La novela se presenta como un relato sencillo que escribe un autor, Rodrigo S. M. -nombre bajo el cual se esconde la personalidad y la figura de Lispector-, que narra un “cuento antiguo”, lleno de secretos y “dolorosamente frío”, literatura de cordel plagada de hechos cotidianos, a veces lacrimógenos, y crítica social. Lispector cuenta la historia de una joven norestina –del sertâo de Alagoas-, tonta, analfabeta (recordemos, por ejemplo, que la literatura de cordel es una producción típica de la zona nordeste de Brasil, que contribuye en cierta medida a luchar contra el analfabetismo), inofensiva, delgada, casi como una mariposa blanca, simple (“soy mecanógrafa y virgen, me gusta la coca-cola”, reflexiona mecánicamente la protagonista), apenas producto del azar –pues fue abandonada nada más nacer en un cubo de la basura-, “una loca mansa” perdida en sueños elevados, meditando sobre la nada, una desventurada que tiene fe, y que no existe para nadie. Su vida es rutinaria y anodina, y sólo es capaz de percibir la felicidad cuando un día se queda sola en su habitación, disfrutando del espacio sin sus compañeras de cuarto, disfrutando de la soledad que le permite ser libre, del mismo modo que sólo es capaz de percibir la belleza cuando un día escucha en la radio “Una furtiva lacrima”, cantada por Caruso, al darse cuenta de que a través de la música “adivinaba que quizá había otros modos de sentir, que había existencias más delicadas y hasta con cierto lujo en el alma”. Pero Lispector también cuenta la historia del enamoramiento de Macabea con un obrero, Olímpico de Jesús, a la sazón norestino (del sertâo de Paraíba), y es justamente a partir de ese momento, a mitad del relato, al conocer a otro, cuando la norestina se convierte en Macabea para el lector, que, hasta ese instante, no conocía el nombre de la heroína. Frente a la inocencia y la indolencia de Macabea, el deseo de subir, “para entrar un día en el mundo de los otros”, obsesiona por completo a Olímpico. No es de extrañar que se sienta atraído finalmente por Gloria, personaje que completa el triángulo amoroso, compañera de trabajo de Macabea, satisfecha de sí misma, capaz de saciar el apetito de Olímpico. Pero los acontecimientos de la vida de estos personajes no interesan demasiado a Lispector y los diálogos, por ejemplo, entre Olímpico y Macabea resultan a propósito huecos, faltos de sentido, casi surrealistas. Es una “historia trivial, apenas si aguanto escribirla”, nos recuerda la voz del autor.
Aparentemente desinteresada por sus personajes y sus vicisitudes, Lispector aprovecha cualquier ocasión para mostrar su descontento ante la realidad que la envuelve, de forma tal que la narración se convierte a menudo en un grito puro de rabia. “No se trata de un relato, ante todo es vida primaria que respira, respira, respira…”, escribe Clarice, “Como la norestina, hay millares de muchachas diseminadas por chabolas, sin cama ni cuarto, trabajando detrás de mostradores hasta la estafa. Ni siquiera ven que son fácilmente sustituibles y que tanto podrían existir como no. Pocas se quejan y, que yo sepa, ninguna reclama porque no sabe a quién. ¿Ese quién existirá?”. Escribir el relato, pues, resulta un pequeño infierno para Lispector porque está mostrando a una joven que es apenas un soplo de vida (“…se defendía de la muerte viviendo menos”, nos recuerda el autor, “gastando poco de su vida para que no se le acabara”), está contando las aventuras de una chica en una ciudad, Río de Janeiro, que está toda contra ella (malvive en un cuarto con cuatro muchachas, en una calle infestada de ratas y llena de prostitutas), está describiendo la pobreza con todas sus manifestaciones (Macabea llega a masticar un trozo de papel para evitar pensar en el hambre), está haciendo hincapié en determinadas lacras sociales como la superstición (Gloria cuenta cómo Madama Carlota le había roto un maleficio sangrándole encima un cerdo negro y siete gallinas blancas en un viernes trece de agosto) y la prostitución (Madama Carlota describe con brutal sinceridad su pasado como prostituta en el barrio del Mangue).
Concebida la novela como una especie de parto difícil, Lispector insiste continuamente en los problemas que tiene para seguir con la historia, lo cual le permite indagar en los misterios de la escritura. Pretende dar la impresión de que está escribiendo un relato improvisado, de hechos no elaborados, que no tiene nada de técnica ni estilo. Admite no leer nada mientras escribe para no contaminar la simplicidad de su lenguaje (Lispector lanza dardos con sus palabras, a modo de apotegmas, como si tratase de un oráculo antiguo). No soporta la presión que supone contar hechos en un relato, describir le agota, pero al mismo tiempo sabe que no hay forma de escapar de los hechos. Y sigue escribiendo. Escribe por desesperación, por cansancio, en busca de respuestas a las constantes preguntas sin resolver (“la verdad es siempre un contacto interior e inexplicable”, afirma Lispector), porque sabe que el logos es divino y que la vida cambia por las palabras, porque es consciente de que la forma forja el contenido, porque no soporta la rutina de ser yo, y porque no tiene nada mejor que hacer mientras espera el momento de la muerte, como Macabea. Es evidente ante todo, pues, que La hora de la estrella es un diálogo entre el autor –Clarice Lispector- y sus personajes, especialmente Macabea. “Necesito de los otros para mantenerme en pie”, escribe el autor al principio de la narración. Y más adelante leemos lo siguiente: “La acción de esta historia tendrá como resultado mi transfiguración en otro y mi materialización final en objeto”. Quizá debamos pensar, por tanto, que hay una progresiva identificación entre Clarice y su protagonista, Macabea, que se pone de manifiesto cada vez con más evidencia conforme avanza el relato. “Mi pasión es la de ser el otro. En este caso, la otra… Sólo yo la amo”.
Las continuas intromisiones del autor, finalmente, contribuyen a dar un contrapunto al relato, familiarizándonos con aspectos de la vida personal de Clarice Lispector, que es capaz de ahondar en un discurso personal, casi autobiográfico en el momento de la muerte. El relato se transforma, entonces, en un “desahogo”, un grito de dolor y un canto de reivindicación de una raza, que es, del mismo modo, un canto de rabia e impotencia de la propia Clarice: “es mi propio dolor”, nos anuncia al inicio de la novela, “yo que sobrellevo el mundo y la falta de felicidad”. En silencio y oculta de todos, Lispector reza buscando su misterio, examinando la verdad en soledad: “Estoy sola en el mundo”, proclama en voz alta, “y no creo en nadie, todos mienten, a veces hasta en la hora del amor, yo no veo que una persona hable con otra, la verdad sólo me llega cuando estoy sola”. En La hora de la estrella, el destino alcanza fatalmente a Macabea, en un callejón, en un arroyo. La muerte de la norestina anuncia el final de la escritora. Literatura y vida se confunden. “A través de esa joven”, escribe con amargura Lispector, “doy mi grito de horror a la vida. La vida que tanto amo”. Quienes hayan leído La hora de la estrella jamás podrán olvidar a la pobre y desvalida Macabea, y recordarán para siempre -reteniendo en sus corazones- a Clarice Lispector porque su última novela está revestida de una irresistible fuerza que transmite amor y humanidad.
Muy buena reseña, Pedro. Dos pequeños datos más: Macabea alude también, paródicamente, a los heroicos macabeos (como sabes, Lispector era judía) Y Olímpico de Jesús a las otras dos religiones, pero a la vez "de Jesús" en Brasil era el equivalente a nuestro "expósito". Ella cercaba el lenguaje, efectivamente, y le sacaba a los nombres el máximo partido.
ResponderEliminarY, si te apetece:
http://amapolasenoctubre.blogspot.com/2008/05/clarice-lispector-gatos-y-cerezas.html
Un saludo.
De nuevo,Notorius, como cuando publicaste la reseña de Vera Helena, despiertas el interés por la literatura brasileña, que en mi ignorancia desconocía por completo. La reflexión sobre la muerte como culminación me ha gustado. Hay un poema de Goethe (siempre hay un poema de Goethe) en el que se compara la vida humana a la vida de un un artista que corrige y mejora su obra día a día, por tanto, el último día de vida es a la fuerza el de culminación, una especie de kairos, supongo. Resulta aventurado decir nada sin haber leído la novela, pese a la excelente reseña. No obstante se aprecian cuestiones fundamentales de nuestro tiempo: el problema de la alteridad y las relaciones interpersonales, el problema de la escritura y la relación ficción/realidad, la relación entre el autor y sus personajes, así como se advierte la presencia de arquetipos intemporales, quizá comprensibles por la propia tradición judía en la que se inserta la autora. La afirmación de la autora "la verdad sólo me llega cuando estoy sola" no puede dejar de recordarme a ciertas formas de "emboscadura".
ResponderEliminarSaludos a mis amigos Boecio y Rutilio que han descubierto este blog.
Vegecio
Hace un par de semanas me hice con este libro, después, claro está, de haber leído tal reseña. Ahora mismo me dispongo a echarle un vistazo, y aún antes de empezarlo se que valdrá la pena.
ResponderEliminarGracias por el blog (y por todas las sugerencias en él implícitas).
Judy.
Efectivamente, Bel, Lispector "cercaba el lenguaje" y el sentido que concede a los nombres de los personajes es una expresión más de esta obsesión lingüística. Seguiré de cerca tu blog porque merece la pena. Mi querido José Antonio, he llegado a Lispector a través de Vera Helena y he descubierto en ella, tal como tú señalas, ciertos rasgos que se repiten en varios autores de nuestro tiempo. Espero, Judy, que disfrutes de la novela y sigas acercándote a este recodo solitario. Saludos. Notorius.
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