1. John H.
Elliot ha reconstruido su trayectoria historiográfica en Haciendo historia (Taurus,
2014), mostrando de este modo su visión de la historia moderna de España y
reflexionando al mismo tiempo sobre la forma de hacer historia a lo largo de
los últimos cincuenta años, con los avances y retrocesos implícitos de la
historiografía. En líneas generales, la visión de Elliot es la de un hispanista obsesionado con “cuestionar y afrontar un conjunto de
estereotipos profundamente arraigados” en la interpretación historiográfica. Cuenta en Haciendo historia cómo había encontrado su tema de
investigación, allá por los años cincuenta del pasado siglo, al leer el Gran
memorial del conde-duque de Olivares a Felipe IV, documento en el que
expresaba la necesidad de centralizar el país. Obsesionado con este tema, que
implicaba la aplicación de una reforma por parte del conde-duque para hacer
frente a la inicial decadencia del imperio, las esperanzas de Elliot se
desvanecen en Simancas una vez descubre la falta de documentación al respecto.
La investigación se orienta entonces hacia el final del gobierno de Olivares,
hacia las consecuencias de la presunta centralización, es decir, hacia la
rebelión de Cataluña en 1640. Aquí, el problema, tal como es abordado por
Elliot en 1953, entronca sin duda alguna con cuestiones políticas, con el
nacionalismo sofocado por el régimen franquista y con las interpretaciones
nacionalistas de la revuelta de 1640, que consideraban a Castilla opresora de
Cataluña. “Como historiador” escribe Elliot, “era importante para mí conservar
mi independencia intelectual y evitar ser seducido, por una parte, por las
aspiraciones revisionistas de Vicens y sus seguidores y, por otra, por mi
natural compasión hacia un pueblo oprimido”. Elliot tiene claro, además,
que las investigaciones sobre la revuelta catalana de 1640 que estaba
desarrollando en los años cincuenta se llevaban a cabo “en un ambiente político
tenso” y que sus descubrimientos podían ser “una fuente de decepción para
Soldevila y sus amigos del semiclandestino Institut d’Estudis Catalans”,
pero también para la historiografía revisionista que encabezaba Vicens Vives.
El telón de fondo en el que se entretejen todas estas cuestiones, todos estos
planteamientos en torno a Cataluña, es la política de identidad nacional. Si
Castilla, en el siglo XVI, se ve dominada por “el síndrome de la nación
elegida”, no es menos cierto que la historiografía nacionalista en
Cataluña asume para su país “el síndrome de la víctima inocente”. El
propio Elliot explica que al escribir La rebelión de los catalanes
“estaba fuertemente marcado por la determinación de liberar la historia de la
Cataluña del siglo XVII de las garras de la mitología nacionalista”. En
un intento de lograr un equilibrio entre las posiciones revisionistas y
nacionalistas, Elliot se aleja de los mitos de identidad nacional, que
considera peligrosos a la hora de escribir historia, al tiempo que define la
historia nacional como teleológica y reduccionista. Estudiando los documentos
del siglo XVII, observa que la palabra patria asume en la revuelta de
1640 un sentido de identidad frente a la política que viene de Madrid, haciendo
referencia a la tierra, pero también a las instituciones del territorio. Es
curioso observar, en este sentido, cómo el empleo de la palabra patria
está relacionado con la apelación a la constitución antigua, tal como ocurre en
el caso de la revuelta de los Países Bajos en 1560 o en la propia revolución
inglesa de 1640. Así pues, “la conciencia comunitaria expresada en el concepto
de patria”, escribe Elliot, “era un elemento común y fundamental en
muchas de las principales revueltas que conmocionaron la Europa moderna” . Lo que ocurre en la revuelta catalana de 1640, precisamente, es que se rompe
el vínculo, el pacto que existía desde tiempo atrás entre el príncipe y el
pueblo, el príncipe y las instituciones, es decir, la constitución antigua, la patria.
Frente al sesgo económico y social, que está en pleno auge en la década de los
años 50 y 60, Elliot propone, en definitiva, una interpretación política en las
causas de la revuelta de los catalanes. “Me llamaban más la atención”, escribe,
“las presiones que emanaban desde arriba, en forma de iniciativas tomadas por
el príncipe y su aparato estatal, que las presiones desde abajo”. Si la
fiscalidad es un factor importante a tener en cuenta en la revuelta, también es
interesante constatar que la revuelta no se desarrolla en otros territorios,
como por ejemplo el reino de Valencia, quizá en última instancia, apunta
Elliot, porque en esta provincia existían “lazos de dependencia personal” que conectaban la corte y el campo.
2. Los dos primeros libros de Elliot, publicados ambos en 1963, La rebelión de los catalanes y La España imperial (1469-1716), están recorridos por el mismo tema: la tensión entre el centro y la periferia, entre la unidad y la diversidad. Elliot es plenamente consciente de esta cuestión. “La historia de España”, escribe, “parecía consistir en un conflicto sin fin entre la diversidad inherente del país y una presión insistente desde el centro por la unidad”. Pero al trabajar en su siguiente libro, La Europa dividida (1559-1598), el historiador se hace cada vez más consciente de la necesidad de escribir “historia transnacional”. Más allá de la historiografía centrada en los Estados-nación, más allá de la narrativa tradicional y más allá de la historia nacionalista, Elliot encuentra en la reconciliación de la unidad con la diversidad “uno de los desafíos principales de nuestra época”, porque piensa que una descripción atenta dentro de un proceso de interacción continua puede ayudar a comprender mejor la realidad de una Europa dividida política y religiosamente, pero con elementos culturales comunes. Por aquel entonces, en los años sesenta, Elliot sigue trabajando, sin embargo, en el tema de su vida: la biografía política de Olivares en el contexto de la decadencia de España. Aunque sabe que juega en contra de la tradición historiográfica de la época, que pone el acento en los aspectos económicos y sociales siguiendo el influjo ejercido por la escuela de los Annales en Francia, Elliot dedica muchos años a la edición de los memoriales y las cartas de Olivares. Se está preparando para desarrollar la idea que le obsesiona desde su juventud, para escribir un libro sobre el conde-duque de Olivares. El planteamiento de Elliot aborda, desde un principio, dos cuestiones fundamentales: la necesidad de “ilustrar la incompatibilidad final entre su determinación [la de Olivares] por restablecer la posición internacional de España y su ambicioso programa de reformas nacional”; y el interés por mostrar al hombre en una sociedad, una cultura y una época. Es aquí, en este punto, al explicar la forma en que ha ido escribiendo la biografía política de Olivares, cuando Elliot se hace eco de los avances históricos en el campo de la prosopografía, en el campo lingüístico, en la historia de los libros y la lectura, en la historia de la realeza y sus símbolos y en el estudio del papel jugado por los validos, seguramente porque todos estos avances han influido de forma decisiva en la publicación de El conde-duque de Olivares. Da la sensación, en todo caso, de que Elliot trata de justificar la necesidad de seguir escribiendo historia política y biografía, pero desde otra perspectiva. Es evidente, en este sentido, que pretende dar un nuevo enfoque a un problema que ya tenía una larga tradición en la historiografía. Por lo demás, el tema de la decadencia, telón de fondo de El conde-duque de Olivares, siempre ha sido prioritario en el trabajo de Elliot, desde el principio de su actividad como historiador. De hecho, en Haciendo historia se hace eco de todas las visiones sobre el concepto de decadencia o declinación que tenían un gran predicamento hacia mediados del siglo XX, desde Spengler a Toynbee pasando por Weber y Huizinga, porque, sin duda alguna, de un modo u otro han influido en la visión del propio autor. En cualquier caso, Elliot deja bien claro en Haciendo historia que su posición se ha orientado hacia la perspectiva que ofrecen las fuentes de la época, a saber, la percepción de la decadencia en los historiadores, políticos, escritores y comentaristas de la época, haciendo hincapié en “la dimensión intelectual de la cuestión de la decadencia de España”. Ahora bien, hasta qué punto puede relacionarse esta obsesión de Elliot por el tema de la decadencia con el propio declive del imperio británico, que los hombres de su generación estaban tratando de asimilar, es una cuestión que es lícito plantearse.
3. El interés de Elliot por la historia cultural y la historia del arte se manifiesta en su estudio sobre el palacio del Buen Retiro, un trabajo desarrollado con la colaboración de Jonathan Brown, especialista en historia del arte. Evidentemente, no quedando prácticamente nada del palacio, excepto el Salón de Baile y el Salón de Reinos, una investigación de este tipo está plagada de dificultades. Elliot se hace eco, precisamente, en Haciendo historia de los problemas afrontados al escribir Un palacio para el rey con Jonathan Brown: el poder de las imágenes, el papel del mecenazgo, los estudios cortesanos, la antropología simbólica, los estudios sociológicos, la cuestión de los dones y los regalos, la reputación y la fama que se celebran para la posteridad. En este sentido, Elliot siempre se ha mostrado abierto a las nuevas corrientes historiográficas, a las nuevas aportaciones, aunque señale sus limitaciones. Por eso, en el campo de la historia cultural reflexiona en torno a las perspectivas innovadoras que ofrecen la microhistoria y la cultura popular. En todo caso, es muy evidente que ha sentido una mayor cercanía por la tradición de la historia comparada, que ha practicado con asiduidad a lo largo de toda su brillante carrera como historiador. Pese a las reticencias de los historiadores, ha seguido en este sentido la tradición de Bloch y Pirenne, explorando las posibilidades de un análisis comparativo. La historia comparada, siguiendo a Bloch, permite ampliar horizontes, pero también, siguiendo a Braudel, permite establecer similitudes. Claro es, no obstante, que la historia comparada presenta ciertos problemas y ciertas limitaciones, como cuando existen menos estudios sobre uno de los términos de la comparación, un problema que Elliot ha tenido que afrontar, por ejemplo, al abordar el estudio comparado de Richelieu y Olivares. Durante muchos años, el historiador ha practicado lo que él denomina “comparación sostenida”, frente a otras propuestas que optan por determinadas variantes de la historia comparada: la “historia conectada” y la “comparación asimétrica”. Es evidente, tal como apunta Elliot, que una comparación sostenida exige un mayor esfuerzo y los objetivos propuestos son más difíciles de conseguir. En este sentido, la investigación comparada de los imperios atlánticos de España y Gran Bretaña, que daría luego a un libro titulado Imperios del mundo atlántico, está atravesada “por un deseo de poner a prueba las posibilidades y las limitaciones de la historia comparada en sí”. Elliot señala el gran problema que suscitaba este estudio comparativo: el desfase cronológico entre el inicio de la colonización española y la puesta en marcha del imperio británico. Pero también hay otras cuestiones que no se deben olvidar: las diferencias de clima entre las diversas zonas, la existencia de pueblos nativos, la herencia cultural de los pueblos colonizadores y, finalmente, algo que no se suele tener en cuenta: el papel del individuo en el proceso colonizador. Queda claro en cualquier caso, según apunta el autor, que su objetivo al escribir Imperios del mundo atlántico no era proponer una nueva teoría sobre el desarrollo de los imperios atlánticos sino más bien ofrecer nuevas perspectivas sobre la estructura, el funcionamiento y carácter de un imperio mediante una comparación detallada con el otro, lo que nos conduce, en definitiva, a un alegato en defensa de la historia comparada.
4. Más allá de la práctica de la historia comparada, Elliot ha sabido encontrar en los últimos años otras propuestas vivificadoras, porque las necesidades de la globalización han abierto el camino al desarrollo de lo que se ha denominado la “historia atlántica”, una visión de conjunto de la historia que conecta Europa con el nuevo mundo y con África. Pero, a pesar de que esta corriente historiográfica ha aportado una nueva visión, no duda en señalar, en Haciendo historia, las dificultades y las limitaciones que supone la práctica de una historiografía de este tipo, empezando por el problema para delimitar el espacio y la cronología del objeto de estudio. Elliot parece más asentado, en este sentido, en las nuevas posibilidades que sigue ofreciendo la historia de los imperios, desde una perspectiva que incluye desde los “vencidos” y la “gente sin historia” hasta las aportaciones que ha ofrecido recientemente la historia cultural y la historia de la representación. La contribución de la “historia atlántica” a la historiografía se complementa con la denominada “historia global”, que ha adquirido vigencia precisamente en un mundo definido por la globalización. Y aquí, en este punto, Elliot tiene clara la necesidad de liberarse de una visión eurocéntrica: “Un mundo en proceso de globalización necesita historia auténticamente global, lo cual a su vez requiere liberarse de prejuicios e ideas preconcebidas occidentales”. Da la impresión, finalmente, de que el camino historiográfico recorrido por Elliot a lo largo de sesenta años está definido por la necesidad de comprensión, por lo que Haciendo historia se puede leer, a fin de cuentas, como el “testimonio de un historiador que ha intentado comprender”, observando las posibilidades y las limitaciones de las diferentes corrientes historiográficas, y ofreciendo sugerencias y nuevos campos de estudio para la historia moderna.
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