Dos poetas mano a mano en una suerte de diálogo poético o, dicho de otro modo, una aventura literaria organizada en torno a una serie de temas cruciales que conforman el territorio del poeta. Éste parece ser el punto de partida de Doble juego (Cuadernos del Laberinto, 2015), una apuesta personal de la editora Alicia Arés en la que se embarcan Enrique Gracia Trinidad y Raquel Lanseros. El resultado es un juego literario en donde cada uno de los poetas aporta su visión personal acerca de cuestiones tales como el amor, el tiempo, la soledad, el compromiso, la palabra, el entorno y la trascendencia. Así pues, los “poemas enriqueños y raquelianos”, según la definición de Luis Alberto de Cuenca en el prólogo, que encontramos agrupados en este volumen y que han sido publicados en su mayoría con anterioridad, responden a una determinada orientación, prevista por la editora, con el fin de seguir una trayectoria en la lectura tanto ascendente como trascendente.
La aportación de Gracia Trinidad se mueve entre lo perdurable, que se encuentra en los pequeños detalles vinculados al amor, y la sensación de que vivimos porque siempre hay algo más allá. Hay en la poesía de Gracia Trinidad una cierta obsesión por la soledad, ese momento donde se expresa la fragilidad de las palabras, “el abandono que se ejerce / como una profesión inevitable”. En ese espacio vital es donde surge el oficio de escribir palabras, donde cobra vida el poema de forma inconsciente. Hay, también, en la poesía de Gracia Trinidad una negación de las ideas no justificadas, un desprecio de la mercadería, un aire de melancolía que brilla en la imposibilidad de no escribir, porque es una necesidad. Y como trasfondo la noche de Madrid, en el silencio, en la soledad. A Madrid le debe Gracia Trinidad la insistencia dolorida y turbia, el cansancio, el olvido, la desilusión, la alegría. Es una deuda que paga recorriendo las calles. La ciudad, escribe, “descompone los patios / huele a ropa mojada y hace exacta la vida”, mientras los fantasmas de las casas antiguas hacen habitables los espacios urbanos. Pero el poeta no alimenta a los dioses, lo que se traduce en una desmitificación de lugares y personajes históricos.
La aportación de Raquel Lanseros oscila entre la búsqueda de la conjunción erótica que determina una recompensa única, es decir, la esclavitud de Eros, la necesidad de la carne, y la idea de un creador, un dios “concebido como una inmensa fuente”, acaso un dios voluptuoso. La poesía de Lanseros está hecha de contrastes. El hombre que espera solo, sentado, en un bar, en el centro de las miradas que se cruzan como metáfora de la soledad frente a la fortaleza de una mujer. La vida de Yago Bozal en la montaña, el beso de su mujer todas las noches, frente a la necesidad evidente de volver a la montaña, de avanzar hacia adelante, con el misterio, con la búsqueda de nuevos horizontes. Lanseros busca la palabra, la verdad y el misterio en los bosques blancos, y encuentra la belleza de las flores y sus insectos, los árboles de Central Park, la escarcha y el hielo en el río Hudson. “La madre tierra”, escribe, “lo sabe desde siempre”.
Es en el recuerdo del pasado, en la necesidad de recrear el tiempo, donde los caminos de Gracia Trinidad y Lanseros se cruzan. Es la nostalgia de una mañana de invierno, la imposibilidad de evitar la melancolía, el retorno a las calles de la infancia, vacías, donde no hay nada, y, finalmente, los días perdidos en donde ninguna cosa encaja. “Hay días” escribe Gracia Trinidad, “en que el hombre / debe apagar las horas y volverse a dormir”. Es la identidad en el paso del tiempo, la nostalgia que invita a buscar un pasado, pues el presente no existe. Es la llegada de la mañana, ese momento, escribe Lanseros, “en que lo imaginario y lo existente / diluyen sus esencias”, marcando la necesidad de alcanzar el tiempo o de volver atrás en el transcurso del tiempo, con una cierta añoranza. Es la fiesta en el pueblo, los recuerdos que bullen y la inutilidad de la sangre derramada.
Me encuentro encendida, escribe Lanseros, “sin encontrar jamás un minotauro”. A lo que podría responder Gracia Trinidad de la siguiente forma: “Pero los años ya no son azules / ni siquiera los días”. El único consuelo que queda, pues, es el diálogo, el fluir de las palabras.
Muy bueno, tío.
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