La
publicación de La invención de la mitología, de Marcel Detienne, en 1981
provoca un éclat en el ámbito de la escuela historiográfica francesa.
Los antropólogos y los especialistas en mitología griega permanecen en estado
de hibernación mientras la respuesta al libro de Detienne llega desde dentro,
desde la escuela de Jean Pierre-Vernant. El libro en cuestión es Platón, las
palabras y los mitos. ¿Cómo y por qué Platón dio nombre al mito?, de Luc
Brisson. Se publica en 1982. Pero la cosa no acaba aquí. En plena ebullición
mitológica a la francesa surge el sorprendente ensayo de Paul Veyne, ¿Creyeron
los griegos en sus mitos? Estamos en 1983. Veyne no cita La invención de
la mitología en ninguna de las páginas del ensayo. Es cierto que,
obsesionado con los programas de verdad histórica, Veyne alaba “el bello libro” de Marcel Detienne de 1967, Los maestros de verdad en la Grecia
arcaica. Pero todo acaba aquí, en una referencia a pie de página. En ningún
momento, por lo demás, se menciona el libro de Brisson. Quizá Veyne no había
tenido tiempo de leer Platón, las palabras y los mitos. En cualquier
caso, queda claro que, mientras Detienne y Brisson, sobre todo este último, ponen
el acento en Platón, Veyne ha elegido a Pausanias. En realidad, desde Tucídides
y Platón hasta Pausanias, siguiendo el argumento relativista de Veyne, todos
los autores griegos aparecen encerrados en el mismo programa de verdad
histórica, en el mismo programa de creencias. Todos, finalmente, quedan
sobrepasados por los mitos, viéndose obligados a emplear la mitología al
servicio de la historia o de la filosofía. No pueden escapar al programa de
verdad de su época.
Tucídides plantea el tema. La crítica de
las tradiciones supone encuadrar al mito en el terreno de la sospecha. Se
diluye la confianza en la tradición. Es necesario depurar el mito mediante el logos,
mediante la razón, purificar lo que el historiador denomina mythodes, lo
mítico. Este planteamiento conduce, inevitablemente, a una distinción entre mythos
y logos, entre falsedad y verdad, que no se corresponde con la realidad.
El mito es, pues, una tradición oral, “una fuente histórica que es preciso
criticar”. La problemática que supone emplear este método obliga a una especie
de depuración, pues “la tradición mítica transmite un núcleo auténtico que con
el curso de los siglos es rodeado de leyendas”. La dificultad estriba en
las leyendas, no en el núcleo mítico. El mito se convierte, entonces, en
historia alterada, historia amplificada. Aquí entra en juego la alegoría. La
crítica de la tradición mítica por parte de los historiadores se complementa
con la interpretación alegórica que desarrollan gran parte de los filósofos. En
los mitos, en definitiva, se puede encontrar un fondo de verdad, porque es
cierto, en la mentalidad griega, que “se puede alterar la verdad, pero no se
puede hablar sobre nada”, no se puede hablar de lo que no es. Se
impone, pues, una tarea de purificación, ya que el mito puede transmitir una
enseñanza útil, una doctrina física o teológica o bien el recuerdo de
acontecimientos del pasado. El mito es palabra transmitida y como “la palabra
es un simple espejo”, ya que nosotros sólo repetimos, Veyne encuentra
en el problema del mito otro síntoma del discurso del espejo. El argumento se
espesa porque el mito también se relaciona con los orígenes, allí donde se
encuadran las genealogías, los relatos fundacionales, las historias locales,
pero al fin y al cabo el mito se puede convertir en un relato verosímil.
Existen programas de verdad que,
según Veyne, basan la creencia en la confianza en el otro, pues cuando no se
puede alcanzar la verdad, ni siquiera por la revelación de alguna divinidad,
sólo queda aprender con el que sabe o dejarse llevar por alguna tradición. El
mito es aquí “una información que flota en el aire”, un recurso que se
puede interpretar con mayor o menor habilidad, como hace, por ejemplo, la
aristocracia con las genealogías míticas. Existe, también, un programa de
creencias, que no se puede explicar desde el esquema de las clases sociales. El
público ateniense conocía, en general, el fondo de las historias, la existencia
de un mundo mítico, pero no los detalles, por lo que se demandaba de continuo
una “versión nueva de lo maravilloso”.
Veyne parece identificar mito y tradición. La autoridad de la tradición, una palabra sin autor, sitúa en un mismo plano a la poesía, los mitos, las etimologías y los proverbios. Resulta vano tratar de distinguir, en este sentido, entre mito, cuento y leyenda. “El mito”, escribe Veyne, “no es una esencia”, sino más bien algo que parece que lo cubre todo. El mito se transmuta en género literario, producto de la imaginación de la época, lo que Veyne denomina “imaginación constituyente”. La verdad, en todo caso, no parece alcanzarse por ningún lado, porque cada época tiene su programa de verdad histórica. Hasta la teoría de Einstein se convierte, en la visión de Veyne, en un “rascacielos teórico” que no puede ser ni verificado ni refutado. “El programa de verdad histórica del cual depende el presente libro”, escribe Veyne, tiene como objetivo “reflexionar sobre la constitución de la verdad a través de los siglos”. Entonces comprendemos el subtítulo del libro: Ensayo sobre la imaginación constituyente. “La verdad es que la verdad varía”, concluye Veyne.
La lástima es que este exceso de relativismo histórico de Veyne, que convierte la historia en una narración, en un relato, -quizá, por eso, su interés en el mito-, puede socavar, finalmente, -tal como señala el maestro Arnaldo Momigliano-, nuestra confianza, como historiadores, en la búsqueda de la verdad.
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