jueves, 31 de julio de 2014
Historia griega
Nombrado “Regius
Professor” de griego en la universidad de Oxford en 1936 -heredando en esa gran
tradición a Gilber Murray-, amigo de poetas como Yeats o Elliot, y catalizador
de una nueva visión del mundo griego –que debía mucho a Jane Harrison y que
corría paralela a la que se desarrollaba en Cambridge, donde empezaron a
trabajar a partir de los años cincuenta Kirk y Finley-, el irlandés Eric
Robertson Dodds es conocido en España, en los círculos intelectuales, gracias a
un imponente libro titulado Los griegos y
lo irracional, que fue publicado por primera vez en la Revista de Occidente en
1960, y reeditado por Alianza Universidad en los años 80. Producto de unas
conferencias que Dodds impartió en la universidad de Berkeley en 1949, el libro
es publicado por la universidad de California en 1951. El ensayo, tal como
señala el autor en el prefacio, no es en sentido estricto ni una historia de la
religión griega ni un compendio de los sentimientos o ideas religiosas de los
griegos sino más bien el estudio de “una clase de experiencia por la que se
interesó poco el racionalismo del siglo XIX”. Influido por las
tendencias antropológicas de la época y la psicología social, Dodds nos ofrece
en Los griegos y lo irracional una
serie de sugerencias sobre el mundo mental de los griegos –que se alejan de la
visión “aseada” y convencional que nos mostraban los mitólogos del XIX-,
iluminando ciertos aspectos de la mentalidad primitiva de los griegos,
procedentes de la época arcaica y que todavía permanecían vigentes en época
clásica tal como testimonian las fuentes escritas, especialmente Platón.
Entre las sugerencias y aspectos que
pone de relieve Dodds en el ensayo se pueden citar la universalidad del
desenfreno (hybris) como el primero
de los males, la idea de culpabilidad heredada por los crímenes contra los
padres –cuestión relacionada con la creencia en la solidaridad de la familia,
la contaminación (miasma) y la
purificación ritual (katharsis)-, el
papel de lo demoníaco en la creencia popular de los griegos, la relación entre
el “demonio” (daimon) y el destino (moira) de cada persona, la función
protectora que ejerce el oráculo de Delfos en el mundo griego, la función
social del ritual dionisíaco, la tradición del “sueño divino” o khrematismós –que supone la aparición de
una divinidad o un antepasado en donde el sueño es considerado como un oráculo-
y la visión referida a las recompensas y los castigos después de la muerte
–relacionada en Esquilo con las tradicionales leyes no escritas-. El estudio de
todas estas experiencias típicas de la mentalidad religiosa del pueblo griego
parece desembocar, en el núcleo central del libro, en una idea que solidifica y
anuda todo el texto, a saber, el conflicto -y el distanciamiento- que se
produce en el siglo V a. C, en Atenas, entre cultura ilustrada minoritaria y
cultura popular. Dodds observa que en el siglo V había una amalgama de
creencias funcionando, pero no había una “opinión griega”. Tan sólo
existía “una masa de confusión” a la que Esquilo había tratado de dar un
sentido moral -un proyecto que luego retomará Platón-. Siguiendo a Gilber
Murray, el autor emplea el concepto de “conglomerado heredado” para referirse a
ese conjunto de creencias religiosas existente en Grecia, que, sin duda alguna,
contribuían a la cohesión social. Ahora bien, a lo largo del siglo V la brecha
entre las creencias del pueblo y las creencias de los intelectuales se había
ampliado por la difusión de lo que se ha dado en llamar la “ilustración
griega”. El resultado es una especie de reacción en la segunda mitad del siglo
V contra los intelectuales que se certifica en el decreto de Diopites de 432 o
430 y en los juicios por herejía contra Anaxágoras, Diágoras, Sócrates y
posiblemente Pitágoras y Eurípides. Y es que la tradición estaba fuertemente
arraigada en el pueblo ateniense, lo que puede explicar también el histerismo
religioso provocado por un hecho puntual como la mutilación de los Hermes en 415 a . C. Dodds habla en este
sentido, y para esta época, de un absoluto “divorcio entre las creencias de los
pocos y las creencias de los muchos”. Además, como consecuencia del
empuje de la “ilustración ateniense” –y de la guerra del Peloponeso- se produce
lo que Dodds denomina un “rebrote de la religión popular” que se
manifiesta en la difusión del culto a Esculapio, el culto a dioses extranjeros
y el renacimiento de la magia.
En este contexto conflictivo a nivel
moral, mental y religioso, la labor que afronta Platón en las Leyes según nuestro autor es la de
“estabilizar la situación por medio de una contrarreforma”. Así, las
últimas propuestas de Platón se corresponden, en palabras de Dodds, con “una
sociedad completamente cerrada, que había de gobernarse, no por la razón
iluminada, sino (bajo Dios) por la costumbre y la ley religiosa” , es
decir, por la tradición. La interpretación de Dodds –tan sugerente como
clarificadora- corre el riesgo de deslizarse por terrenos más ambiguos y menos
firmes cuando relaciona las ideas mágico-religiosas de Platón con un origen remoto
en la cultura chamanística nórdica o cuando identifica la fe platónica en la
razón –heredada del siglo V- con el yo oculto de la tradición chamanística.
Esta visión “panchamanista” se aprecia claramente en la cautela con la que
Dodds trata el tema del orfismo, presentando a Orfeo como una especie de
chamán, igual que Zalmoxis, Abaris, Epiménides, Pitágoras y Empédocles. En
todos ellos encuentra aspectos similares al chamán escita. Sin embargo, duda de
las afirmaciones más repetidas por los eruditos acerca del orfismo, y duda del
carácter órfico de algunos mitos escatológicos de Platón.
Considerado por Dodds “casi el
último intelectual griego que parece tener verdaderas raíces sociales”, por su enraizamiento en la polis, Platón no sólo trata de estabilizar el
conglomerado heredado sino que pretende “poner contrafuertes a la estructura
tradicional” y “descartar” todo lo que estuviera “podrido”, sustituyéndolo por
algo más “duradero”, de tal modo que en algunos puntos se ve obligado a “romper
con la tradición” y en otros aspectos admite el compromiso.
Enfatizando el culto al sol, quizá de procedencia oriental –y en todo caso un
elemento nuevo en la religión griega-, Platón propone finalmente en las Leyes un culto combinado de Apolo y del
dios-sol Helios. “Este culto asociado”, dice Dodds, “en lugar del culto de
Zeus, representado Apolo el tradicionalismo de las masas y Helios la nueva
religión natural de los filósofos, es el último y desesperado intento de Platón
por construir un puente entre los intelectuales y el pueblo, y salvar con ello
la unidad de la creencia griega y de la cultura griega” (p. 207). Platón
trabaja por la cohesión social, por la unidad de la polis, para evitar la stasis. Lo que vendría después con el
helenismo –un cambio notable- supondría -acaso- una progresiva decadencia de la
tradición.
lunes, 30 de junio de 2014
El absurdo fin de la realidad
Publicada por
Ediciones Irreverentes en 2013 y ganadora del Primer Premio 451 de novela de
ciencia ficción, El absurdo fin de la
realidad es una fantasía teatral construida de forma modélica por el escritor
murciano Pedro Pujante. En primera persona, como si se tratase de un relato
autobiográfico, el protagonista de la historia cuenta los acontecimientos que
se suceden en Orentes, un pueblo ficticio de la costa murciana, tras llegar la
noticia de la inminente presencia en la villa de un ovni procedente de otra
galaxia. El narrador de la historia es a la sazón el escritor del pueblo y se
apresta rápidamente a elaborar un discurso de bienvenida a los alienígenas. El
punto de partida de la narración recuerda de forma muy evidente Bienvenido, mister Marshall, la película
parcialmente escrita por Mihura, más aún cuando bien avanzada la historia
leemos que los habitantes de Orentes se preparan para el evento y realizan
sus peticiones al alcalde en la plaza mayor del pueblo. La novela, pues,
funciona como relato de ciencia ficción, con sucesos que van alterando la
fisonomía y la vida de Orentes, pero además se presenta como ejercicio
literario, como proceso de construcción de un discurso que parece sólo afectar
a la mente del protagonista.
Desde el principio de la novela
sabemos que el personaje principal sufre una especie de extrañamiento. En medio
de la monótona existencia de Orentes, el escritor se siente un extraño en su
pueblo, un ser solitario, anónimo y sin orígenes que se identifica con El extranjero de Camus. Aunque se define
como una persona asocial, de índole pacifista, que reniega de su raza y de su
pueblo, proclamándose prácticamente un extraterrestre, conviene recordar
también que a lo largo de la narración el escritor va identificándose
progresivamente con distintos personajes, como si tuviese múltiple
personalidad, como si fuese al mismo tiempo alcalde, falsificador, impostor y
un sinfín de cosas más. La mayor parte de la novela se desarrolla en función de
los devaneos intelectuales de este personaje, lo que permite al autor
ejercitarse en la reflexión filosófica y literaria, y construir un discurso
metaliterario no exento de una fina ironía.
La narración principal en El absurdo fin de la realidad da un giro
cuando hacia la parte final del relato se produce una suerte de regresión
temporal, un salto hacia atrás en la historia, de tal modo que empiezan a
repetirse los mismos hechos que han acaecido en los últimos tres meses. Ahora
bien, estos acontecimientos se desarrollan con variaciones, hasta el punto de
que los personajes tienen una especie de segunda oportunidad. La historia se
escribe otra vez, pero de forma diferente. Los turistas ya no pueden acceder al
pueblo para contemplar el espectáculo, es decir, la llegada del ovni, porque
una especie de muro rodea la villa dejándola incomunicada. A partir de este
giro dentro de la historia, la novela parece tornarse más cercana al lector,
más hilarante, más narrativa y menos metaliteraria.
Más allá del núcleo
central que compone la historia, El
absurdo fin de la realidad brilla como disertación filosófica y literaria.
Da la impresión de que Pujante ha construido un discurso con las lecturas que
han forjado su formación. La referencia a Vila-Matas, que parece el punto de
partida, da paso a una tradición que enlaza Kafka con Borges. Los temas que
sugiere Pujante en la novela no dejan lugar a dudas. El deseo de ser otro que
experimenta el protagonista, el tema del doble, la soledad que sentimos en
nosotros mismos, la práctica literaria que introduce al autor dentro de su
propia obra, la defensa de la teoría de la multipersonalidad, la deconstrucción
de la memoria, la escritura como autobiografía, la impostura y la falsedad en
el relato, y la cuestión de la búsqueda son ideas y obsesiones que conforman el
universo literario del autor. No faltan tampoco las notas de ciencia ficción y
fantasía, las alusiones a grandes clásicos desde Crónicas marcianas a Solaris,
los comentarios y análisis de libros de autores contemporáneos, desde Sebald a
Cormac McCarthy, las referencias cinematográficas a directores todavía vivos,
como Allen o Burton, la presencia de microrrelatos y pequeñas historias, y,
quizá, breves apuntes autobiográficos, como cuando el autor habla de la lectura
de tebeos en la infancia o de su afición a la literatura romántica en la
adolescencia. Todo esto, en definitiva, configura un tejido literario que,
unido a la descacharrante historia de la llegada de un ovni, nos hace dudar si
la experiencia es vivida o soñada.
sábado, 31 de mayo de 2014
Miguel Mihura
La historia de
Paula y Dionisio me persigue desde hace días, allá donde vaya, de forma
implacable. No logro apartar de mi mente ese escenario singular y único de
personajes creado por Mihura. Me deleito pensando en el encadenamiento
imaginativo de los diálogos, las situaciones absurdas, el humor refinado y
elegante, los juegos semánticos, el carácter irreverente y genial de la obra. A
veces irónica, a veces tierna o melancólica, siempre humorística y deliciosa,
evocadoramente poética, me refiero evidentemente, por si alguien no lo hubiera
intuido, a Tres sombreros de copa,
obra cumbre del teatro español del siglo XX.
La obra tardó veinte años en ser representada por primera vez. Escrita en
1932, en el ambiente libertino de la segunda república española, salta a los
escenarios curiosamente en plena época franquista, en 1952. A primera vista, Tres sombreros de copa da la sensación
de ser una comedia de enredo saturada de situaciones absurdas y sin sentido. En
el primer acto, Mihura nos presenta al personaje principal, Dionisio, como un
pequeño burgués, convencional, un hombre de escasa fuerza de voluntad pero de
buenas intencionas. En la habitación de hotel donde va a pasar la última noche
antes de casarse con la hija del rico del lugar, Dionisio conversa de forma un
tanto extraña para el espectador de la época con el ridículo dueño del hotel,
Don Rosario, sobre unas lucecitas (rojas o blancas) que se ven en el puerto a
través de la ventana de la habitación y sobre una bota que hay bajo la cama.
Desde ese preciso instante, el lector –y el espectador- sabe que se encuentra
ante una pieza de teatro nada convencional, dotada de unos mecanismos y
registros que configuran un mundo particular que debe disfrutar y desentrañar.
Un objeto nuevo (los objetos son muy importantes para Mihura) se observa en el
cuarto desde que estuvo por última vez Dionisio en el hotel. Es un teléfono,
desde el que el protagonista recibe durante la noche varias llamadas de su
novia Margarita (a la que nunca vemos ni oímos) que no obtienen respuesta. Es
el mismo teléfono que más tarde, una vez arrancado de la pared, empleará
Dionisio para auscultar –es un decir- a Paula después de haberse desmayado. En
el aparente orden de la habitación de Dionisio irrumpe como un torbellino la
joven Paula, hermosa, radiante, fresca. Es la intrusión de un nuevo mundo que
va a establecer el desorden y el caos. No en vano Paula es una artista que
trabaja en el music-hall, canta, baila y todo lo demás. Cuando la muchacha
entra en el cuarto se sorprende al ver a Dionisio frente a un espejo,
probándose un sombrero de copa para la boda del día siguiente. En las manos
sostiene otros dos sombreros. Engañando casi inconscientemente a la inocente
Paula, el protagonista se hace pasar por un malabarista, de modo que se
equipara a ella y se sitúa así en el mismo mundo de la bohemia. A partir de ese
momento todo puede suceder pues Dionisio ha transgredido la breve línea que
separa el aburrimiento de una vida convencional de la bohemia artística.
En el acto segundo, Mihura acelera la acción y llena el escenario, en
ocasiones, con una gran cantidad de personajes excéntricos. En la habitación
contigua a la de Dionisio se celebra una gran fiesta en la que participan todos
los artistas del music hall, una serie de muchachas de alterne que coquetean
con viejos aburguesados (un militar, un cazador, un odioso señor rico) con tal
de mejorar su situación social, pues los artistas, tal como se refleja en la
obra, viven en una gran penuria. Desde abajo, pues, también se intenta transgredir
el orden social. Todos estos personajes secundarios, pasajeros, cruzan el
escenario intermitentemente de derecha a izquierda, y al revés, apareciendo y
desapareciendo de la habitación. Dionisio, por un momento, permanece ajeno a
todo, borracho. Es entonces cuando sabemos que el negro de la compañía de
artistas, un tal Buby, ha convencido a Paula para engañar y engatusar a
Dionisio con tal de sacarle dinero. Sabemos, por tanto, que toda la escena del
primer acto entre los dos protagonistas ha sido una artimaña, un engaño. En el
final del acto segundo, después de rechazar a un pretendiente, al odioso señor
rico, Paula se muestra tal como es, tierna, melancólica, maravillosa. Mihura
avanza en este momento hacia la fase más poética de la obra. Ir a la playa,
comer cangrejos, nadar, hacer castillos, jugar como niños. Esa es la propuesta
de Paula a Dionisio. Quizá la de Mihura, a saber, la de abandonarse al mundo de
la imaginación.
Pero finalmente la realidad se impone. El padre de la novia de Dionisio,
don Sacramento, se presenta en el hotel sorpresivamente, de madrugada. Entramos
de lleno en el tercer acto, el más triste y melancólico de la obra. Mihura
reduce la extensión de este acto. La presencia de don Sacramento reconduce la
historia hacia el orden, hacia la maldita geometría convencional. Cuando usted
se case con mi hija, viene a decir el viejo burgués, dejará de ser un bohemio.
Por una noche, Dionisio ha saltado todas las barreras morales establecidas en
la sociedad y se ha comportado como un artista bohemio. Don Sacramento repite
varias veces la palabra “bohemio” para recordarle a Dionisio en qué bando está.
La falta de voluntad personal y la educación que ha recibido inducen al
protagonista a dejarse llevar por la corriente. A partir de ese momento
cualquier promesa de felicidad queda cercenada. Paula, que ha escuchado la
conversación entre Dionisio y don Sacramento escondida tras un biombo,
comprende entonces que el protagonista le ha engañado con el tema del
matrimonio. Cuando se cierra la obra de forma magistral –y muy
cinematográfica-, Paula se despide de Dionisio sin palabras, desde detrás del
biombo, con un saludo que es respondido por el novio antes de salir de la
habitación con don Rosario, camino del altar. Al quedar sola, Paula se dirige hacia
la ventana –desde donde ya no se contemplan las lucecitas del puerto porque se
han apagado- para ver supuestamente por última vez a Dionisio. De forma
sorpresiva, cuando todo parece desembocar en llantos, Paula recoge los tres
sombreros de copa que estaban por el suelo y comienza a hacer malabarismos.
Al caer el telón de forma tan gloriosa, la sensación agridulce permanece
en el lector-espectador. Más que una pieza de enredo, más que teatro del
absurdo, más que análisis o disección del orden burgués. Hay algo más en la obra.
El desengaño de Paula forma parte de un engranaje en donde todos los personajes
se engañan unos a otros. Como en la vida misma. Por eso, bajo la chispeante,
luminosa y radiante imagen de Tres
sombreros de copa se esconde la idea ciertamente triste de que la vida es
un engaño. Telón.
miércoles, 30 de abril de 2014
La sonrisa del ahorcado
Ya estaba bien
avanzada la década de los ochenta del siglo pasado cuando tuve la fortuna de
conocer a Pedro López Martínez, un joven culto, lector voraz y poeta incipiente
de Moratalla, un pueblo situado en los confines de la región murciana. Dedicado
plenamente a la lectura y la escritura, por aquel entonces López Martínez
avanzaba viento en popa en sus estudios de filología, mientras yo terminaba mis
estudios de historia antigua y empezaba a probar en el mundo del cine
escribiendo guiones que no llegarían a ninguna parte. Recuerdo vivamente
todavía hoy los cuadernillos donde el escritor de Moratalla recogía con
particular obsesión las citas más ingeniosas y extraordinarias de los
escritores de otras épocas. López Martínez tenía ya por aquel entonces el aire
de un hombre minucioso, riguroso, detallista en su trabajo. Todo ello,
evidentemente, se ha trasladado con el paso del tiempo a sus libros. El
transcurrir de los años me permitió leer algunos de sus poemarios, que él
atentamente me regaló y que yo, celosamente, guardo en mi biblioteca (Imágenes de archivo; Necedarius, viceversas, etc.).
Interesado desde siempre por la literatura erótica española, López Martínez
trabajó muchos años sobre este tema, que fue el objetivo de su tesis doctoral.
Recuerdo también que, durante la década de los noventa, si por casualidad nos
veíamos alguna vez no faltaba una conversación en la que se mezclaban de forma
inverosímil su pasión por la literatura erótica y mi interés por Platón, tema
de mi tesis.
La sonrisa del
ahorcado (Círculo Rojo, 2013). Ya antes de empezar la lectura me imagino
que voy a transitar por caminos pocos trillados. El afán de López Martínez por
buscar nuevas formas de expresión narrativa, por jugar con un lector atento a
través de ejercicios literarios le delata desde las primeras páginas. La
pregunta que me planteo desde un principio es si el tono de los cuentos va a
ser siempre el mismo o si voy a observar una evolución en el estilo del autor
en una colección que abarca nada menos que veinticinco años. Al finalizar la
lectura del libro constato que, aunque hay una serie de temas que se repiten y
obsesionan al escritor, se puede apreciar en el tono de los cuentos, que no sé
si realmente guardan una secuencia cronológica, una constante búsqueda de
estilo. Es como si López Martínez, imbuido de la herencia de la tradición
castellana, tratase en algunos cuentos de remedar el gran estilo de nuestros
clásicos, mientras que al mismo tiempo en otros relatos diese la impresión de
caminar hacia un lenguaje más sencillo, más desnudo y menos retórico o
afectado.
Han pasado los años y nuestros caminos se han cruzado otra vez. Mientras yo entrego a López Martínez mis últimos libros, el escritor de Moratalla me ofrece su primer trabajo publicado en narrativa de ficción. Se trata de una colección de cuentos que abarca desde 1987 (más o menos la época en que nos conocimos) a 2012 y que responde al sugerente título de
Han pasado los años y nuestros caminos se han cruzado otra vez. Mientras yo entrego a López Martínez mis últimos libros, el escritor de Moratalla me ofrece su primer trabajo publicado en narrativa de ficción. Se trata de una colección de cuentos que abarca desde 1987 (más o menos la época en que nos conocimos) a 2012 y que responde al sugerente título de
Lo que no cabe duda es que López
Martínez emplea toda una serie de recursos literarios para mantener en vilo al
lector. Los artificios que despliega en los cuentos son numerosos, desde el
monólogo interior hasta los cambios de punto de vista dentro de la narración.
El autor convierte la literatura en una suerte de diálogo, de juego, entre el
lector y el narrador, de tal modo que ciertos cuentos se asemejan a un artificio o engaño. Asistimos, así pues, a ciertas piruetas en el transcurso de
los relatos, giros imprevistos, sorpresivos finales. Casi como una premonición
y quizá con cierta ironía, en “Cartas al director” leemos que aquello que
escribe un incipiente escritor son “irregulares ejercicios de estilo”.
¿Acaso está hablando el autor de sí mismo? No creo equivocarme, en todo caso,
si afirmo que uno de los grandes logros de La
sonrisa del ahorcado es la sutileza con que López Martínez mezcla
literatura y vida, autobiografía y ficción. Da la sensación de que el autor ha
creado un tipo de personaje que se repite en muchos relatos, un individuo que
camina por las calles de la ciudad divagando con sus pensamientos, quizá
precisamente en búsqueda de una historia que contar, como ocurre en “Esa hora
imprecisa”, en “Tentativas” o en “Mejor así”. Es un ejercicio propio de la
modernidad, ante la incapacidad para contar historias al estilo tradicional,
que obliga a transitar por nuevos caminos. El autor busca historias en la
observación de la realidad cotidiana, basándose a veces en pequeñas anécdotas
unidas por el azar (un matrimonio, un asesinato, un accidente, el lanzamiento
de un penalti…), lo que resulta bastante evidente en el bloque de cuentos que
titula “Casualidades de la vida”, encabezado por un párrafo que luego repite en
“Instante” y en el que se lee algo así como que el destino “manda y de mandarín
ejerce”. En este entramado de cuentos llenos de veladas referencias
personales, que parecen muy cercanos y narran acontecimientos contemporáneos,
llama la atención la presencia de varios relatos (en el inicio de la
colección), concretamente “Monólogo en seis tiempos”, “El giro inverosímil” y
“El último tren”, que se sitúan en el pasado, seguramente en época franquista,
y que presentan ciertas similitudes tales como el primitivismo de la historia,
las repeticiones estilísticas, el tedio y el aburrimiento de la época, la
educación en el sacrificio y la resignación, y la idea de suicidio. En estos
cuentos a decir verdad se presenta la vida como una larga espera sin demasiado sentido.
La sonrisa del ahorcado. En ocasiones, el autor maneja unos
códigos que es necesario desentrañar, lo que obliga al lector a involucrarse en
el texto, como ocurre en la página en blanco que sucede a “La atracción de las
palomas”, que invita a la reflexión y excita la imaginación del público (si se
ha percatado del asunto), más aún cuando, más adelante, comprobamos que en un
cuento titulado “El curioso caso de la página en blanco” se repite en la
ficción lo mismo que ocurre en realidad en La
sonrisa del ahorcado, es decir, la desaparición de un cuento en la
colección, lo que, al mismo tiempo, permite al autor plantear el tema de la
imposibilidad de reproducir un texto que ha desaparecido, la incapacidad para
transmitir íntegra y fielmente la memoria pues “la literatura no es sólo
historia y contenido, sino que es, antes que ninguna otra cosa, la forma de contener
y de transmitir una historia”. No sorprende, por lo demás, que las
frecuentes reflexiones sobre la escritura que desgrana el autor en estos
cuentos sean una prolongación de una visión del mundo que privilegia la
literatura y el arte sobre la mercaduría de nuestros días. Por eso, al
finalizar estas líneas, me emociono al comprobar que nuestros caminos –el de
López Martínez y el mío- se han cruzado nuevamente gracias a la literatura,
gracias a La sonrisa del ahorcado.
Uno de los temas que recorre la obra de López Martínez es el problema de la identidad y la necesidad de la memoria. En “Aunque sé que es inútil” se habla de “la tragedia terrible de un hombre que no tiene recuerdos”. En “El arte y la vida”, por ejemplo, donde se funden el amor y la poesía entre dos jóvenes amantes, sólo la memoria permite al protagonista recrear la relación erótica. Pero el recuerdo del pasado no se trata en los cuentos con efectos nostálgicos y melancólicos. Yo diría que prevalece la ironía, como ocurre en cierta historia que narra el encuentro con antiguos compañeros de facultad una vez pasados los años. La obsesión por los recuerdos y la identidad personal conduce al autor a un pequeño discurso sobre la legitimidad de la memoria en “Dietario de Juan”, cómo posiblemente vamos construyendo el pasado a nuestra entera voluntad, creando un palimpsesto que a veces oscurece o tergiversa la supuesta realidad. Este discurso sobre la memoria individual es fundamental porque entronca con la esencia de la construcción literaria en los cuentos de López Martínez. Nos estamos refiriendo evidentemente a los límites de la ficción. En “La obra maestra”, por ejemplo, un escritor que está escribiendo una novela se enreda él mismo en la tragedia de sus personajes; y en “Porque hoy era jueves”, un profesor tiene un sueño y realmente no sabemos si permanece en la cama o está impartiendo clase en las aulas. De forma usual, por tanto, se difuminan las fronteras entre la realidad y la ficción en
Uno de los temas que recorre la obra de López Martínez es el problema de la identidad y la necesidad de la memoria. En “Aunque sé que es inútil” se habla de “la tragedia terrible de un hombre que no tiene recuerdos”. En “El arte y la vida”, por ejemplo, donde se funden el amor y la poesía entre dos jóvenes amantes, sólo la memoria permite al protagonista recrear la relación erótica. Pero el recuerdo del pasado no se trata en los cuentos con efectos nostálgicos y melancólicos. Yo diría que prevalece la ironía, como ocurre en cierta historia que narra el encuentro con antiguos compañeros de facultad una vez pasados los años. La obsesión por los recuerdos y la identidad personal conduce al autor a un pequeño discurso sobre la legitimidad de la memoria en “Dietario de Juan”, cómo posiblemente vamos construyendo el pasado a nuestra entera voluntad, creando un palimpsesto que a veces oscurece o tergiversa la supuesta realidad. Este discurso sobre la memoria individual es fundamental porque entronca con la esencia de la construcción literaria en los cuentos de López Martínez. Nos estamos refiriendo evidentemente a los límites de la ficción. En “La obra maestra”, por ejemplo, un escritor que está escribiendo una novela se enreda él mismo en la tragedia de sus personajes; y en “Porque hoy era jueves”, un profesor tiene un sueño y realmente no sabemos si permanece en la cama o está impartiendo clase en las aulas. De forma usual, por tanto, se difuminan las fronteras entre la realidad y la ficción en
lunes, 31 de marzo de 2014
Autobiográfica 2
He de confesar,
porque así lo creo, que la mayoría de lectores pasan las páginas de los libros
con demasiada ligereza. La sucesión de historias que encandila a estos
despistados lectores obstaculiza una correcta comprensión del texto e impide
percibir los errores que contienen a menudo casi todos los escritos. Y no me
refiero exclusivamente a cuestiones tipográficas o a la estructura de las
frases o al estilo. La verdad es que casi todos los escritores -incluso los buenos-
han cometido errores de trazo grueso en alguno de sus libros. Es misterioso
comprobar cómo en muchas ocasiones los autores, a pesar de realizar múltiples
revisiones de sus obras, no logran ver aquello que está ahí, a la vista, oculto
para el obnubilado escritor, la equivocación que quedará registrada en el papel
para siempre, precisamente colocada ahí para que cuando el autor descubra el
error sufra una decepción que le acompañará largo tiempo, quizá toda una vida.
Sin ir más lejos, mi primera novela,
Bajo el arco en ruina, presenta
ciertas confusiones cronológicas que afortunadamente han pasado desapercibidas,
gracias esencialmente a que casi nadie ha leído el libro. Quiero pensar que mis
más entrañables amigos, grandes lectores, han paseado con indulgencia sus ojos
por el texto y no se han percatado de estos pequeños errores de la novela. Del
público no quiero hablar porque no ha sabido ni creo que sepa jamás de la
existencia de este libro. Concebido hace más de diez años, entre la escritura
de varios guiones y después de abandonar en un cajón la obra de teatro Beatriz Cenci –rechazada por múltiples
editoriales-, Bajo el arco en ruina pretende
ser un texto sobre la búsqueda de la identidad. Un editor que padece
neurastenia crónica encuentra un viejo manuscrito en una caja de cartón
arrumbada en el apartamento que ha alquilado en una calle céntrica de Murcia.
Curioseando en el manuscrito, el editor se adentra en el pasado recuperando su
memoria y su identidad. Abandoné pronto este texto, titulado provisionalmente Manía y escrito a mano en una vieja
libreta, por falta de ideas para continuar el relato. Fue por aquel entonces
cuando empecé a escribir un cuento, Nemuel
y Selina, la historia de dos personajes que gracias al azar se van
encontrando a lo largo de los años en diferentes ciudades. El relato estaba
lleno de sugerencias, de secretos velados, de cosas que nunca se decían de
forma completa. Era como crear un gran tapiz de lana o seda en donde el cuadro
pintado permanecía incompleto. La historia tenía múltiples referencias
cronológicas que situaban cada uno de los momentos de la narración y estaba
plagada de notas literarias, artísticas y bíblicas, colocadas estratégicamente
en cada uno de los capítulos. En una libreta
anoté que Nemuel y Selina era un
cuento acabado el 19 de agosto de 2003. No sé en qué momento de aquella época
se me ocurrió que este relato podía encajar con lo que ya llevaba escrito con
el título de Manía. El caso es que,
pensando que mi obra de teatro, Beatriz
Cenci, no iba a tener salida por ningún lado, pensé en esos días ya lejanos
que podía transformar la dramaturgia de la historia de Beatriz en una suerte de
cuento que narra un anciano, en una plaza toledana, a un historiador curioso,
ávido de relatos y leyendas. El historiador encontraba en Toledo, por azar, la
tumba de Selina. Una historia aparentemente aislada empezaba a enlazarse con
otra. El 2 de abril de 2004 es la fecha que tengo anotada al final del cuento,
que titulé Rumor. Debo pensar que fue
a partir de ese instante cuando retomé la primera historia, Manía, aquella que había dejado
inacabada y que se iba a convertir en el tercer y último relato integrado en Bajo el arco en ruina. El tono
melancólico y poético de las dos primeras historias contrastaba, sobre todo,
con las primeras páginas de Manía,
que tenían un carácter más cercano, realista e irónico. Quise burlarme de mí
mismo e introduje algunas cosas que había escrito en mi juventud, con apenas
dieciséis o diecisiete años. Siempre consideré que eran tan malas que los posibles
lectores acabarían dándose cuenta de que esos textos no eran de la misma época.
Eran simplemente material de derribo que volvía a emplear antes de ser devorado
por las llamas. Este material formaba parte de una colección de escritos de
época estudiantil, que había titulado Pensamientos,
en honor a Pascal, y que finalmente irían a parar en su mayoría a la basura.
Seguramente, al tratar de encajar las fechas y los personajes de las tres
historias que componen Bajo el arco en
ruina fue cuando cometí varios deslices. No me percaté de ello hasta meses
más tarde de la publicación del libro en 2007, en la editorial Nuevos Autores. A finales de ese año le
pedí a la dibujante Consuelo Pastor que hiciese una ilustración para la portada
del libro, pues había quedado con mi editora de entonces, Elisabeth Bordes, en
ampliar la primera edición (muy reducida en ejemplares). Al realizar la
revisión del manuscrito de esta nueva edición fue cuando me di cuenta de los
errores cronológicos, que no había captado ni siquiera la editora. Aquella
mañana en que descubrí los defectos de la novela sufrí un disgusto casi sin
precedentes. Me consumía pensando que esos deslices permanecerían en el libro
para siempre. Por supuesto, la edición revisada de Bajo el arco en ruina, publicada finalmente en 2008, carece de esos
defectos cronológicos porque me encargué de suprimir una serie de fechas.
Ahora, pasado el tiempo, con una perspectiva más amplia del asunto,
concedo menos importancia a estas jugarretas del destino. Seguramente porque me
da todo exactamente igual. No me importan los críticos, ni los historiadores,
ni el público. Tan sólo algunos lectores. No experimento ningún placer con la
venta de mis libros. Si acaso me alegro por mi sufrido editor. No aspiro a
realizar ninguna obra de arte porque no soy artista ni aspiro a serlo. Quizá
sea un solipsista. Experimento el placer de escribir y escribo lo que me la
gana. No tengo que rendir cuentas a nadie. Y el día que llegue el final de
todo, que llegará, recordaré que Bajo el
arco en ruina es una novela que gustaba a mi madre. Y con eso sobra. Cuando
mi querida madre agonizaba en el hospital de un cáncer en el año 2008, recuerdo
que nos visitó mi tía, que venía desde Francia. El encuentro entre las dos
hermanas fue emocionante. Se abrazaron y acto seguido mi madre le preguntó: ¿A
qué te ha gustado la novela? Mi tía respondió afirmativamente. Yo no pude
aguantar más en la habitación y me salí al pasillo. Las lágrimas y el dolor me
consumían.
viernes, 28 de febrero de 2014
Heinrich Heine
La lectura
reciente de los Espíritus elementales
de Heinrich Heine en cuidada traducción de J. A. Molina para Ediciones
Irreverentes me ha traído de nuevo a la memoria la tragedia de la existencia
del gran poeta alemán. Me imagino a Heine en sus últimos años postrado en una
cama, ciego y afectado por una especie de parálisis, exiliado en París y
alejado de su patria. Ante semejante situación se remueve lo más profundo de mi
corazón mientras busco las palabras más adecuadas para mostrar mi admiración
por el poeta. Heine ha sido definido como romántico, antieclesiástico,
revolucionario e irónico en sucesivas ocasiones, pero ninguna de estas etiquetas,
ciertas a su manera tan sólo en determinadas ocasiones, sirve para mostrar lo
que el poeta verdaderamente es, algo que sólo está al alcance de unos pocos, un
espíritu libre.
En los Espíritus elementales, Heine presenta una amalgama de cuentos y
leyendas de tradición centroeuropea, especialmente germana, que conocía en
muchos casos desde su más tierna infancia gracias a la tradición oral. Heine
también se sirve en múltiples ocasiones de fuentes escritas que habían excitado
su imaginación, libros y autores que admiraba como es el caso de la gramática
alemana de Jacob Grimm, los estudios de Paracelso sobre los espíritus
elementales o los escritos de Johannes Pretorius. Heine tenía claro que todas
las historias y tradiciones que recopila en los Espíritus elementales atesoraban un gran valor histórico. No se
trataba exclusivamente de supersticiones populares tal como pretendían ciertos
sectores de la población y la cultura alemana sino el fruto de la gran
tradición germánica pagana anterior al cristianismo. Se puede pensar, por lo
tanto, que en una época de retroceso de la cultura popular, Heine trata de
colocar en el lugar histórico que se merece toda una maravillosa herencia que
estaba siendo socavada.
Contrario a cualquier tipo de
sistematización, en los Espíritus
elementales el poeta alemán recurre sin embargo a ordenar en categorías las
historias que trata de recordar y transmitir, de tal forma que se puede
observar cómo Heine inicia el libro con leyendas relacionadas con los espíritus
de la tierra (los enanos) y luego continúa con los espíritus del aire (elfos) y
los espíritus del agua (los nixos), para finalizar con una serie de tradiciones
que nos hablan del espíritu del fuego (el demonio o el Diablo). Aparecen, pues,
representados en estos cuentos los elementos principales del culto germánico, a
saber, las piedras, los árboles y los ríos. Las historias que cuenta Heine
están llenas de encanto, de belleza poética, de misterio, de bailes, de
seducción, de violencia y de muerte Algunas se repiten, se transforman, se
escriben en verso o en prosa. Son narraciones que muestran en cierta medida las
relaciones entre los humanos y los espíritus elementales. En este enjambre de
cuentos no faltan las doncellas cisne, las valquirias o las hilanderas,
personajes que presentan en la mitología germánica un cierto parentesco.
Conviene observar también que en la
narración de las historias Heine sigue un orden lógico que nos recuerda la
sabiduría tradicional antigua. Cada relato que expone el poeta viene precedido
de una idea sobre la cual gira luego la historia y, una vez terminada la
narración, Heine suele hacer una especie de valoración personal o comentario a
propósito del relato. El poeta de este modo enlaza con la prisca sapientia ya
que lo pretende en cada leyenda es argumentar, ejemplificar una idea. Se vale
de las tradiciones germánicas para mostrar acaso su visión del mundo. Por ello
cada relato se suele cerrar con un pequeño apunte del poeta, siempre rebosante
de ironía. Son, en este sentido muy frecuentes, los sarcasmos que afectan a la
actitud de la iglesia, a las mujeres o los jóvenes que erróneamente se
consideran espíritus libres. Se trata en todo caso de una sutileza que no
resulta hiriente y que provoca la sonrisa del lector.
En los Espíritus elementales asoma también con perfecta claridad una
cierta añoranza de los tiempos antiguos, primitivos, una época más ingenua en
donde los hombres estaban más cerca de los dioses y de la verdad, es decir, la
época de los orígenes, lo cual entronca con el sentimiento poético que embarga
el alma de Heine, con la visión de un mundo ancestral en contacto con la
naturaleza, un sentimiento y una visión que, más allá de cualquier
consideración religiosa, le hacen suspirar por la búsqueda de la felicidad, que
tan sólo encuentra en el mito y la poesía. No es casualidad, pues, que este
delicioso libro concluya con algunas historias alejadas de los espíritus
elementales y centradas en la figura mitológica de Barbarroja. A través del
mito de un personaje que vive en una cueva rodeado de armas, esperando el
momento de salir al exterior y actuar con sus fuerzas en busca de la
regeneración del mundo, Heine anhela la llegada de un reino de luz y alegría.
Por eso el libro se cierra con estas historias, porque provocan en el poeta
“una sagrada nostalgia y una misteriosa esperanza”. El grito aterrador
que Heine lanza en el interior de la cueva donde vaga el espíritu de Barbarroja
es una metáfora de la vida del poeta y, sin duda, es el mismo grito que debía
proferir en el final de su vida, mientras ciego e inmóvil vegetaba en una cama,
aislado en París. El corazón ardía en su pecho y las lágrimas corrían por sus
mejillas. Seguramente, en esos instantes de dulzura poética, Heine se abrazaba
al mundo.
jueves, 30 de enero de 2014
Platónica 5
A finales de la década de los
ochenta del siglo pasado, una vez finalizados mis estudios de historia antigua,
recuerdo que mi maestro –ahora ya jubilado- A. G. Blanco, me recomendó la
lectura de un ensayo que me iba a venir muy bien, según solía decir él, para la
realización de mi tesis sobre Platón. El libro en cuestión se había publicado
en el año 1981 en París y se titulaba L'invention de la mythologie. El
autor era uno de los grandes renovadores de los estudios helenos en Francia, a
saber, Marcel Detienne. La edición que cayó en ese momento en mis manos era la
traducción castellana que había preparado Ediciones Península en 1985. Como el
libro me impactó bastante, estuve indagando en la génesis de la obra y fue
entonces cuando leí un artículo esclarecedor del año 1982, escrito por el sabio
Arnaldo Momigliano sobre el libro de Detienne. En ese mismo año, también en
París, Luc Brisson había publicado un ensayo –hoy ciertamente famoso y
reputado- titulado Platon, les mots et les mythes. La publicación de
ambos libros en tan corto espacio de tiempo no era fruto de la casualidad. Al
parecer, ambos autores, Detienne y Brisson, habían trabajado conjuntamente en
un proyecto que tenía como objetivo el estudio del vocablo “mito” en Platón. La
diferencia de conclusiones había dado lugar finalmente a la publicación de dos
libros distintos. Esta diferencia, además, suponía según Momigliano una especie
de “ruptura” dentro de la “escuela” de J. P. Vernant.
Con una extraordinaria amplitud
de miras, el libro de Detienne parte de un análisis de las diversas
interpretaciones modernas de la mitología griega para luego descubrir el origen
mismo de dichas interpretaciones en las diatribas de los hombres “piadosos y
reflexivos” de la antigua Grecia, es decir, los filósofos. En el origen de esta
interpretación de la mitología, Detienne descubre el inicio de un proceso que
conduce de una sociedad fundada sobre la memoria y la tradición oral a una
sociedad fundada sobre la escritura, a una cultura del libro. El arco que traza
Detienne en su estudio va acertadamente de Jenófanes a Platón. El filósofo
ateniense representa el final del trayecto. El proyecto de Detienne incluye,
además, una historia de la palabra mythos desde finales del siglo VI a.
C hasta Platón, en cuya obra se produce la invención del vocablo mitología.
M. Detienne explica su proyecto del siguiente modo: “Es indispensable otra
historia, historia del interior, seguramente griega, así como lo es la palabra
“mito” que en la cronología precede a “mitología”, más amplia, pero no menos
insólita. Historia decididamente genealógica en que el análisis semántico sólo
es el camino más seguro para desarmar la trampa de una transparencia inmediata,
de un conocimiento intuitivo que reconcilia a unos y otros alrededor de la
evidencia de que un mito es un mito.
Ahora bien, el análisis
semántico lleva a Detienne a un terreno resbaladizo: el mito se convierte en un
género inhallable, en un “significante disponible”. El mito pierde su
entidad como relato. Detienne habla de “ilusión mítica” para explicar el
sentido en que los intérpretes modernos de la mitología hablan del mito como
algo concreto, real y evidente. Por el contrario, piensa que el mito se
disuelve en múltiples formas que van desde el refrán y el proverbio hasta la
genealogía y la epopeya. “Los refranes - afirma Detienne - forman parte de los mitos
y el legislador los convoca en Las Leyes con ocasión de diferentes
reglamentos”. El mito se diluye en la mitología, concepto más amplio
que recoge en Platón todas las múltiples voces en que se expresa la tradición.
“La mitología, habitada por el mythos - sigue Detienne -, es un
territorio abierto en donde todo lo que se dice en los diferentes registros de
la palabra se encuentra a merced de la repetición que transmuta en memorable lo
que ha seleccionado”. A través de Platón, Detienne llega a una
identificación entre mitología y tradición.
A decir verdad, las conclusiones
de M. Detienne ya están esbozadas como hipótesis en el inicio de su libro: “Una
arqueología del “mito” invitaba a concluir que la mitología existe sin ninguna
duda al menos desde que Platón la inventa a su manera; pero sin que por ello
disponga de un territorio autónomo ni designe una forma de pensamiento
universal cuya esencia pura espera a su filósofo. Otras hipótesis son las de
que el “mito” es un género inhallable, tanto en Grecia como en otros sitios;
que la ciencia de los mitos de Cassirer y de Levi-Strauss es impotente para
definir su “objeto”, y ello por buenas razones”. Detienne condena el
mito, pues, a una especie de disolución y salva una cierta idea de la mitología
siguiendo el modelo elaborado por Platón. La mitología, tal como la “inventa”
Platón, se presenta como un espacio en el cual confluyen todas las producciones
memoriales de la tradición: proverbios, teogonías, fábulas, genealogías y
arqueologías. Detienne ve con claridad la relación existente entre mitología y
“arqueología”. El discurso sobre los tiempos antiguos iniciado por los logógrafos
se le antoja fundamental para entender la mitología y la tradición: “Y en esta
actividad logográfica, entrelazando el mythos y el logos, el
escribir y el contar, es donde se muestra con mayor nitidez la naturaleza
gráfica de lo que en época de Platón se llamará “mitología”. La
actividad de los logógrafos, a mitad de camino entre la oralidad y la
escritura, representa interpretar y reescribir la tradición. Yendo más lejos
todavía, quizá el gran acierto de Detienne sea incidir en la importancia que
posee el rumor, aquello que los griegos llaman pheme, como componente
fundamental de la tradición. Pheme es el elemento que debe conceder
unidad a los ciudadanos. De ahí el papel tan importante que juega este vocablo
en las Leyes de Platón. La repetición de un rumor conduce directamente
al establecimiento de un “mito”.
Leyendo las páginas de L'invention
de la mythologie se tiene la impresión de que Marcel Detienne ha tenido en
cuenta los estudios de E. A. Havelock, particularmente su Preface to Plato, pero mientras Havelock relaciona tradición y paideia,
Detienne habla de tradición y mitología, entiende
que el concepto de tradición es más amplio que el de paideia y así lo
hace ver: “La paideía, la cultura de la educación, aquella cuya
transmisión es consciente y voluntaria, es objeto de reglamentación en la República en
tanto que indispensable para los guardianes de la ciudad. Y sus normas, sus
saberes jerarquizados, su programa estricto, se refieren a un sistema escolar
experimentado”. En cambio, la tradición es más amplia que la casa del
pedagogo y acoge numerosas voces extrañas al libro y a la escritura: “La paideía
sólo está en los libros, y la mitología no está encerrada en un Homero del que
bastaría con borrar (exaleîphein) los versos censurados. Así como el
aire en torno, lo cultural se halla por doquier: en la canción de una anciana,
en la canción infantil, en los rumores que circulan. Y si la cultura, como la
tradición, se modela transmitiéndose por el oído y por la vista, los murmullos
de un anciano tienen tanta importancia como las genealogías de un Hesíodo”. La idea de Detienne es bastante clara: ampliar el campo de la tradición y
advertir nuevos elementos en la mitología tal como son concebidos en el Timeo
y en el Critias, y sobre todo en las Leyes. No olvidemos,
por lo demás, que las Leyes, tal
como afirman los ancianos, constituyen en sí mismas una vasta mitología. Si en la República la
mitología es estudiada desde el punto de vista de la rectitud moral, en las Leyes
la cuestión apunta hacia la comunidad de pensamiento, hacia la memoria común,
hacia el saber compartido. Detienne diluye la idea de “mito” en una concepción
más vasta de tradición y mitología.
martes, 31 de diciembre de 2013
Jorge Luis Borges
El último libro
de cuentos de Borges, La memoria de
Shakespeare, se compone de cuatro relatos que ilustran de forma admirable
las principales obsesiones del maestro argentino. Publicado en 1983, tres años
antes de la muerte de Borges, el poeta parece deleitarse en sus amores más
queridos, en esa combinación de poesía y sabiduría secreta que se traduce en
dos hombres tan distinguidos y dispares como son Shakespeare y Paracelso, que a
la sazón dan nombre a dos de los cuentos. Borges siempre ha tenido en mente la
posibilidad de ser otro, siempre ha soñado con ser otro sin dejar de ser él
mismo, sin perder su identidad, su memoria. El tema del doble ha ocupado por
entero su vida, su literatura y sus sueños.
En el cuento titulado “Veinticinco de agosto, 1983” , Borges se presenta a
sí mismo inmerso en una especie de sueño en el que se ve como un anciano a
punto de morir. Borges habla con Borges en una suerte de diálogo profético en
el que el autor repasa su propia obra y los temas principales de su literatura
al tiempo que se hace eco de la imposibilidad de haber escrito un gran libro,
ese texto proyectado con el que ha soñado durante tanto tiempo. Es como si
Borges estuviese dialogando consigo mismo, señalando los límites de su
escritura, haciendo balance en el declinar de su vida. Este cuento fantástico
sobre la identidad personal da paso en la colección a un relato simbólico,
metafórico, brillante. Es una historia llena de misterio y sabiduría. Se titula,
de forma enigmática, “Tigres azules”. Un profesor, escocés para más señas, que
se ha trasladado al Punjab y enseña lógica en la universidad de Lahore, decide
instalarse en una primitiva aldea del Ganges porque ha oído hablar de la
existencia de tigres azules. El profesor sueña con esos animales desde mucho
tiempo atrás. A la hora de la verdad resulta que lo que los indios denominan
tigres azules son en realidad pequeñas piedras en forma de discos, que refulgen
en la oscuridad y que, de forma asombrosa, se multiplican. Son piedras que
engendran. El profesor ha encontrado estas maravillas en la cima que está más
allá de la aldea, un lugar sagrado para los indios. Con este acto, el profesor
ha profanado la cumbre, el mágico recinto, movido por la curiosidad, por su
afán de saber, pero a causa de ello puede sufrir el castigo de los dioses, la
locura o la ceguera. ¿Es que acaso, pues, el camino que conduce a la sabiduría
choca con la voluntad de los dioses? El
profesor de “Tigres azules” camina sin remisión hacia la locura, hacia lo
irracional. Las piedras que se multiplican acaban con la cordura, con el orden,
representan un ataque frontal a las matemáticas. Esta posibilidad de caos,
desorden y locura conturba la mente del profesor y no es de extrañar que acuda
a una mezquita para pedir ayuda y desprenderse de las piedras, de los tigres
azules. De este modo se imponen la cordura, los hábitos, el mundo.
En “La rosa de Paracelso”, el sabio renacentista pide a Dios que le envíe
un discípulo a quien transmitir sus enseñanzas, la sabiduría secreta que
atesora. Alquimista, médico y astrólogo, Paracelso exige de su discípulo una
inquebrantable fe, tal como reza la autoridad de la tradición. El sabio recibe
en su taller a un muchacho que quiere seguir el camino del maestro, está
dispuesto a todo pero a cambio desea una prueba fehaciente del poder de
Paracelso, ansía ver un prodigio, quiere que una rosa convertida en cenizas
vuelva a cobrar vida. La resurrección de la rosa se produce cuando el supuesto
discípulo abandona desengañado la casa del maestro. La falta de fe le
incapacita para captar el poder de la palabra, el misterio de la sabiduría
antigua transmitido a través de los tiempos.
Según Thomas De Quincey, tal como nos recuerda Borges, el cerebro del
hombre es un palimpsesto en el que se van solapando escrituras y recuerdos que
la memoria va exhumando progresivamente en función de determinados estímulos.
En el cuento que cierra el libro de Borges y que da título al volumen, un
especialista en Shakespeare recibe la memoria del bardo de manos de otro
consumado erudito. Se trata de una suerte de transmisión que se expande por la
conciencia y se apodera lentamente del individuo que recibe tal herencia. A
partir de ese momento, el protagonista de la historia, Hermann Soergel, entra
en las cavernas de la memoria de Shakespeare, se convierte, en cierta medida,
en heredero del poeta. Preparado para tal milagro gracias a años de
investigación y soledad, Soergel experimenta también una transformación gradual
de sus sueños. Pero la asimilación de la memoria del bardo ejerce tan gran
influencia y poder sobre la conciencia que amenaza la identidad personal del
protagonista. Hermann Soergel se sume en un estado en el que se confunden de
forma inextricable su memoria con la memoria del otro, el bardo. Llevar la vida
de otro a cuestas conduce irremediablemente, tal como nos enseñó Stevenson, al
territorio del caos, el desorden y la locura. Para evitar perder la razón,
Herman Soergel entrega finalmente la memoria de Shakespeare a otro erudito. Es
un acto que le permite volver al orden, a las trivialidades eruditas de la vida
cotidiana, al mundo de los hombres. Perseverando en la necesidad de ser él
mismo ha dejado de ser otro.
sábado, 30 de noviembre de 2013
Henry Beyle, Stendhal
En 1995 se
publica en la editorial italiana La Vita
Felice un manuscrito de Stendhal descubierto por el erudito Carlo Vivari, quien se encarga de verter el original francés a la
lengua italiana y, al mismo tiempo, pone título al texto eligiendo para ello un
verso de Miguel Ángel que cita Stendhal: Chi
mi difenderà dal tuo bel volto? (o sea, ¿Quién me defenderá de tu bello
rostro?). El manuscrito en cuestión se compone de unas pocas páginas que son el
inicio seguramente de una novela corta que Stendhal estaba proyectando y que
nunca concluyó, aunque dejó escrito un plan del desarrollo de la historia. Para
los stendhalianos (entre los que me incluyo), esa denominada minoría feliz, y
para los amantes de la literatura en general, la publicación del texto es un
acontecimiento literario de primera magnitud, una primicia, pese a que sea una
obra inconclusa. En 2007, con una amplitud de miras digna de elogio, la
editorial Pre-Textos decide publicar la obra en castellano, con una
introducción erudita del profesor y poeta González-Iglesias y un epílogo,
continuación de la historia, firmado por el también poeta Luis Antonio de
Villena. En la traducción se acuerda finalmente (de forma discutible) aceptar
el título siguiente: ¿Quién me defenderá
de tu belleza?
La nouvelle sugerida y
proyectada por Stendhal nos acerca a un tema muy querido por el autor francés:
el concepto de belleza expresado a través del amor, en este caso el
homoerotismo que exalta el aspecto espiritual de las relaciones entre los
hombres y que se remonta a la cultura griega. Efectivamente, si no se conoce la
tradición ateniense, si no se comprende el tema tal como lo planteó Platón y lo
recogió Marsilio Ficino en el Renacimiento, no se llegará a captar la esencia
de las Rimas de Miguel Ángel y, por
supuesto, el sentido de la historia que pretende contar Stendhal. De hecho, los
poemas de Miguel Ángel juegan un papel fundamental en el entramado de la
narración y en el arranque del relato. En 1832, Stendhal habita en el Palazzo
Cavalieri, el lugar en el que trescientos años antes se había producido el
primer encuentro entre Miguel Ángel y el joven Tommaso de Cavalieri. Este azar
espacial y temporal exalta la imaginación de Stendhal y sirve como punto de
partida de la historia. Con cierto tono autobiográfico, el relato se inicia con
una escena de tono casi costumbrista entre el escritor y su criada Gina,
artificio que sirve a modo de introducción y que permite enlazar con el pasado
y con las Rimas de Miguel Ángel. El
resto de la narración se resuelve con una conversación llena de inseguridades y
tanteos entre el artista y Tommaso de Cavalieri.
La visión de la belleza del joven caballero seduce completamente al
maestro, que, desde el primer momento, se siente enamorado. La belleza entra
por los ojos. Las miradas entre maestro y discípulo se cruzan, se encuentran.
Quizá Stendhal haya experimentado en esta época, ya entrando en la vejez, las
mismas sensaciones que pudo sentir Miguel Ángel en 1532. Quizá, pues, el
escritor francés se haya identificado con el genio italiano y haya querido
contar una historia de amor entre una persona que entra en la ancianidad y un
joven. Hasta dónde quería llegar Stendhal al recrear la relación entre Miguel
Ángel y Tommaso es algo que tan sólo podemos intuir, a pesar de que en el
epílogo Luis Antonio de Villena nos recuerda que el artista tuvo relaciones
corporales con otros hombres y cita a propósito la escena de palestra griega
que se sugiere en el fondo de La sagrada
familia de Miguel Ángel. Si nos ceñimos al plan proyectado por Stendhal, la
relación entre el artista y el joven Cavalieri debía ser la misma que la que se
establece entre un maestro y un discípulo, tal como en la antigüedad griega se
relacionaban los ancianos filósofos con los jóvenes ansiosos de aprender, los kaloikagathoi. No es de extrañar que
Stendhal hable de “amor platónico” (amour platonique) y “furor intelectual”
(fureur intellectuelle), las dos piedras angulares sobre las que gira la
relación entre los amantes. Miguel Ángel vive encerrado en sí mismo, como un
eremita, obsesionado con su trabajo, con la belleza y con el cuerpo humano, y
la figura de Tommaso de Cavalieri se presenta de repente como la viva imagen de
todos sus anhelos artísticos.
En el plan que cierra el texto,
Stendhal nos dice que toda la obra de Miguel Ángel “nos habla de la castidad
del alma”. Quizá en estas palabras se pueda encontrar la clave de la
historia de esta nouvelle inacabada.
Nunca lo sabremos.
martes, 29 de octubre de 2013
Platónica 4
Los estudios sobre la naturaleza
oral de la cultura griega se han multiplicado a partir de la segunda mitad del
siglo XX. Ha sido un lugar común en la investigación la tendencia a identificar
la tradición con la experiencia poética y con lo que algunos denominan como
“mentalidad homérica”. La palabra mentalidad en concreto es fundamental
para entender todo el proceso. La tradición, viva expresión de la oralidad, se
convierte a la luz de algunos autores en una cuestión de mentalidad que se
expresa mediante el lenguaje. Al mismo tiempo, curiosamente, en esta época se
produce también un importante punto de inflexión en la interpretación
platónica. Dos temas se desarrollan con gran intensidad: la relación de Platón
con el carácter oral de la cultura griega, y la enseñanza platónica en el marco
de la Academia ,
al margen de la doctrina escrita en los diálogos.
La obra pionera en muchos
sentidos es Preface to Plato,
de E. A. Havelock (publicada en 1963 y felizmente traducida al
castellano con el título de Prefacio a
Platón, Visor, Madrid, 1994). El análisis de Havelock tiene como objetivo
demostrar que los resultados de la alfabetización en Grecia a partir del siglo
VIII a. C. son tan sólo parciales, y que la cultura griega sigue siendo
esencialmente de naturaleza oral hasta prácticamente la época de Platón. En
términos estrictos, trata de examinar el paso de una mentalidad primitiva (que
él denomina homérica) a la que él identifica como platónica. Havelock parte de
la idea siguiente: la mentalidad (a saber, los procesos mentales) se puede
analizar en el vocabulario, en la terminología. Hay que estudiar por tanto los
mecanismos del lenguaje. En este sentido, Havelock expresa un a priori bastante
significativo en el prólogo de su obra: “Cabe suponer que la idea no se posee
mientras no aparece la palabra a ella ajustada; y la palabra, para ajustarse,
ha de emplearse en un contexto adecuado”. A este tipo de planteamiento
lo denomina genético-histórico.
Ahora bien, ¿cómo explicar el
cambio de mentalidad, el paso de lo oral a lo escrito, de lo concreto a lo
abstracto que se produce en Grecia entre el último cuarto del siglo V y la
mitad del siglo IV a. C.? El punto de partida de la obra de Havelock es que la
revolución literaria, ya que así la denomina, tiene su “heraldo y profeta”, Platón, y que, siguiendo el testimonio de los oradores, se podría
demostrar que los griegos cultivados a mediados del siglo IV habían pasado a
formar una comunidad de lectores. En este sentido, la principal prueba que
Havelock encuentra de la importancia de la mentalidad homérica y de la
tradición oral todavía en época de Platón es precisamente el ataque que realiza
el filósofo griego contra la poesía en la República , ataque que, según Havelock, hay
que entender en su justa medida: la crítica de Platón contra la poesía parece
centrarse en aquello que la experiencia poética representa, es decir, una
cultura basada todavía en la memoria y en la preservación de la palabra de
forma oral. En palabras de Havelock, “lo que se está juzgando es la tradición
griega y su sistema educativo”.
El investigador británico se plantea la cuestión
en los siguientes términos: la episteme platónica se dispone a sustituir
a la doxa y a la mímesis. Estas dos palabras, doxa y mímesis,
son aquéllas que Platón ha encontrado en la tradición para definir la poesía y
la mentalidad primitiva griega. Precisamente esta mentalidad “homérica” o
“poética”, o “condición oral” de la mente, es la verdadera enemiga de Platón y
constituye el principal obstáculo al racionalismo científico. En esta
formidable lucha que el filósofo griego inicia contra los poetas, Havelock
observa, en definitiva, la emergencia y configuración de un nuevo tipo de
mentalidad, que identifica claramente con la revolución literaria y alfabética
que se estaba produciendo en Grecia. “Lo que nos interesa”, advierte Havelock,
“es la búsqueda platónica de una mentalidad y de un lenguaje no homéricos”. Desde este punto de vista el autor encuentra que hacia el último cuarto
del siglo V a. C se está produciendo un cambio en el sentido de las palabras,
que cataloga como un auténtico descubrimiento. Se trata de la actividad
del pensamiento puro, que da paso a un nuevo tipo de mentalidad. La República de
Platón se convierte de este modo, según Havelock, en el exponente claro del
choque entre una nueva mentalidad emergente y una mentalidad primitiva basada
en la tradición oral.
La importancia del libro de
Havelock radica en el hecho de que nos ayuda a comprender que la cultura griega
sigue siendo esencialmente oral todavía en época de Platón, o que, al menos, en
esos momentos se estaba planteando en el seno de la sociedad ateniense un
importante debate entre cultura escrita y cultura oral, del cual se hace eco la
obra platónica. Havelock nos presenta la tradición como un conjunto de normas y
costumbres, nomoi y ethe,
que se conservan gracias a la memoria viva. La tradición, la palabra preservada
de forma oral, se transmite gracias a un lenguaje poético, rítmico, que
conforma un “discurso” de sucesos plurales y visibles. También acierta Havelock
al señalar que en la mente de Platón la situación sintáctica siempre tiene
prioridad sobre la metafísica. Este planteamiento permite situar los conceptos
y las ideas en el plano lingüístico antes que en el metafísico.
No obstante, la obra pionera de
Havelock plantea dudas. El propio autor, con el paso del tiempo, en posteriores
trabajos ha matizado algunas cuestiones. El investigador británico, por
ejemplo, tiende a identificar poesía y tradición, quedando de este modo
reducida la tradición a Homero y los poetas, a una serie de normas y costumbres
que se conservan a través de la poesía. Havelock, pues, descubre el tema, pero
lo acota y lo encierra. Del mismo modo, la utilización del concepto enciclopedia
refiriéndose a la función didáctica de la poesía, y más concretamente a Homero
(“enciclopedia homérica” o “enciclopedia tribal”) resulta más bien
contradictorio pues es un término que hace referencia a una cultura escrita,
cuando Homero y los poetas son para Havelock la expresión de una cultura oral.
Es frecuente, por lo demás, que
Havelock hable en términos de revolución alfabética en época de Platón.
Quizá de forma no muy adecuada tiende a identificar la revolución conceptual
que representa la obra platónica con la revolución alfabética que tiene lugar
en Grecia. Havelock piensa que el lenguaje platónico es una muestra clara de la
revolución cultural griega que, rápidamente, identifica con la que él considera
“revolución literaria”. Tengo mis dudas sobre el hecho de que se pueda hablar
de una auténtica revolución. Más bien veo el proceso como un cambio
gradual de la cultura griega, un cambio tan sutil, que resulta casi
imperceptible. Es precisamente este hecho el que causa grandes problemas a los
investigadores al tratar el problema del carácter oral o escrito de la cultura
griega.
En su afán por relacionar la
revolución cultural y literaria griega con la obra platónica, E. Havelock llega
incluso a considerar que la denominada teoría de la Formas es una expresión
clara del carácter revolucionario platónico. Sus palabras no dejan lugar a
dudas: “Dentro de la historia del pensamiento griego, la nueva doctrina apuesta
por la interrupción de la continuidad: el suyo es un comportamiento
típicamente revolucionario. Quienes llevan a cabo las revoluciones son, en
su tiempo y para sus contemporáneos, profetas de lo nuevo, nunca reformadores
de lo antiguo”. He situado en cursiva precisamente los dos aspectos
fundamentales sobre los que incide el texto: la interrupción de la continuidad
y el comportamiento revolucionario. Havelock presenta a Platón como un profeta,
no como un reformador, pues la revolución conceptual que representa su obra
significa una ruptura de la tradición.
En
términos generales, Havelock habla de una oposición sistemática entre
mentalidad homérica y mentalidad platónica, entre poesía y filosofía, lo que
convierte a la poesía en la verdadera enemiga de Platón. Este enfoque presenta una
contradicción de fondo bastante clara: si la crítica de Platón contra la poesía
(crítica que bajo mi punto de vista no es tal como la presenta Havelock) es un
ataque a la mentalidad homérica, a una cultura basada en la memoria y en la
tradición oral, ¿qué sentido tiene la defensa de la memoria y de los
métodos orales que hace Platón en el Fedro y en otros pasajes de su
obra? La pregunta que uno se puede plantear, entonces, es cómo Platón puede
estar defendiendo la importancia de la memoria dentro de la cultura griega, y
al mismo tiempo realizar un ataque tan radical a la poesía, que representa la
cultura oral. La cuestión, como se advierte, no es tan clara como la presenta
Havelock, para quien “Platón parece apuntar a la destrucción de la poesía como
tal, excluyéndola en cuanto vehículo de comunicación”. Y es que el
autor británico tiende a situar a Platón, erróneamente, frente a la tradición,
y nos presenta la supuesta revolución general de la cultura griega como un
hecho “que hizo inevitable el platonismo”. Y añade: “Mantengamos, pues, la
vista fija en los 'filósofos' y en la 'filosofía' como bandera de la revolución
-aunque apresurándonos a traducirla por 'intelectualismo'-”. Si nos
fijamos con atención, Havelock habla del platonismo (me refiero aquí a Platón,
no al platonismo posterior) como una necesidad histórica inevitable, que
casi debe más a las circunstancias sociales o históricas, que a las propias
personales del autor. El investigador británico da la impresión de situar sus
propias concepciones sociológicas por encima de las del autor.
A
todo esto, esa consideración “intelectualista” del platonismo que nos ofrece
Havelock no es más que un a priori modernista. “Intelectualismo” es una
palabra que define inadecuadamente el platonismo. Del mismo modo se podría
hablar de tradicionalismo para definir la obra platónica. Ahora bien, la
forma en que intelectualismo y tradicionalismo se mezclan en los escritos
platónicos se le escapa a Havelock o, al menos, permanece fuera de sus intereses.
Además, las pruebas de dicho intelectualismo del que nos habla el autor
británico se remiten casi exclusivamente a ejemplos tomados de la República , como
si en dicha obra Platón nos diese una versión definitiva de sí mismo. Por otra
parte, Havelock es consciente en todo caso de que el cambio dentro de la
cultura griega, la sustitución de la memorización por el intelecto tiene lugar
“dentro de una minoría cultivada”. La pregunta, pues, que se impone
como consideración preliminar es hasta qué punto es lícito pensar que se
produce un cambio de mentalidad dentro del mundo griego si la cultura
escrita y la lectura se imponen tan sólo “dentro de una minoría”. ¿No se podría
decir siguiendo otro enfoque que en el siglo V y IV a. C se están agrandando
las distancias, al menos en la sociedad ateniense, entre cultura ilustrada y
cultura popular? Yendo más lejos, al hilo de estas consideraciones que suscita
el trabajo de Havelock, frente a aquellos autores que suelen oponer la
filosofía platónica a la poesía homérica y griega en general, la episteme
a la mímesis y la doxa, frente a aquellos autores que oponen la
mentalidad platónica a la mentalidad homérica imperante en Grecia, ¿no se
podría pensar que la supuesta mentalidad platónica es una continuación de la
mentalidad homérica, que no existe ruptura, que más bien existe continuidad?
¿Acaso la obra platónica no manifiesta claramente una preferencia del filósofo
por la palabra hablada y una importancia
de la memoria oral puesta a partir de ahora al servicio de la filosofía?
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