En ocasiones, el escritor necesita abandonar su vida cómoda frente al escritorio porque su espíritu ansía nuevos horizontes. Es, entonces, cuando impulsado por un cierto aire de aventura, decide bordear lo desconocido. Durante un lustro, entre 2007 y 2012, insuflado por este espíritu de renovación, Manuel Moyano realiza una serie de salidas, de excursiones, bordeando los ríos, adentrándose en los bosques, experimentando el insufrible calor del sureste español. Los trayectos que emprende Moyano responden a una idea de abandono, a una necesidad interior que se traduce en experiencias en comunión con la naturaleza, en soledad y que, garabateadas en el cuaderno del escritor, han dado lugar con el paso de los años a un hermoso libro, Cuadernos de tierra (Menoscuarto, 2020). Moyano ha tardado un tiempo en dar forma a estas exploraciones porque es bien cierto que los libros, como si tuviesen vida propia, a veces escogen su momento, el que consideran adecuado para adquirir su definitiva configuración.
Cuadernos de tierra se
presenta, tan sólo en principio, como un libro de viajes. El narrador acomete
una serie de excursiones por el sureste español, caminando sin objetivo fijo,
con la única intención de sentir la libertad que todo hombre desea, en “la
búsqueda de un impreciso estado mental”. Pero el libro es mucho más que
un diario de viajes porque, animado por su espíritu inagotable de contador de
historias, Moyano atiende a cualquier detalle que encuentra, a cualquier
susurro contado a media voz por alguien. Así pues, casi de forma azarosa, el
viajero alcanza a vislumbrar otras historias que no tienen nada que ver con el
camino que describe, porque el más mínimo detalle alimenta su imaginación. Y es
el deseo de saber más sobre esas historias que ha encontrado en el camino el
que mueve a Moyano a volver al lugar de los hechos en busca de información. Es
la curiosidad por cerrar el círculo de un viaje, de una narración. Es la
necesidad implícita de llegar con una historia hasta el final.
En los viajes, Moyano bordea los ríos buscando las fuentes del río Segura
o su desembocadura en Guardamar, remonta el río Mula hasta sus orígenes, o,
incluso, toma como “eje argumental” un río prácticamente seco, el
Vinalopó. Pero también se adentra por la sierra de Albacete, en un auténtico tour
de force que lo lleva a recorrer una porción de las Cordilleras Béticas, o
viaja por las montañas alicantinas atravesando el valle de Gallinera. En estas
excursiones, Moyano se comporta como “un puro observador, un antropólogo” que desgrana aspectos de la naturaleza y de la vida humana que le llaman
la atención, ya sean los cormoranes en el río, el trabajo del esparto o las
casas excavadas en la roca. Hasta cierto punto, quiere sentirse “como un hombre
primitivo, en los albores de la especie”. No lo detiene el asfixiante
calor, ni las incomodidades del viaje, ni el cansancio, ni los achaques de la
edad. A veces, parece estar a punto de abandonar el proyecto, pero una cierta
tozudez siempre le incita a seguir adelante. Al mismo tiempo, el cansancio y el
agotamiento impulsan en su ánimo una especie de purificación.
Atento a los detalles que ofrece el
camino, como un “rastreador de historias”, Moyano encuentra en sus
viajes, casi por azar, singulares y, en ocasiones, desconcertantes historias,
como la del extraño autoestopista asesino, que recorriendo Europa ha cometido
cerca de Socovos una fechoría en la persona de un viejo campesino, o como el
crimen de Góntar, que trae recuerdos de la barbarie implícita en los albores de
la guerra civil, o como la estancia de un nazi, durante años, en el valle de
Gallinera. Así pues, de este modo, lo que en apariencia se presenta como un
cuaderno de viajes por el sureste se transforma en otra cosa, porque Moyano,
actuando como un investigador se desplaza, a posteriori, a los lugares donde
han tenido lugar los hechos narrados con la intención de entrevistar a
informantes e indagar buscando una fábula que contar. Moyano hace, pues,
historia oral, porque se topa con tradiciones que han quedado retenidas en la
memoria de las gentes del lugar, con elementos que transforma la tradición
oral, modificando aquí y allá el núcleo de la historia. A veces, en medio de
estas cruentas historias, la necesidad de humanismo obliga al narrador a fijarse
en otros detalles, como ese pobre perro que carece de una de las patas
delanteras.
Repleto de pequeñas historias que
acontecen al caminante entre el asfixiante calor, porque el universo está
trenzado de historias mínimas, Cuadernos de tierra tiene un claro tono
autobiográfico, y traduce las manías del autor, que salen a flote aquí y allá,
sea la obsesión por los embalses y por las pintadas de las paredes (donde una
frase puede expresar un misterio), el placer de las comidas o los baños en las
pozas cuando el calor aprieta, la animadversión por los cazadores o el fútbol,
y, en definitiva, el odio al ruido, porque lo que se busca es precisamente el
silencio.
Sea un cuaderno de viajes por el sureste, sea la narración de un viaje de
purificación, todo parece aunarse en la llamada de lo salvaje, que diría Jack
London, en la necesidad de palpar la inmensidad de la naturaleza. Se busca,
dice el autor, “el trance del camino” y, al mismo tiempo, sortear
aunque sea por unos días el vacío que provoca la vida cotidiana, porque “mientras
se camina, la vida parece tener algún sentido”. De hecho, cuando el
deseo de soledad y el ansia de sacrificio remiten el camino queda cerrado,
acabado. Pero, más allá de este final inevitable, en el recuerdo quedan, acaso
como un tesoro en estos cinco años empleados en viajar, que abarcan en
realidad tan sólo tres semanas, ciertos destellos de felicidad o, dicho de otro
modo, la ilusoria idea de que se fue “completa y absurdamente dichoso”.
Un libro placentero y reflexivo a la búsqueda del siempre huidizo uno mismo.
ResponderEliminar