Es curioso observar cómo la memoria juega en favor de la creación artística, cómo las ideas permanecen ancladas en algún lugar de nuestro imaginario hasta que deciden salir a flote y adquieren una sólida configuración. En enero de 1854 Tolstoi escribe en su diario lo que sigue: “He estado en camino. La noche del 24 en Belogoródtsevskaia, a cien verstas de Cherkask, me perdí y deambulé toda la noche. Se me ocurrió la idea de escribir un relato, La tormenta de nieve”. Dos años más tarde, en febrero de 1856, Tolstoi se decide finalmente, considera que ha llegado el momento de escribir La tormenta de nieve (Acantilado, 2021), una nouvelle con un claro tono autobiográfico que evoca el recuerdo de un viaje a través de un infinito mar de nieve, un viaje que permanece casi como un sueño entrelazado en la memoria.
El protagonista de la historia se desliza en una troika en medio de la
noche, en medio de una tormenta de nieve. No se percibe el camino. Todo se
antoja “blancura, espejismos”. El viajero no sabe hacia dónde va.
Simplemente avanza esperando llegar a algún lado. Quizá como en su propia vida,
busca un lugar que sirva de refugio, un lugar donde poder descansar. Pero en el
horizonte sólo se perciben los copos de nieve cayendo parsimoniosamente,
englobándolo todo. La realidad se antoja acaso un delirio del protagonista en
donde se repiten las situaciones y la tormenta parece reproducir los velados
misterios de la naturaleza.
El viajero se adormece y tiene un sueño. Es verano, el calor aprieta.
Descansando en el jardín de su enorme casa, se recrea el mundo a través de las
flores, las aves, los peces, el estanque, el sauce, los abedules. La belleza
rodea al protagonista. Pero la muerte acecha, incluso en los sueños. Un
campesino muere ahogado en el estanque. El sueño del viajero se convierte,
pues, en un “cuadro de muerte, espeluznante por su absoluta sencillez”.
El viaje por la estepa rusa continúa entre equívocos, entre
interpretaciones diversas de los viajeros sobre la ruta a seguir, entre
divagaciones y relatos que dotan a la historia de un aire neblinoso. Tolstoi se
detiene en los detalles, en un cúmulo de sensaciones que terminan por atrapar al
lector, como en una tela de araña de la que no se puede escapar: el aliento de los
caballos, la campanilla de la troika, la nieve colándose entre los resquicios
de la ropa, el sopor que envuelve al protagonista. Este torbellino de
sensaciones tiene su prolongación en la noche infinita, amenazante, en la
inquietud que supone avanzar sin rumbo fijo, como en la vida misma.
La llegada de la mañana devuelve el
relato a una realidad más cercana, más tangible, después de una noche dando
vueltas en todas direcciones, después de una noche en donde un desapacible
sueño ha recordado al protagonista los peligros que acechan en el camino de la
vida. Ha llegado el momento del reposo, en la posta.
En 1856 Tolstoi estaba preparado
para convertirse en el escritor que llegó a ser, el hombre que a través de la
escritura trataba de entender y sojuzgar el mundo, pero ciertos elementos de la
narración dejan al descubierto las amenazas que agobiarían al conde durante
toda su vida, pues más allá de la desorientación existencial evocada, anida en
el relato una agobiante sensación de miedo, una inquietante premonición ante el
ineludible destino, enredado todo en los velados secretos que despliega la naturaleza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario