jueves, 28 de junio de 2018
Poesías reunidas
T. S. Eliot era
consciente de que haber nacido en Saint Louis, junto al gran río, había marcado
su vida de forma indeleble. La plenitud con que se describe la naturaleza en su
poesía procede sin ninguna duda de la experiencia de la infancia, de una mirada
desplegada que retiene las imágenes de los paisajes, las voces de los niños en
New Hampshire, el río rojo en Virginia, las gaviotas, verdaderas propietarias
de Cape Ann, las lilas y los jacintos en el mes de abril, reflejos todos de un
ojo dorado. Resulta evidente, además, que la naturaleza otorga serenidad a los
poemas de Eliot. En un mundo que está en constante movimiento, en donde el
tiempo se desliza de forma inexorable, Eliot parece empeñado en tratar de
captar la calma. En el primero de los Cuatro
cuartetos, que se denomina Burnt
Norton, el poeta busca, a través de la luz, el resquicio que le permita
observar las flores y los pájaros en reposo, en quietud. Cada estación nos
regala unos dones distintos. La fiesta campestre que tiene lugar en el segundo
de los cuartetos, East Coker, acontece en el atardecer de
una tarde de verano. La alegría estival contrasta con la serenidad otoñal, con
la sabiduría de los ancianos, mientras que la llegada del invierno acerca las
tinieblas, la sensación de fin, de acabamiento.
El tono religioso se desvela en las Poesías
de 1920, inicialmente tituladas Ara
Vus Prec, pero adquiere carta de naturaleza en Miércoles de ceniza, un poemario en el que se hacen evidentes la
falta de esperanza, el clamor en el desierto y la invocación de la palabra. Algunos de estos elementos se vuelven a poner de manifiesto en los coros de La piedra, dando la sensación de que,
mientras la naturaleza fluye eterna y perpetuamente, los hombres tienen la
imperiosa necesidad de edificar, cosas buenas ciertamente, en concreto
iglesias. Se trata de construir con materiales nuevos. Es el perpetuo
enfrentamiento entre el bien y el mal lo que está en juego. La herencia de
nuestros padres condiciona nuestro futuro. El camino hacia el templo parece el único camino. La comunidad
lo es todo y una comunidad sin templo carece de hogar. Además, en el templo
debe habitar la pureza de los mártires y los santos. Eliot se queja porque Dios
ha sido sustituido por la adoración a otros dioses menores, bien sea la razón,
la dialéctica, el dinero o el poder. El ejemplo está en la verdadera fe de los
cruzados. Al servicio de Dios “brota el orden perfecto del lenguaje y la
belleza del hechizo”.
Los fragmentos de Sweeney Agonista denotan
un cierto sentido del humor en Eliot, una cuestión que ya se había puesto de
relieve en las Poesías de 1920. Eliot
siente la necesidad de articular un diálogo concatenado en donde las frases y
el ritmo se van enlazando en una suerte de juego que recuerda la ironía y el
humor del teatro del absurdo. También se advierte en Eliot una tendencia a
repetir y encadenar imágenes, que se manifiesta desde el primer poemario, Prufrock y otras observaciones. El
atardecer entre el humo y la niebla, la luna entre la lluvia, en el amanecer de
la calle, las habitaciones cerradas, los objetos cotidianos, la capilla del
ermitaño y la hora violeta son imágenes que se suceden y, a veces, se encadenan
de unos poemarios a otros. Quizá se deba pensar en este sentido que las
alusiones al reino de la muerte o a la tierra muerta en Los hombres huecos son referencias a La tierra baldía.
En los Poemas de Ariel, por lo
demás, fluye un tono de añoranza que
se despliega en los recuerdos –puros- que atesoramos de la navidad, en el olor
del mar, de los barcos. Hay una sensación irrevocable que trata de enlazar el
principio con el final, el nacimiento con la muerte. Es posible pensar, pues,
que cuando en Coriolano, por ejemplo,
Eliot cuenta la historia del general romano que, exiliado, decide tomar por las
armas la ciudad de Roma y el clamor de su madre lo evita, está tratando de
fusionar amor y muerte. Eliot mezcla sutilmente elementos antiguos (las vírgenes,
el sacrificio, las trompetas, las águilas, la referencia a los volscos) con los
elementos modernos (las comisiones, las armas, las salchichas, los bollitos
calientes). El tono militar se suaviza con el recuerdo de la madre, con la
serenidad de la naturaleza. Ligada a esa sensación que en continuidad pretende
enlazar principio y fin está siempre presente la obsesión por el tiempo. Es así
como en el tercer cuarteto, Las Dry Salvages, Eliot se regodea en el
mundo de los pescadores, en el tiempo del viaje, en la angustia de la espera,
pues sólo el santo es capaz de “aprehender el punto de intersección
de lo intemporal con el tiempo”. Y es así también como en el cuarto
cuarteto, Little Gidding, Eliot se
complace en las estaciones, en la oración al calor del invierno, en las
palabras del maestro ya fallecido, en un juego de palabras que abarca principio
y fin, rosa y fuego. Porque, a fin de cuentas, siendo la poesía una experiencia
individual, privada, que en su concepción abstracta puede alcanzar un valor
universal, esa experiencia se traduce, en definitiva, en la búsqueda infatigable de algo inasible, algo que
cuando la palabra no está dicha se construye con un lenguaje nuevo.
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