jueves, 28 de septiembre de 2017
En este momento
Ediciones Cuatro
ha publicado una selección de textos de Marcel Proust, En este momento (Madrid, 2005), una recopilación de ensayos nunca
editados en vida por el autor y que proceden de la edición francesa de Essais et articles en La Pléiade. En estos ensayos se
pone en evidencia la búsqueda incesante de algo inasible, la necesidad que
experimentaba Proust de encontrar el momento de embriaguez, ese encantamiento
que le permite captar la belleza, ese momento de comunión con el alma
universal, que es el único que proporciona verdadera felicidad al escritor. El
arrebato, o dicho de otro modo el entusiasmo, es la inspiración que requiere el
poeta para convertir las palabras en verdadera literatura. Proust habla de las
misteriosas leyes que rigen en la belleza del mundo para explicar la forma en
que el poeta permanece absorto observando un árbol, un cerezo y las flores que
emanan como copos de nieve.
Cuando Proust habla de disciplina interior, de arquitectura o
construcción en las obras de los innovadores de su tiempo –los que luego se
convertirán en clásicos- sin duda está pensando en él mismo. Entre los clásicos
se interesa especialmente por Goethe y Tolstoi. Proust señala el interés de
Goethe por el paisaje, por todo lo que representan las artes en la formación,
por los pensamientos que se traducen en los personajes, en los diarios. Pero,
en realidad, da la sensación de que Goethe siempre maneja los hilos de la
historia y de los personajes. Es la forma que tiene Proust de indicar el genio
de Goethe. En Tolstoi los temas y las escenas, renovados, se repiten porque lo
que está funcionando en la mente del escritor es el mismo recuerdo. La
inteligencia sublime de Tolstoi se pone en evidencia en la construcción
intelectual de sus novelas. Por lo demás, Proust también indaga en la estética
de los escritores franceses y en la imposibilidad de encontrar un canon
literario.
Proust adora la pintura. Se queda absorto ante la luz dorada,
crepuscular, de los cuadros de Rembrandt. Se asombra de la forma en que quedan
reflejados los pensamientos, las ideas, en los personajes que traza el maestro.
Pero también se sorprende ante los autorretratos del anciano Chardin, la forma
cotidiana en que el pintor francés capta la belleza de los objetos más
inusuales, una raya, una mesa de cocina, una anciana enseñando el arte de hilar
a una joven. Chardin presenta los objetos como si fuesen seres vivos mientras
los rostros de las personas recuerdan ciertos objetos, como las frutas, dotando
de amistad y armonía a los objetos y las personas en un ambiente que para el
pintor debía ser sagrado. Observador atento de la naturaleza, Proust recuerda los
paisajes bendecidos, sagrados, gracias a la paleta de Manet, y el misterio de
los paisajes y los personajes intelectualizados y decadentes de Gustave Moreau.
Y si se detiene en el amor melancólico, que constituye el eje de la vida de
Watteau, junto a la inconstancia de su carácter, fruto de su inquietud, ¿no
está acaso revelando aspectos implícitos en su propio temperamento? ¿Acaso,
pues, no está identificándose con estos artistas?
La lectura de Proust nos demuestra –siempre- que la verdadera belleza se
logra con la pureza y la transparencia. Nadie como Proust ha explicado con más
claridad la forma en que el artista arrastra toda su obra cada vez que hace
algo nuevo. Nadie como Proust ha sabido expresar mejor el misterio de la
naturaleza, la forma en que al llegar la primavera se despliega ese misterio a
través de los cerezos y las lilas en flor, las hojas de los castaños, el canto
de los pájaros y el río, el maravilloso río, manantial de lo más sagrado.
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