martes, 30 de junio de 2015
Monólogos del jardín
En la colección Signos, fundada por el ya tristemente
fallecido Ángel Luis Vigaray en la editorial Huerga y Fierro, se publicó en
2013 una colección de pequeños ensayos con el hermoso título de Monólogos del jardín. El autor de los
artículos es el escritor Ángel Luis Prieto de Paula, catedrático de literatura
en la universidad de Alicante. Según cuenta el propio autor en la introducción
al libro, los escritos habían aparecido a modo de columnas en el suplemento
literario “Artes y Letras” del diario Información
con la intención de “hablar de pensamiento, arte y libros”. Es
interesante comprobar cómo en la introducción Prieto de Paula sugiere que el
receptor ideal de los artículos es el propio autor, pues el libro, en cierta
medida, no deja de tener en algunos momentos un claro tono autobiográfico. Lo
cierto es que tomando como modelo y emblema el jardín epicúreo, Prieto de Paula
se aproxima en estos ensayos a “una lasitud del espíritu”, una actitud
moral que hace de la serenidad y la amistad posiblemente las virtudes más
encomiables.
Por afinidad acaso, en el libro son
los poetas, lógicamente, quienes tienen un mayor espacio. La adoración a
Claudio Rodríguez, el amor a Virgilio o la devoción por Antonio Cabrera (el
poeta de los pájaros) no hacen olvidar a Prieto de Paula los excesos de vanidad
de ciertos poetas. Se nota, en este sentido, un cierto desapego de la
pretenciosidad poética. No es de extrañar que hable en tono irónico de “la
consideración oracular e iluminada de la poesía” en Gamoneda y en Colinas.
En cambio, los misioneros de la poesía, tal como los define el autor, son
aquellos que trabajan lejos de la corte, la fanfarria y el espectáculo. Esta
idea entronca con una visión personal del poeta que parece complacerse en el
exilio, en la soledad, en el silencio, en la tertulia de aldea, frente al ruido
atronador que nos envuelve.
En Monólogos del jardín, haciéndose eco de un malestar que le
conturba, Prieto de Paula ataca el relativismo cultural actual que podría
situar en una misma escala de valores, por ejemplo, el urinario de Duchamp y las veladuras de Vermeer, delata el exceso
en la publicación de libros como un signo de nuestro tiempo, menosprecia el
paternalismo estatal que coarta nuestra libertad individual, se ceba en la
falta de moralidad en la literatura y en la banalidad de la universidad,
critica la degradación del lenguaje, se desgañita, en fin, por la progresiva
desaparición de los autores clásicos en las aulas.
Pero, al mismo tiempo, como poeta que es, se recrea en el otoño como
estación literaria, o tiembla ante la soledad metafísica de la
Edad Media. Y es que hay en el libro un
cierto tono melancólico que aflora cuando se detiene en los perdedores,
aquellos potenciales grandes escritores que nunca llegaron a publicar nada, o
cuando se refiere a los nuevos usos lingüísticos, las palabras nuevas que
denuncian el inexorable paso del tiempo, o cuando la convalecencia por una
enfermedad le hace reflexionar sobre el dolor y la felicidad, o cuando los
recuerdos de la infancia surgen y le traen la imagen de un niño leyendo las Rimas de Bécquer o la despedida de la
casa familiar para realizar estudios lejos del pueblo.
En los entresijos de Monólogos del
jardín se intuye una visión del mundo que opera a contracorriente de los
ruidos de nuestra época, un alma epicúrea que sin desdeñar la vanguardia no
reniega de la tradición, un poeta que en el páramo solitario, en la melancolía
donde habita quizá haya sentido lo que él denomina “el latido terebrante de la
existencia”, acaso la tan anhelada felicidad.
sábado, 30 de mayo de 2015
Natalia Ginzburg
Natalia Ginzburg
siempre ha sentido un particular interés por el microcosmos familiar. En Antón Chéjov. Vida a través de las letras (Barcelona,
Acantilado, 2006), Ginzburg articula la narración teniendo en cuenta, sobre
todo, las relaciones familiares, especialmente aquellas que Chéjov estableció a
lo largo de toda su vida con su madre y con su hermana. Ginzburg combina con
ligereza los aspectos más conocidos de la trayectoria vital de Chéjov con
breves secuencias de sus relatos, anotaciones que nos introducen en el mundo
del escritor a través de sus historias. Se entrelazan vida y escritura en la
narración hasta tal punto que los hechos que componen la biografía del escritor
van dando pie a los cuentos. Así, por ejemplo, la observación de la epidemia de
tifus en San Petersburgo, con los efectos devastadores que tiene sobre la
población, da lugar a un relato titulado precisamente “Tifus”, o se adelanta la
posibilidad, la idea de que el personaje principal del drama Ivánov sea un retrato de uno de sus
hermanos, o que la historia de su desgraciada amiga, Lika Mizinova, quede
reflejada en La gaviota. Ahora bien,
en ocasiones esta relación entre vida y escritura queda implícita en el relato
de Ginzburg, de tal modo que después de contar la aparición de la actriz Olga
Knipper en la vida de Chéjov, sin llegar nunca a evidenciar su relación, la
escritora nos hace ver que en el cuento La
dama del perrito iba a mostrar Chéjov un nuevo tipo de personaje que tras
toda una existencia de relaciones fugaces parece asomarse al amor verdadero.
Yendo más lejos todavía, Ginzburg nos cuenta las reacciones de los amigos de
Chéjov al verse representados en sus obras y cómo afecta eso a su amistad.
Es como si la literatura se inmiscuyera en la vida. A veces, Ginzburg se
detiene a susurrarnos una historia y nos cuenta la pelea que se organiza entre
el público en la primera representación de Ivánov.
La capacidad de observación de la escritora hace que determinados momentos de
la vida de Chéjov se vivan como si estuviesen ocurriendo en ese instante, como
si se tratase de una novela, como cuando el escritor se desespera ante el
fracaso de la primera representación de La
Gaviota. Ginzburg acompaña al escritor
en su sufrimiento a través de las calles de San Petersburgo.
Natalia Ginzburg nunca hace comentarios, nunca hace interpretaciones de
las narraciones del escritor. Pero cuando está segura de una cuestión la
certifica de forma incuestionable para no dar crédito a los rumores, de modo
que si Chéjov viaja a la isla de Sajalín es por el interés que siente ante la
indefensa vida de los presos de la penitenciaria y no por una decepción amorosa.
Cuando lo considera oportuno, Ginzburg recoge frases del propio Chéjov que
resultan fundamentales para comprender su visión del mundo y de la literatura,
como cuando la censura actúa sobre uno de sus relatos, Tres años. Ginzburg parece aproximarse emocionalmente a la historia
al dar cuenta de la tragedia de la hermana de Chéjov, el sufrimiento de María
al saber que su hermano se casa con la actriz Olga Knipper, al comprender que
toda su vida la había dedicado a Chéjov y que ahora se quedaba sola.
En este ensayo sobre Chéjov es como si Natalia Ginzburg estuviera componiendo un mosaico de pequeñas historias que se van entrelazando con una ligereza asombrosa. La obsesión por el tema de la muerte y la indiferencia de la gente ante la enfermedad y la miseria dan al libro un cierto aire de tristeza y melancolía, que se combina admirablemente con la comicidad, como en los textos de Chéjov. En la visión de Ginzburg, el escritor ruso no tenía ninguna fe en el pueblo ruso, pero sus cuentos y sus comedias parecen desmentir esta idea. Al final la vida vence a la literatura. O quizá no. Se sabe que el ataúd con el cuerpo de Chéjov llegó desde Alemania en un tren que transportaba ostras. En Moscú una marcha fúnebre que tocaba una banda militar confundió a los amigos y familiares del escritor, que siguieron, sin darse cuenta, el cortejo fúnebre del general Keller. Sin duda alguna, si Chéjov hubiera sabido todo esto se hubiese levantado de la tumba para escribir una elegante comedia.
Se cuenta que al leer El monje negro, Tolstoi quedó
impresionado, exclamando con rotundidad. “¡Qué hermoso es¡ ¡Ah, qué hermoso
es¡”. Lo mismo se puede decir de este ensayo que narra la vida de
Chéjov a través de las letras.
jueves, 30 de abril de 2015
Autobiográfica 3
Era una noche
bochornosa de julio en Murcia. Paseaba por la plaza de Belluga olvidando por
completo que, frente a mí, se encontraba la catedral. En ese momento estaba
teniendo lugar la actuación de un ballet en el impresionante escenario de la
plaza. Sonaba El lago de los cisnes,
de Tchaikovski, y los bailarines hacían, como es normal, piruetas y cabriolas,
equilibrios inverosímiles. El lugar estaba repleto de gente y se percibía una
especie de rumor. Sin embargo, yo estaba sumido en una suerte de ensoñación.
Mientras oía de fondo la música de Tchaikovski se me había ocurrido, a modo de
intuición, que debía recoger noticias diarias en los periódicos para situar mi
futura novela en el verano de 2007. La idea que barajaba aquella noche infernal
de principios de julio era la posibilidad de escribir una historia sobre mi
ciudad retomando la historia de uno de los personajes de mi primera novela, a
saber, un editor que padecía neurastenia crónica y que finalmente recobraba la
memoria. ¿Qué podía haber pasado con este personaje, me preguntaba yo, al cabo
de los años? Fue entonces cuando empecé a recordar, entre el tumulto de la
gente, entre el asfixiante calor, que el sufrimiento es un lugar común. En las
largas y monótonas tardes que pasé en 2005 sujetado a una máquina, en un
programa de hemodiálisis, tuve la oportunidad de conocer a un hombre de edad
avanzada que, debido a una diabetes, había perdido los riñones y la visión.
Afectado por la impotencia que provoca la ceguera, mi nuevo amigo me pedía encarecidamente,
bastante a menudo, que no dejase de hablar, que la conversación se mantuviese
viva mientras durase la sesión de diálisis. Recuerdo, como si fuera hoy, sus
continuas quejas al comprobar las dificultades que tenía para transitar por la
calle y, sobre todo, por las aceras. El dolor que desprendían los razonamientos
de mi amigo iba creando, sin darme cuenta en aquel momento, una especie de
malestar o rabia que acechaba en mi interior. Mientras en la plaza de Belluga
sonaba El lago de los cisnes, esa
rabia acumulada afloraba sutilmente percatándome claramente de que había
llegado la hora decisiva. Sentía la necesidad de contar la historia de un
ciego.
Aquella noche de julio, al mismo tiempo que pensaba en mi amigo ciego, me
venía a la mente un artículo que había leído recientemente sobre una exposición
que se preparaba en El Prado a propósito de Patinir, un pintor flamenco a caballo
entre los siglos XV y XVI a quien los expertos conceden una gran importancia
por el tema del paisaje. A mí lo que me llamaba la atención en Patinir era el
color azul intenso de los fondos, un azul que no se puede olvidar, y sobre
todo, el “paisaje mental” (la frase no es mía, es de Cees Nooteboom) que se
describía en sus cuadros. Especialmente me obsesionaba el más célebre de sus
cuadros, Caronte atravesando la laguna
Estigia, en donde se ve a Caronte conduciendo a un alma a través de la
laguna que separa el cielo del infierno mediante un recodo que forma el río. Al
pensar en ese espacio, ese lugar emblemático en donde las almas deben decidir
su destino, recordé que también en el cine clásico americano las caravanas que,
en su viaje hacia el oeste buscan el anhelado paraíso, encuentran la felicidad
una vez se dobla el recodo del río. La última asociación en mi mente me llevó a
la Commedia de Dante e imaginé, finalmente, a un
poeta ciego sentado en un prado junto a su amada.
La noche ya no daba más de sí. Cuando me vine a dar cuenta ya no se
percibía ningún murmullo en la plaza. El escenario estaba vacío. Los camareros
retiraban las mesas. El ballet había concluido su actuación y la música había
dejado de sonar. Se imponía en el ambiente un silencio ritual.
martes, 31 de marzo de 2015
Historia griega 2
Exponente
principal de la tradición clásica oxoniense en la segunda mitad del siglo XX,
Oswyn Murray ha heredado de su maestro Arnaldo Momigliano el gusto por el
carácter problemático de la historia. En 1980 publica un libro, Early Greece (Grecia Arcaica, Taurus,
1986), en donde se plantean de forma ejemplar algunos de los principales
problemas de la historia de los pueblos griegos en sus etapas iniciales. En Early Greece, Murray escribe unas penetrantes páginas sobre el tema de la
alfabetización en Grecia, cuestión que considera axial en el desarrollo de la
racionalidad y en la formación de un enfoque crítico de la vida. Sugiere que la
escritura se difunde en Grecia entre 750 y 650 a . C, y que los primeros
poetas cuya obra fue consignada por escrito fueron Hesíodo y Arquíloco, o en
todo caso Homero. Murray piensa que la difusión fue rápida y amplia. Argumenta
esta generalización en base a los siguientes elementos: las temáticas variadas
de las inscripciones antiguas, la institución del ostracismo en Atenas a
finales del siglo VI a. C y el elevado número de inscripciones poéticas. Para
Murray “está probado que hacia el siglo V el ciudadano varón ateniense medio
podía leer y escribir”. Se muestra contrario, en este sentido, a la
teoría de una alfabetización restringida en los siglos VII y VI, aunque admite
la imposibilidad de certificar el número de ciudadanos alfabetizados y su
distribución en los distintos grupos sociales. Ahora bien, la cuestión
determinante de si la cultura griega es oral o escrita está matizada por la
ambigüedad del concepto de alfabetismo. Evidentemente, no es lo mismo dominar
el alfabeto que la lectura comprensiva de textos filosóficos o históricos. “Los
textos literarios” afirma Murray, “tenían una circulación restringida y eran
leídos sólo por una minoría, y la escritura rara vez era un modo de comunicación
normal o preferido, si era posible la palabra”. En cierta medida, este
planteamiento, que se me antoja coherente, debe mucho a las conclusiones
extraídas por J. Goody y I. Watt en su famoso artículo sobre las consecuencias
de la alfabetización en Grecia.
En la interpretación política de Murray el sentido de la eunomía, el buen gobierno, juega un
papel decisivo. Al hablar de la tradición espartana hace hincapié en la
importancia del mito, en la forma en que se emplea la constitución ancestral de
Licurgo, en la necesidad del pasado para justificar el presente. La eunomía, fundada sobre la constitución
original, “constituía el patrón inalterable al que apelaban todos los
espartanos”. En Atenas, la eunomía
soloniana establece un modelo de justicia social, una constitución
ancestral, que no excluye elementos que remiten a Tirteo y Esparta. La figura
del legislador se agranda por la necesidad de mantener un equilibrio entre las
demandas públicas del pueblo, demos,
y los apremios de la tradición, la fuerza de la costumbre, lo que convierte al
legislador en una especie de héroe semidivino. No es casualidad que la
valoración excesiva de la tradición que tiene lugar en Esparta haya ejercido
una gran influencia sobre Platón, y que los nombres de Licurgo y Solón atesoren
un valor ejemplar, paradigmático, en la obra platónica.
En las páginas que dedica al estudio de la economía como estilo de vida
en la época arcaica, Murray critica las interpretaciones que tratan de buscar
equivalencias entre las clases sociales y las actividades económicas, adaptando
categorías de época clásica a la etapa arcaica. Se tiende, pues, a establecer
un a priori que sitúa a la primitiva
Grecia en un estadio menos avanzado económicamente Esta concepción de un
movimiento lineal y unidireccional en la historia económica es, según Murray,
“típica del deseo del economista que quiere construir modelos o esquemas
teóricos de comportamiento”. Se dejan de lado así otros factores
influyentes que pueden conducir a una conclusión sorprendente, pues Murray
piensa que “en muchos aspectos Grecia y el área de comercio del Mediterráneo
estuvieron económicamente más avanzados en el período arcaico que en tiempos
posteriores”.
En Early Greece, Murray es muy
dado a realizar comparaciones históricas. Cuando estudia el tema de la
colonización griega llama la atención la forma en que relaciona la fundación de
Estados Unidos y el establecimiento del republicanismo con la dispersión de
colonias griegas por el mediterráneo y el derrumbamiento de los gobiernos
aristocráticos en Grecia. El historiador parece tener claro, en todo caso, que
la fundación de colonias ejerció una gran influencia en la transformación
política de las aristocracias durante el siglo VII a. C. En otro pasaje del
libro, la discusión sobre la influencia oriental en la teogonía hesiódica
permite a Murray una curiosa comparación del poeta tebano con el profeta hebreo
Amós, lo cual le lleva finalmente a concluir que la poesía de Hesíodo está
cercana al pensamiento del Próximo Oriente. Y cuando analiza las leyes de
Solón, se permite comparar el cercamiento de tierras en la Inglaterra del siglo
XVIII en vistas a una agricultura científica y la división subsiguiente entre
las clases terratenientes con la situación provocada por las reformas de Solón, que debió causar un cierto impacto entre los nobles atenienses que se aferraban
a los valores antiguos, generando una escisión entre la clase propietaria de
Atenas.
Lleno de sugerencias y escrito con un carácter problemático, como un
ensayo en el que se plantean dudas, problemas y cuestiones que afectan a la
primitiva Grecia, Early Greece se
cierra con unas páginas dedicadas a la guerra contra los persas. Siendo evidente que el conflicto marcó el fin de una época, Murray
escribe unas líneas sugerentes y extraordinarias que parecen alumbrar el mundo
actual: “La cultura griega había sido creada mediante el intercambio fructífero
entre el Este y el Oeste; esa deuda cayó ahora en el olvido. Una cortina de hierro
había descendido: el Este contra el Oeste, el despotismo contra la libertad;
las dicotomías creadas en las guerras médicas producirían su eco a través de la
historia del mundo y parecen continuar aún, ahora que el hombre revive viejos
caminos y descubre otros nuevos para atormentar su alma”. En este
caso, y con esto concluyo, la comparación de Murray parece tener un carácter
profético.
sábado, 28 de febrero de 2015
Robert Louis Stevenson 2
La idea de que
el arte no puede competir con la vida, implícita en el ideario de Stevenson,
parece apuntar a un gusto por la ficción romántica y a un cierto rechazo del
realismo. De hecho, en sus Ensayos
literarios (Hiperión, 1983), el autor escocés no duda en señalar los
peligros del realismo. Deudor de la concepción romántica, que nutre sus
lecturas y evocaciones infantiles, Stevenson no soporta los excesivos detalles,
la elocuencia descriptiva y la conversación desaliñada. Atento a las cuestiones
de estilo, a la precisión en el lenguaje, se muestra partidario de un estilo
sintético.
Enemigo de la falsedad pública –tan practicada por el periodismo, y que causa
un daño atroz-, propone fidelidad a los hechos y vigor en el tratamiento.
Dotado de un espíritu elevado, noble y valeroso, las exigencias que impone al
joven escritor son de tipo intelectual y de orden moral. Sabedor de que la
actitud del artista está por encima del argumento literario, reconoce que en la
fidelidad a un ideal radica la nobleza de su existencia.
Pero más allá de los consejos,
reglas y aptitudes que regulan el arte de la escritura, los ensayos de
Stevenson brillan con luz propia cuando el escritor se detiene en pequeños
bocetos, acercamientos a personajes y lugares de la infancia, que han dejado
una huella indeleble en la memoria del autor. Seducido por las imágenes que
surgían en la noche -cuando siendo niño se acercaba, acompañado del aya, a la
ventana iluminada por una tenue luz-, Stevenson recuerda con especial cariño la
espera del momento en que las carretas, deslizándose por las calles, anunciaban
la llegada del alba. Admirando la visión de un cementerio, agitado por un estado
de melancolía, el escritor describe el contraste entre la belleza de las tumbas
y las sórdidas viviendas que sirven como telón de fondo, entre el pragmatismo
de las gentes y la silenciosa poesía de las lápidas. Pero es el trabajo y el
desvelo de las nodrizas el que más despierta la ternura poética del escritor, al
pensar en la inevitable soledad al que se ven abocadas estas desconsoladas
mujeres.
El espíritu satírico de Stevenson,
por lo demás, no descansa en los Ensayos
literarios y alcanza incluso a los narradores que más admira. La crítica
del escritor se centra en los escritores de su tiempo, de tal modo que las
narraciones de Jules Verne, sostenidas por la fábula y el misterio, presentan
unos personajes que más bien parecen marionetas o muñecos, con una total
ausencia de estilo o interés por la naturaleza humana, mientras que los últimos
cuentos de Poe, careciendo de la agudeza que esgrimía el escritor para tratar
el terreno resbaladizo que se encuentra entre la demencia y la cordura, están
llenos de artificio e imaginación rebuscada. Por no hablar de las flaquezas de
Walter Scott, quien combina el encanto de las incidencias románticas de sus
novelas con la ineptitud que manifiesta en los aspectos técnicos del estilo.
Por el contrario, Stevenson no duda en señalar –y repetir- la alegría que
siente al releer El progreso del
peregrino, de Bunyan, y la fascinación que le provoca El vizconde de Bragelonne, de Dumas, una novela repleta de sentido
común, alegría, ingenio, encanto espiritual y una reconfortante atmósfera de
melancolía.
Distanciándose de los autores populares de su tiempo –que, como en todas
las épocas, complacen al lector poco cultivado, que se contempla a sí mismo en
distintas situaciones al leer las novelas de estos escritores-, Stevenson busca
lectores genuinos, porque aunque sea osado decirlo se necesita un cierto
talento para la lectura, una dotación intelectual, una cierta gracia. El
objetivo del escritor es deleitar y enseñar. Y mantenerse fiel a un ideal. No
le vaya a ocurrir como al hombre de la fábula de Stevenson que, atrapado por la
vida, se convirtió en un tedioso banquero. Porque, efectivamente, la vida es un
encantamiento. La flauta suena dulcemente y el hombre, sin darse cuenta, cuando
menos lo espera se encuentra enredado entre la maraña de circunstancias que le
ha impuesto la sociedad. Vale.
sábado, 31 de enero de 2015
Crimen en la Torre de Montijo
Autor de una
amplia obra narrativa preñada de costumbrismo, el escritor murciano José María
López Conesa ha publicado recientemente Crimen
en la Torre de
Montijo (Ediciones Irreverentes, Madrid, 2013). En esta deliciosa novela el
escritor se acerca con nostalgia y humor, pero también con descarnado realismo,
al mundo de su infancia, hacia un lugar en trance de desaparecer situado en la
huerta. La Torre
de Montijo es un barrio aislado formado por una calle con unas cuantas casas,
algunas de ellas deshabitadas, un pueblo situado en el manto verde de la
huerta, un espacio alejado hasta cierto punto de Murcia, donde la vida se
repite monótonamente, los agricultores pasan el día cuidando la tierra y al
atardecer acuden a la taberna “El Quemao” -el único establecimiento de la
zona-, donde las mujeres cuidan las casas y el lugar más exótico es una casa de
prostitutas.
Con austeridad casi espartana, López Conesa describe el primitivismo de
los habitantes de la Torre
de Montijo, la vida dura y sencilla de agricultores y vendedores de leña. El
ambiente viril que preside todas las acciones se traduce en una violencia
verbal y física. Así pues, la honra de una mujer puede dar lugar a una brutal
paliza, la venganza campa a sus anchas, la homosexualidad es vista con malos
ojos y las mujeres parecen abocadas a un destino aciago (en algunos casos el
suicidio o la prostitución). Este primitivismo que envuelve a los personajes de
la novela, entre la crueldad y el humor, contrasta poderosamente con la figura
de una joven, Florita, que representa los mejores valores de la huerta, la
pureza y la sencillez. Este enfrentamiento entre el primitivismo asfixiante de
la sociedad huertana y el candor de la joven se traducen finalmente en un hecho
luctuoso sobre el cual gira la historia, a saber, la violación de Florita.
En una reciente entrevista, López Conesa se ha definido como un escritor
costumbrista. “En mis relatos”, dice el escritor, “describo personajes, hechos,
paisajes y momentos de la vida cotidiana, de la belleza de la huerta, de la
dura tarea del agricultor y he querido profundizar en los entresijos del alma
humana”. En Crimen en la Torre de Montijo, el
autor parece deambular entre las descripciones costumbristas que enriquecen el
relato (pensemos, por ejemplo, en el horno de leña comunitario o el cementerio
para renegados y suicidas), el interés por penetrar en la psicología de los
personajes y una sucesión de acontecimientos que se multiplican conforme avanza
la narración (a la violación de Florita se sucede el asesinato del violador,
por no hablar de la muerte de la mujer de Julián, el agricultor sobre el que se
mueve toda la historia, y el suicidio de la esposa del violador). Más allá de
las intrigas policíacas, que rellenan la parte final de la historia, la novela
seduce finalmente por las deliciosas notas de humor -que hacen, por ejemplo,
que unos huevos mezclados con coñac bajen “por el canal digestivo en busca del
lago estomacal”, o que alguien que ha recibido una paliza salga de
urgencias “con el cuerpo forrado como una momia”- y, sobre todo, por el
tono de tragedia que inunda la historia, el destino funesto que corren los
personajes, especialmente las mujeres, y la sensación de que estamos ante un
mundo prácticamente acabado. Por eso, acaso la pureza mancillada de la joven
Florita, más allá de una velada crítica de la sociedad huertana -pues el autor
parece moverse entre la nostalgia y el rechazo- o una descripción de la
inadaptación al ambiente viril de la huerta, no sea más que una metáfora del
fin de una época.
domingo, 28 de diciembre de 2014
Pere Gimferrer
En una nota que
precede al ensayo Cine y literatura (Barcelona,
Seix Barral, 1999), Pere Gimferrer explica que el libro fue concebido a finales
de los años setenta y publicado finalmente en 1985. La anotación no es baladí
pues las observaciones que el autor realiza a propósito de ciertas películas de
Bergman, Antonioni y en menor medida Wenders (sobre todo Persona y El reportero) ponen
el acento en la época en que se está escribiendo el libro. Pero más allá de
esta evidencia, no cabe duda que Gimferrer está pensando en las posibilidades
que ofrece la cinematografía moderna respecto al modelo narrativo impuesto
desde principios del siglo XX. En este sentido, el punto de partida del ensayo,
sobre el que el autor reflexiona varias veces en el texto, es que Griffith se
inspiró en el modelo novelesco dikensiano para construir la narrativa
cinematográfica clásica, dando lugar a un estilo que, casi sin cambios, se
mantiene hasta la actualidad. A pesar, pues, de las aportaciones del cine
moderno, Gimferrer tiene clara la continuidad del lenguaje cinematográfico frente
a un lenguaje literario más complejo, variado y con más recursos. La
consecuencia de todo esto es que cuanto mayor talento literario se despliegue
en una novela o una obra de teatro tanto más difícil será la adaptación al
cine, lo cual explica la dificultad para encontrar una gran novela convertida
en una gran película. “Ninguno de los grandes clásicos de la novela”, afirma
Gimferrer, “ha llegado a ser un gran clásico del cine, y un hecho de esta
naturaleza no puede considerarse casual, sino indicativo de los límites de la
adaptación”. Salvo raras excepciones, los novelistas quedan mejor
reflejados en sus obras menores. La cuestión se complica todavía más con la
novela moderna (a partir de Joyce, Proust y Kafka) pues las novedades
literarias de que hace gala la novela actual (lo que entiende Gimferrer por
novela actual, que nada tiene que ver con la mayor parte de la producción
literaria de carácter mercantil) contribuyen a distanciar cada vez más el cine
de la narrativa contemporánea.
Al plantear la cuestión del teatro,
Gimferrer observa las mismas circunstancias y los mismos problemas que en la
novela, pues se da el caso que el teatro actual (o lo que el autor entiende
como tal, es decir, un espectáculo más centrado en la realidad escénica que en
la ilusión realista) está más alejado del cine que el teatro isabelino.
Gimferrer, como no podía ser de otro modo, acude a Shakespeare para analizar
las relaciones entre palabra escénica y palabra fílmica. El paso del teatro al
cine es seguido a través de los ejemplos de Olivier y Welles. Siempre pensando
en términos cinematográficos, Gimferrer advierte que el cine de Welles es capaz
de lograr aquello que el autor considera fundamental en toda adaptación
fílmica, a saber, emplear los recursos que son propios del cine para solucionar
los problemas que se plantean en una película en vez de mimetizar los recursos
literarios, consiguiendo de este modo obras
verdaderamente autónomas. En el caso de Olivier, Gimferrer aprecia certeramente
uno de los grandes fallos de las adaptaciones cinematográficas: el
desequilibrio entre los parlamentos y el contenido visual de los encuadres. Al
revisar las películas de Olivier, tal como afirma el autor, “el espectador se
queda con la sensación de que o bien sobran palabras o bien faltan metros de
película: se habla demasiado o se ve muy poco; la carga semántica acumulada en
los parlamentos tiene mucho más peso que el contenido visual de los encuadres”.
En la parte final de este magnífico
libro, Gimferrer evoca las películas de Douglas Sirk para poner de manifiesto
que el guión es una cosa muy distinta de la película y no determina el
resultado final que se observa en la pantalla. Sirk ha sabido convertir
melodramas populares y materiales literarios infames en auténticas tragedias
gracias a la estilización de la puesta en escena. Esta idea, que parece muy
clara para quien contempla hoy en día una película de Sirk, pasó inadvertida para
gran parte de la crítica (como tantas otras cosas) durante los años cincuenta.
Por lo demás, el cine documental es también una muestra bien palpable de que el
guión es un pretexto y un punto de partida previo, perfectamente moldeable en
las diferentes etapas de definición de una película hasta el punto de que en
ciertos casos, tal como señala Gimferrer, se puede hablar de guión a posteriori, y el ejemplo de El desencanto es buena prueba de ello
pues el guión se debe tanto a Chavarri como a los Panero. Toda esta
argumentación lleva finalmente a Gimferrer a la conclusión que cierra el
ensayo: el guión es un género literario subsidiario, pero no es cine.
Admirador de Manckiewicz, Cukor y Wilder por lo que se deduce del texto,
nuestro autor no oculta las dificultades que embarga la alianza entre palabra e
imagen y la sensación, bien evidente pero triste, de que el “cine de la
palabra” está hoy en día prácticamente acabado, pero esto es poca cosa si
contemplamos el cine actual y consideramos, como hace Gimferrer, que la
planificación, la dirección de actores y el tratamiento del espacio son los
aspectos que conceden carta de naturaleza a una película. Entonces, nuestra
desazón es todavía mayor.
jueves, 27 de noviembre de 2014
Caminando desnudo
Caminando desnudo (Cuadernos del
Laberinto, Madrid, 2012) es el primer poemario de Andrés Carlos López Herrero,
reconocido pintor y profesor de artes plásticas. Liberado sólo hasta cierto
punto del pudor y de la vergüenza al mostrar sus pensamientos, tal como afirma
en el prólogo, López Herrero nos ofrece en Caminando
desnudo un discurso sincero –cercano a su admirado José Hierro-, una
propuesta que gira en torno a una cuestión fundamental, a saber, el paso el
tiempo. Obsesionado con la estulticia de la postmodernidad, el incipiente poeta
libera sus sentimientos para describir con breves pinceladas los signos y las
enfermedades de nuestro tiempo, mientras camina, en dirección contraria diría
yo, hacia una comunión con la naturaleza y lo primitivo. Por eso, la presencia
hipnótica de una isla encantada se traduce en el misterio, en la intuición del
“arcano enigma”, en la afirmación de la soledad. Desamparado,
desconsolado, el poeta desaprueba los espacios urbanos acotados de acero y
cemento. Los campanarios, los árboles, los pájaros y las montañas han perdido
su brillo. “Ahora no escucho respirar a la montaña”, se lamenta el
poeta. El paisaje está dormido. Se ha impuesto un mundo futurista de palabras
feas e impronunciables (el poemario está intoxicado de vocablos inefables), un
espectáculo postmoderno en el que se suplanta a Dios y se entierra la historia,
en el que se conciben “almas de puerilidad retroalimentada”, en el que
domina una “sensiblería impostada”. La herencia de la tierra parece
desvanecerse mientras la arrogancia parece dominar nuestra existencia.
Observador cínico de lo que denomina “bochornoso carnaval humano”, López
Herrero habla de miedo e insiste en la pérdida de humanidad. Este tono
pesimista, casi apocalíptico, que aletea en el poemario, como si existiese un
brutal contraste entre lo que ve y lo que sueña el poeta, culmina en la
destrucción, en el “Apocalipsis” que centellea en el último poema ahondando en
la futilidad del mundo presente.
Da la impresión al leer el poemario
de que el único refugio, la única forma de luchar contra la modernidad, contra
la locura y el paso del tiempo –todo a la vez- es la poesía, la palabra, la
capacidad de soñar, la melancolía aferrada a la imposibilidad de olvidar el
amor. Un núcleo de poemas está precisamente enraizado en la ausencia de amor,
en la locura que supone la pérdida y en el porvenir que sugiere el reencuentro
soñado, ese / ulterior porvenir que cae del cielo / cada atardecer azul y
naranja. La necesidad que experimenta el poeta de reinventarse a mitad
del camino, de plantearse cuestiones cuando la vida avanza sin freno, se
relaciona estrechamente con la irrupción en el poemario de dos cuestiones: el
destino y el sentido del tiempo. Afrontar la muerte, afrontar el pasado,
necesidades vitales que se expresan como “ejercicio de honestidad profesional”. El tiempo corre veloz mientras el poeta desnuda su alma y demanda
nuestra atención preguntándonos si acaso “hemos dejado de soñar”.
jueves, 30 de octubre de 2014
Histórica 4
En una especie
de postfacio que se encuentra al final de la lectura de Mi Cid. Noticia de Rodrigo Díaz (Barcelona, Península, 2007),
Ruiz-Domènec explica cómo el libro sobre la figura del Cid había surgido, por
primera vez, en unas notas escritas en París en 1979. El historiador sitúa su
investigación en el conjunto de debates de los años 70 en torno a la herencia
de Menéndez Pidal. El estudio, casi como un guiño al nonagenario medievalista,
toma como punto de partida la famosa fotografía realizada en el rodaje de El Cid en la que se ve a Menéndez Pidal observando
el halcón que porta en la mano el actor Charlton Heston. Más allá de esta
anécdota que se presenta como si se tratase de una epifanía, el libro se inicia
con una serie de reflexiones sobre la película de Anthony Mann, sobre la forma
en que el cineasta americano contribuye a forjar la leyenda del Cid, sobre la
relación que se establece entre historia y mito. Esta introducción
cinematográfica deriva en la cuestión que centra el interés del historiador, a
saber, cómo la historiografía y la literatura han transfigurado a un hombre de
frontera del siglo XI convirtiéndolo en palabras de Ruiz-Domènec “en el
portador de la honra de España”. Sorprende, en este sentido, la forma
imaginativa en que nuestro antor ilumina las fuentes. Conocedor de la figura de
Ricard Guillem, establece una suposición sobre la continuación del Carmen Campidoctoris (el poema latino
que inicia el mito del Cid) proponiendo un paralelismo plutarqueo entre la
historia de Rodrigo Díaz y los afanes del también exiliado Ricard Guillem. La
lectura del Carmen Campidoctoris, un
regalo de Guillem al Campeador, quizá hizo pensar por primera vez al Cid que
era un hombre elegido para la gloria. El problema se plantea cuando se
contrasta esta visión del poema con la lectura de los cronistas árabes de
aquella época, pues los escritores musulmanes insisten en la crueldad y el afán
de riqueza del Cid. Una figura, pues, ambigua y equívoca entra de lleno en la
cultura cristiana en una época en la que las baladas de los juglares empezaban
a diseñar la leyenda del Cid.
El estudio de Ruiz-Domènec trata de
captar la forma en que las fuentes se han apropiado de la figura del Cid, cómo
la reina Berenguela ha contribuido a la elaboración de la imagen del Campeador
a través de la memoria familiar –de las mujeres-, cómo la Historia Roderici (una vita escrita en latín por un clérigo)
pretende en realidad legitimar la monarquía de Alfonso IX en el siglo XII, como
el Cantar de Mío Cid inventa el
pasado del héroe para construir un modelo de moral guerrera –o acaso una
proclama política, intuida en el final del poema, en la visión de
Ruiz-Domènec-, cómo la Historia de Jiménez de
Rada y la Crónica de
los veinte reyes responden más a un proyecto de futuro que a un intento de
comprender el pasado, justificando a la sazón las necesidades políticas de
Castilla, cómo la leyenda penetra en un terreno inexplorado –la juventud del
guerrero- en el siglo XIV con las Mocedades
de Rodrigo, cómo a través del Romancero la figura del Cid entra de lleno en
la memoria colectiva de un pueblo, cómo la Crónica del famoso cavallero Cid Ruy Díaz Campeador,
de 1512, muestra a nuestro héroe como un auténtico caballero renacentista, un
humanista legitimando la unión peninsular, cómo el drama barroco de Guillén de
Castro, según la moda de la época, se complace en describir una historia de
honor, sangre, amor y celos, cómo Le Cid de
Corneille refleja las intrigas nobiliarias de la Francia del siglo XVII y
el impulso de la monarquía francesa, cómo la Historia crítica de Masdeu desatiende las que
considera ridículas hazañas del Cid, y cómo, finalmente, las Recherches sur l’histoire et la littérature de L’Espagne pendant le
Moyen Age de Reinhart Dozy, en el siglo XIX, auspician una nueva fase en la
historiografía pues suponen el primer intento claro de deslindar la historia
del personaje literario y la leyenda del Cid. Evidentemente, el libro que marca
una época en el estudio del tema es La España del Cid, de Menéndez Pidal. El erudito
nos presenta a un Rodrigo orgulloso, leal, desterrado. Ruiz-Domènec habla de
las “tramas ideológicas” que componen el libro de Menéndez Pidal, el
tradicionalismo renovador que sirve de modelo en 1929, cuando se publica La España del Cid, y que disfraza al héroe con
las virtudes patrias “para hacerlo coincidir con las preocupaciones de su
tiempo.
Tras la revisión historiográfica y
teniendo como faro especialmente el trabajo de Menéndez Pidal, nuestro autor se
adentra en la segunda parte del libro en una suerte de viaje, unas breves notas
que tratan de clarificar los hechos de Rodrigo Díaz y que se reducen en el
volumen a unas escasas 40 páginas, sin duda alguna por las dificultades que
entraña una biografía del personaje y también tendiendo en cuenta que son tan
sólo las notas de un viajero que proyecta en el futuro un estudio más
pormenorizado. Desde la cuestión del asesinato de Sancho II hasta la presencia
del Cid en Barcelona o la estancia de Ricard Guillem en Valencia la
interpretación de Ruiz-Domènec se basa en conjeturas, aunque en ocasiones son
presentadas como certezas por el historiador. El silencio de las fuentes da
mucho juego. Ruiz Domènec aprovecha, en fin, estas páginas para ofrecer una
imagen del héroe alejada del miles
Christi, un hombre que iba a lo suyo, sin valores religiosos, de ideas
contrarias al integrismo almorávide y al espíritu cruzado, “un hombre que se
enfrenta decididamente a su época”.
martes, 30 de septiembre de 2014
Els passejants de l'illa de Xàtiva
Después de
publicar, bajo el amparo de la universidad de Valencia, un magnífico estudio
sobre un poeta de la
Renaixença valenciana (Joan
B. Pastor Aicart. Més enllà de la poesia), el escritor Josep M. Sanchis
–ahora el bajo el pseudónimo de Joan Benesiu- retorna a la ficción con su
segunda novela. Els passejants de l’illa
de Xàtiva (Barcelona, ViBooks, 2014), continuando y profundizando la estela
narrativa de su primera novela (la galardonada Intercanvi), es una compleja combinación de literatura de viajes,
ensayo, autobiografía y ficción (quizá al modo -o en la tradición- de su
admirado Claudio Magris). El libro, tal como el propio autor sugiere en varias
ocasiones en el relato, es concebido y escrito tras el esfuerzo extraordinario
que le había supuesto la composición del ensayo sobre el poeta valenciano.
Agotado física y mentalmente, con una cierta sensación de vacío, el escritor,
convertido en viajero y protagonista de su propia novela, relata los
acontecimientos quizá ficticios, quizá reales, que suceden a varios exiliados,
emigrantes o viajeros –tanto da- que, casualmente –o quizá de una forma no tan
casual- coinciden alrededor de la mesa de un bar contándose historias, anclados
en una ciudad situada prácticamente en el fin del mundo, en el cono sur de
América, en la frontera entre Argentina y Chile. El lugar de encuentro de estos
viajeros es Ushuaia –“fin del mundo, principio de todo”, reza el lema de esta
ciudad-, un espacio límite desde el que se contemplan los dientes de Navarino y
cercano a la renombrada isla de las Malvinas.
Cada uno de los componentes de la
“taula de les històries”, tal como la define el autor en uno de los capítulos,
se complace en narrar las vicisitudes que explican su presencia en un lugar tan
alejado del mundo: Guillaume Housseras, un aburrido burgués parisino que huye
de su acaudalada familia poniendo tierra de por medio, abandonando con ello
temporalmente la dirección de su prestigiosa empresa; Peter Borum, un inglés
que se aleja del horror familiar (su mujer le ha dejado y su hijo ha ingresado
en la cárcel) y se traslada a Ushuaia para indagar en el suicidio de su
hermano, un hecho relacionado de forma indirecta con la guerra de las Malvinas;
Nemesio Coro, un mexicano que ha salido de México D. F. perseguido por la mafia
vinculada al narcotráfico; Martín Medina, un chileno represaliado por la
dictadura de Pinochet y enfrentado a su padre; Joan Benesiu, es decir, el
narrador, que llega directamente desde Buenos Aires después de una intempestiva
y extraña historia de amor con una joven argentina amante de los pájaros y
admiradora incondicional de Gombrowicz.; y, finalmente, Dominika Malczeswka,
una polaca dueña del bar Katowice -el local donde se cuentan las historias-,
una emigrante aterrizada en Argentina tras los desastrosos sucesos de la
segunda guerra mundial que tanto afectaron a Polonia.
Optando por una narración personal desde la óptica del supuesto viajero
Joan Benesiu, el autor elabora una especie de rompecabezas, un precioso tapiz
en el que todos los elementos van entrelazándose en torno a dos temas
recurrentes, a saber, la búsqueda de identidad y el mito de la frontera. Al
mismo tiempo, reforzando la densidad de la narración, todos los relatos que se
entrecruzan en el Katowice están enraizados en acontecimientos violentos de la
historia reciente como la ya mencionada guerra de las Malvinas, la ocupación
alemana y soviética de Polonia en la segunda guerra mundial o la matanza de
estudiantes en la plaza de las Tres Culturas en México D. F en 1968. La
violencia del Estado, en ocasiones, da la sensación de estar confrontada con la
libertad anarquista que emerge también en algunas historias, aunque sólo de forma
muy tamizada. El complejo entramado narrativo se completa con constantes
digresiones literarias a propósito de escritores -y libros- que acosan la mente
del viajero, desde los centroeuropeos como León Bloy, Robert Musil, Ernst
Jünger, Stanislaw Lem, Winfried Sebald y Primo Levi hasta los hispanoamericanos
como Sergio Pitol, Roberto Bolaño, Juan Rulfo y Witold Gombrowicz. Casi sin
descanso, la lectura de Els Passejants de
l’illa de Xàtiva nos conduce de una historia otra, de un espacio geográfico
a otro, hasta el punto de que da la impresión de que se pierde el hilo
principal de la narración. Pero al final siempre hay una salida. El narrador,
Joan Benesiu, (protagonista cuyo nombre nunca se menciona en la novela) sirve
de anclaje, de motor alrededor del cual se teje todo el relato. No es
casualidad, por tanto, que Els passejants
de l’illa de Xàtiva atesore en ciertos momentos un marcado tono
autobiográfico teñido de emoción y humor a partes iguales. Los recuerdos
familiares entre los que emerge, fascinante, la imagen de la abuela se combinan
con la lectura de cuentos, la soñada –y anhelada- visión del padre perdido y la
foto imponente del poeta Pastor –que preside la casa familiar-. Estos recuerdos
que obsesionan al escritor están relacionados de forma inequívoca con la
pérdida de la inocencia, pero también con una cierta idea de la soledad y la
muerte que pulula casi desde el inicio del relato, lo cual acentúa aún más la
sensación que se tiene al final del libro de estar ante una obra de inspiración
romántica en la que un hombre busca su identidad a través de un viaje
existencial al fin del mundo.
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