Mark Twain
había incluido en su autobiografía una serie de textos que cuestionaban el
papel de la religión, sobre todo el cristianismo, en la cultura occidental. Tras
su muerte en 1910, estos textos no se publican por decisión de su hija Clara.
En 1959, Charles Neider prepara y edita la Autobiografía de Mark Twain,
pero los fragmentos en contra de la religión no aparecen. Es necesario esperar
a 1963 para que Clara dé su permiso y estas reflexiones salgan a la luz en una
revista, The Hudson Review. Los vericuetos que sufren estos fragmentos
de la autobiografía hasta su edición dan una idea de su tono y carácter,
políticamente incorrecto, ayer y hoy. El texto de Twain “es considerado
blasfemo”, tal como señala Mario Muchnik en el prólogo que ha escrito
para la edición que ha preparado la editorial Trama (2021) y que se ha publicado
con un título bastante significativo: Contra la religión.
Sorprende
en el libro la forma en que Twain trata al denominado Dios de la Biblia. Ataca desde
un principio la biografía “lapidaria” de Dios, porque sus actos muestran
“su naturaleza vindicativa, injusta, avarienta, despiadada y vengativa”.
Es un ser que constantemente castiga, a veces por delitos insignificantes, que carece
de piedad, que parece indiferente, ajeno a los sufrimientos y dolores
implícitos en todos los seres que pueblan la naturaleza. Twain no encuentra
misericordia y moral en la acción divina. Además, la división de esta acción
divina en una mitad celestial y otra terrenal le resulta hasta cómica. Resulta
que el Dios terrenal, que sólo actúa y ayuda en pequeños círculos y que, por
supuesto otorga la salvación sólo a una “pequeña colonia de judíos”,
olvidando al resto de la humanidad, lanza ciertos mensajes, como la invención
de un lago de fuego y azufre, y la invención del infierno, con lo que “borra de
un plumazo todos sus méritos ficticios”.
La
Biblia, por lo demás, se caracteriza por “una patética pobreza inventiva”, con historias tomadas, como sabemos, de otras mitologías, como el
diluvio o la cuestión de la Inmaculada Concepción, una historia que, por
cierto, se fundamenta en “la declaración de un único testigo -un testigo cuyo
testimonio carece de valor-”, que a su vez es sabedor de su inmaculada
concepción a través de un extraño, un ángel, “que pudo quizá haber sido un
ángel, pero que pudo también haber sido un recaudador de impuestos”. A todo ello hay que sumar la
invención de una vida futura, de un cielo eterno, que sólo encuentra
justificación en los rumores de la Biblia. Por no hablar del carácter
paradójico de la historia que da inicio a todo. Adán es castigado, y con él sus
descendientes, por haber probado una manzana prohibida del árbol de la ciencia,
después de ser informado de que si comía del árbol prohibido se produciría su
muerte. El significado de la palabra muerte, sostiene Twain, igual que el de la
palabra pecado, era sin duda ajeno tanto a Adán como a Eva, dos seres cuyo
conocimiento y experiencia debían ser mínimos. Y, sin embargo, el castigo cae
como una losa sobre ambos.
Y
luego está el tema de la violencia relacionada con la religión, y sobre todo,
con la historia del cristianismo. El ejemplo más reciente que encuentra Twain
es el de los pogromos contra la comunidad judía en la Rusia cristiana de 1904,
pero también se cita en el texto la matanza de los albigenses y la masacre de San Bartolomé. El argumento de
Twain explora en este sentido la relación entre el imperialismo, el
colonialismo y el cristianismo. En el mismo sentido, también establece los
vínculos de la Iglesia cristiana con el desarrollo de la esclavitud, práctica
que la Iglesia justifica amparándose en el texto bíblico y que sólo abandona
cuando la sociedad cambia y la esclavitud retrocede en los países cristianos. A
todo esto hay que añadir la persecución de la brujería, con celo y brutalidad,
por parte de la Iglesia.
Twain
es implacable, incluso cuando el tono se suaviza con el empleo del humor y de
la ironía. Su visión no es muy halagüeña porque, aunque augura el fin del
cristianismo y el surgimiento de una nueva religión, “la historia enseña que en
cuestión de religiones progresamos hacia atrás, no hacia adelante”. Y
cuando se refiere al papel reservado al ser humano en esta visión tejida por
Dios, las observaciones de Twain son, si cabe, todavía más pesimistas. El ser
humano es digno de piedad por su incapacidad para realizar cualquier tipo de
movimiento. “Todos sabemos perfectamente”, escribe Twain, “-aunque lo
escondemos, como lo escondo yo hasta que esté muerto y fuera del alcance de la
opinión pública-, todos sabemos, digo, que Dios y solo Dios es responsable de
cada acción y palabra de un ser humano, de la cuna a la tumba”. El ser
humano es una suerte de juguete cuyos hilos mueve Dios a su antojo.
Para
rematar su visión iconoclasta, Twain sostiene que el Dios de la Biblia queda
empequeñecido frente al Dios moderno, el único al que se pliega Twain, que
vincula a la creación de la naturaleza y el universo, un perfecto artesano, un
perfecto artista, un Dios ajeno a plegarias, alabanzas y oraciones. Las
historias escritas por el hombre en las sucesivas Biblias apestan, huelen a
podrido. Sólo contemplando la naturaleza parece encontrar Twain un verdadero
consuelo.
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