mirada se advierte una especie de pérdida, que se hace evidente cuando uno se detiene y contempla la rectitud y la frialdad de los edificios fotografiados e imaginados en los poemas. Esta fría e incompleta fisicidad va reapareciendo en el poemario, aquí y allá, en la descripción de cuerpos que arquean la espalda, con rostros provisionales que parecen desvanecerse, rostros “atrayendo los animales y los satélites”, y las rocas, el oleaje, las algas, los arrecifes, los cangrejos de liquen, las lágrimas corales, que simulan ser "ojos alucinados de tristeza”. Son frecuentes, en este sentido, las metáforas marinas, porque todo parece líquido, como si estuviera desvaneciéndose, y junto a las metáforas marinas están las eróticas, los gemidos, la “electricidad” del vientre relacionada con la presión de las manos, hasta el punto de que el oxígeno parece estar en la carne. Esta fría e incompleta fisicidad se aprecia también en los poemas sobre la nieve, que vibran sobre vértebras que crujen, sobre huesos que se solidifican, sobre cuerpos vinculados a la desaparición, como si la muerte estuviese cerca, la muerte entre la nieve que acecha a todos, personas y animales, en un espacio que “es el umbral exacto entre la muerte y el mar”, en donde hay aves que emigran “y arden en las olas”. Se asume así la plenitud del cuerpo, pero también la fragilidad. Es, sin duda alguna, “la certeza de ser carne”. Toda esta fisicidad se retoma en los poemas sobre los cuerpos, en donde se imagina el aire en las arterias, en las piernas, y en los orgasmos, donde se da “la gota que inicia / el florecimiento de los mundos”. Pezones, costillas, tórax de hielo, cuerpos enredados, golpes del esternón con el útero, todo “palpita, impenetrable”.

3. Más allá de la fisicidad de los poemas, resuena el vigor metafísico de la propuesta. Anillos concéntricos y jirones de cielo retumban en el poemario. En la visión de Madrid sale a flote la luz salmón de la melancolía, la luz de arcilla, la luz de terracota, el recuerdo de un rezo, de lo sagrado e, incluso, las historias de la tribu, a modo de esperanza, quizá como lo único que queda, porque en esos relatos que se cuentan tal vez encontremos  “un fuego que imaginemos eterno”. Llegados a este punto, afloran en el poemario el infinito, la inmortalidad, la nada, el silencio, la inmensidad, allí donde “las horas son blancas / como la melancolía o la depresión, / y el corazón se deshace en silbidos”. El tiempo es memoria, es eternidad. Por eso, el mar se convierte en una suerte de “mirada repetida” que parece no tener fin, como la nieve. Por eso, también, se palpa el silencio, en la orilla, entre la barca y el mar, el lugar en donde se alza la voz del poeta, a sabiendas de que “seguirá habiendo / cormoranes en la playa /, seguirá habiendo cormoranes / en algún lugar / de la memoria de algún hombre”, a pesar de la destrucción.

 

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