sábado, 29 de febrero de 2020

La persona y lo sagrado




Hacia el final de su apasionante vida, en 1943, Simone Weil escribe un pequeño ensayo titulado La persona y lo sagrado (Hermida Editores, 2019). Más allá del concepto de persona y de la corriente de pensamiento personalista, vigente en su época, Simone Weil indaga en lo sagrado del ser humano, algo que está también más allá del derecho. La incapacidad del lenguaje para marcar el camino es la prueba más evidente de que esos conceptos, persona y derecho, resultan insuficientes. Y más allá de formas de plenitud personal en la literatura, la ciencia, el arte o la filosofía, Simone Weil se detiene en lo impersonal como expresión genuina de lo sagrado, porque conceder un carácter sagrado a la colectividad conduce, y Simone Weil lo sabe por la experiencia de su época, a la idolatría y al desastre más absoluto. Frente a la colectividad y a la persona, se encuentra la posibilidad de rastrear, a través del silencio y la soledad, en lo impersonal del ser humano, que nos acerca a lo sagrado.
            El cuestionamiento que plantea Simone Weil en La persona y lo sagrado se basa en la observación clara y evidente de que detrás del derecho está la fuerza. Del mismo modo que la persona se somete a la colectividad, “el derecho es por naturaleza dependiente de la fuerza”. Y tras el derecho no se encuentra la caridad, sino tan sólo una falsa necesidad de privilegios sociales mediante los cuales se pretende alcanzar una vana plenitud. Aquí es donde Simone Weil desliza una categoría fundamental en su vocabulario: desdicha. Precisamente, la desdicha del ser humano se pone en evidencia en la incapacidad para expresar con palabras las grandes verdades, porque de lo que se trata es de escoger las palabras que expresan “el bien en estado puro”, teniendo en cuenta que “sólo aquello que viene del cielo es susceptible de imprimir realmente una huella sobre la tierra”. No es casualidad que Simone Weil establezca una relación entre verdad y desdicha, teniendo en cuenta que sólo los genios y los santos “pueden prestar ayuda a los desdichados” y observando también que la humildad es un requisito imprescindible para el acceso a la verdad. Un hombre de talento, cautivo del lenguaje, no puede prestar ayuda a los desdichados. Sólo rompiendo los muros del lenguaje se puede abandonar el camino de la inteligencia para iniciarse en el terreno de la sabiduría.      
            Y aquí llegamos al punto culminante de toda la argumentación de Simone Weil. La verdad y la desdicha requieren de la gracia sobrenatural, de un acto de atención que es puro amor. En este punto es donde entra en juego la belleza, porque el espíritu de justicia y de verdad se manifiestan aquí abajo a través del misterio supremo: el resplandor que provoca la belleza. La Ilíada, las tragedias de Esquilo y Sófocles, diversos pasajes de los Evangelios o el Libro de Job son ejemplos palpables de ese resplandor de la belleza. “Justicia, verdad y belleza son hermanas y aliadas”, escribe Simone Weil. “Con tres palabras tan hermosas no es necesario buscar otras”. El problema, pues, radica en encontrar estas palabras en su lugar adecuado, para aplicarlas a las instituciones públicas y a la vida de los hombres, sustituyendo de esta manera a palabras como derecho, democracia y persona. O, dicho de otro modo, la única forma de aspirar al bien puro reside en esa capacidad para aplicar en nuestras instituciones esas palabras tan hermosas. 



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