En 1925 Marcel
Mauss publica su influyente Ensayo sobre el don, un libro sobre el rito
del intercambio en las sociedades arcaicas. Miguel Ángel Hernández, en las
páginas finales de su último libro, El don de la siesta (Anagrama,
2020), retoma la idea de Mauss en su más íntima esencia, en la alegría que
provoca el regalo desinteresado, el don que no espera nada a cambio. Quiero
pensar que esta alegría, implícita en la concepción del ritual de la siesta, se
encuentra en el origen de este opúsculo que Hernández ha revisado y rescatado
en medio de la pandemia.
El libro se inicia con una serie de tuits originales del autor a la hora de la siesta, precisamente porque la intención de Hernández es contar la génesis, el modo en que se ha configurado el ensayo, ofreciendo al mismo tiempo la sensación de que el texto va construyéndose al hilo de las reflexiones que va desgranando. Como no podía ser de otro modo, Hernández habla, en primer lugar, de la siesta como una mala costumbre, estigmatizada como una especie de culpa arraigada en el espíritu. Que la siesta es una mala costumbre se puede considerar un tópico arraigado y focalizado en los pueblos del sur. Que va en contra del capitalismo productivo parece estar relacionado con lo anterior. Pero más allá de esta visión tradicional, perniciosa, el discurso del autor avanza sopesando la tensión que genera la necesidad ineludible del descanso para poder seguir la cadena productiva del capitalismo. Las relaciones que se establecen entre la siesta y el capitalismo productivo conducen el argumento del autor a la evocación de algo que pretende desestimar: la necesidad de convertir la siesta, y el descanso en general, en un periodo productivo, casi una mercancía.
Frente a esta visión, derivación del capitalismo neoliberal, el autor
propone defender la siesta robada, “una siesta prohibida, perezosa, insensata,
hedonista”. La siesta se convierte así en un tiempo interrumpido, que no
se puede recuperar, un “fin en sí mismo”, un interludio en la jornada
del día, un momento en el que todo queda detenido, suspendido. Así pues, la
siesta se presenta como una suerte de representación que permite construir un
tiempo propio alejado de la realidad, algo que se parece a una fuga del mundo,
un lugar de recogimiento, tal como supieron ver las órdenes religiosas, un
tiempo para el descanso del cuerpo, “una reconexión con la materialidad del
cuerpo y una toma de control de la interioridad”, un espacio de sombras
para reflexionar sobre lo que se está perdiendo ante el avance imparable de la
falta de privacidad.
Pero la siesta, que es un espacio de la memoria, también puede traer el
remordimiento y la culpa, y con ello el dolor que vuelve cuando el autor
retorna el 1 de noviembre al cementerio, por la tarde, rehuyendo la siesta,
mientras le visitan los fantasmas y los recuerdos de su última novela,
vinculados a la infancia, los amigos y la huerta. La memoria entra en juego,
porque, efectivamente, todo el ensayo está habitado por la memoria. Por eso,
Hernández se recrea en las siestas de los demás, en esa época de la infancia
cuando todavía no era capaz de comprender el carácter sagrado de lo que estaba
ocurriendo. Por eso, también, se complace en el recuerdo de la casa en la
huerta y enlaza el pasado con el presente, como si la memoria y el tiempo
fuesen recobrados. Por eso, finalmente, vienen, como por ensalmo, los recuerdos
de las siestas de las tardes de invierno, con el frío de por medio, mezcladas
con las siestas del verano, relacionadas con el placer. Esta vinculación
emocional entronca directamente con el ritmo de la casa. No es casualidad, por
tanto, que el opúsculo se cierre con la casa de la infancia renovada, el lugar
de la memoria del escritor al servicio de la familia y de los recuerdos. Justo
como debe ser, porque entonces comprendemos que la necesidad de escribir este
opúsculo supone para el escritor cerrar un ciclo vital.
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