Durante mucho
tiempo pensé que podía escribir una historia sobre Napoleón. Me rondaba una
idea por la cabeza, algo parecido a una suerte de monólogo del general francés
en la isla de Santa Elena. Pero, a veces, esa semilla que brota en la mente y
que pulula durante un tiempo en el espacio de la memoria no termina de cuadrar,
no fructifica. Entonces, progresivamente la mente busca nuevos campos en los
que germinar con provecho, abandonado aquellos que se muestran estériles. De
pronto, una luz empieza a iluminar el camino y todo empieza a verse más claro,
más rotundo. Así aconteció cuando me percaté de que había abandonado la idea de
escribir una obra de teatro sobre Napoleón y de que mi mente se veía arrastrada
por la poesía de Dante Alighieri. Era una llamada irrevocable, que no podía
dejar de lado. Me adentré, pues, en el mundo de Dante, como si fuese la última
cosa que me quedaba por hacer como escritor, como si se estuviese consumiendo
mi último aliento en esa empresa.
Recuerdo que, por aquella época, me
lancé con pasión a la lectura de la biografía de Dante escrita por Giorgio Petrocchi.
Enseguida me dejé arrastrar por una cuestión que siempre me había interesado, a
saber, la cuestión del exilio de Dante. En el año 1301 Dante había actuado como
prior varios meses, tomando decisiones políticas que afectaban al gobierno de
Florencia. Algunas de estas decisiones seguramente no gustaron al pontífice
Bonifacio VIII y se encuentran en la base del enfrentamiento posterior entre el
poeta y el Papa. Dante formaba parte del grupo de los “blancos”, que dominaban
la ciudad. Sin embargo, a principios de 1302, en un clima de guerra civil, los
“negros” pasaban a controlar la ciudad de Florencia. En este contexto histórico
se producía el exilio de Dante. Pero recuerdo que lo que me llamó la atención
al leer el libro de Petrocchi, desde un primer momento, era que el gobierno de
Florencia había aprobado dos decretos contra el poeta, uno en enero y otro en
marzo de 1302. El primer decreto le obligaba a marchar de Florencia por espacio
de dos años y a pagar 5000 florines, pero el segundo decreto suponía la muerte
del poeta.
En realidad, no hay ningún documento que pueda certificar en qué momento
Dante abandona Florencia. No sabemos si se marcha antes del primer decreto o si
decide esperar un poco, exiliándose antes del segundo decreto. El caso es que
jamás volvió a pisar Florencia. Esta idea de destierro siempre me ha conmovido.
Cuando era joven, siendo estudiante de historia antigua, me había seducido la
idea de ostracismo, una forma de exilio que tenía lugar en la antigua Atenas.
Ya entonces me había sorprendido el hecho de que personas influyentes, que en
ocasiones habían realizado actividades honrosas para su ciudad, en este caso
Atenas, se veían obligadas a marchar lejos de su patria. Pero no es necesario
irse a Atenas. El exilio de españoles desde la guerra civil es otro claro
ejemplo, terrible y conmovedor. La pregunta, pues, que me planteaba por aquel
entonces era la siguiente: ¿Qué pasaría por la cabeza de Dante, el más laureado
poeta de su época, en el exilio? Pensé, en aquel momento, que quizá, desde la
perspectiva de la vejez del poeta, después de haber transitado por toda Italia,
se podía sugerir una historia que abordase las circunstancias en las que Dante
se ve obligado a marchar de Florencia. Como no sabemos realmente cuáles son
esas circunstancias, pensé que el vacío que deja la historia se podía llenar
con la poesía y la imaginación.
Ahora bien, lo que sí sabemos es que, pocos meses antes del exilio, Dante
había marchado a Roma como embajador ante el pontífice Bonifacio VIII. Decidí,
por tanto, que el punto de partida de la obra de teatro que iba a escribir, El
exilio de Dante, debía ser la vuelta del poeta a Florencia, tras la
embajada ante el Papa. A las afueras de la ciudad, Dante, acompañado siempre de
su fiel Petronio, se queda perplejo ante una visión, una joven que
deambula por la floresta. Así se inicia la fábula. ¿De dónde procede esta visión?
Cuando uno se asoma a las Rimas de
Dante se percata rápidamente de que el poeta se deja llevar por una visión
erótica en donde los nombres de diferentes doncellas parecen reproducir siempre
la misma imagen, que nos lleva directamente a Beatriz, el mito erótico sobre el
cual se sustenta la Commedia. Dicho
de otro modo, da la impresión de que el poeta, tras la muerte de Beatriz, veía
a su ángel amado en otras mujeres. Son, precisamente, unos versos de las Rimas de Dante los que me inspiran la visión
que da inicio a la obra de teatro: “Tu, Violetta, en forma più che umana / foco
mettesti dentro in la mia mente”. La joven, pues, que aparece en la floresta
ante el poeta, a la entrada en Florencia, es la Violeta Minerbetti de las Rimas.
Dante siente en ese instante un arrebato poético que le conmueve. La obra de
teatro se abre, por decirlo de algún modo, con una vía poética y erótica: Dante
consumido por el ardor ante la imagen de Violeta. Pero en la pieza de teatro
deseaba llegar más lejos todavía en esta propuesta poética y erótica. Pensé, en
este sentido, que sería bueno para la historia duplicar el personaje femenino.
Como en las Rimas de Dante se menciona a una tal Fioretta “mia bella e
gentile”, que porta una guirnalda de flores en la cabeza, a la que el poeta
llama también “donna mia”, imaginé entonces que Fioretta sería la hermana
gemela de Violeta, lo que provocaría una serie de duplicidades que podrían
enriquecer la fábula.
Consideré necesario, por lo demás, plantear ciertas cuestiones en la obra
de teatro que formaban parte del contexto histórico en el que se produce el
exilio de Dante. Era casi inevitable, teniendo en cuenta, sobre todo, que en
ese momento había estallado en Florencia una guerra civil entre “blancos” y
“negros”. La facción de los “negros” pasaba a dominar la ciudad y se iniciaban
los juicios políticos contra los “blancos”. El poeta se convierte así, en la
pieza de teatro, en una especie de intermediario entre las dos facciones
rivales, tratando de mediar para solucionar el conflicto, lo que le lleva a un
enfrentamiento directo con el enviado del Papa, el cardenal Matteo
d’Aquasparta. Pero este contexto histórico, que ya de por sí tiene bastante
fuerza dramática, se refuerza con otra cuestión añadida, una idea que vagaba
por mi mente esperando el momento de alzar el telón. Recordaba que tanto en la
guerra de Troya como en la guerra del Peloponeso se mencionaban los efectos de una
epidemia, relacionados con el propio desarrollo del conflicto bélico. Pensé,
entonces, que la guerra civil florentina podía encontrar el aderezo de una
epidemia, lo que permitía dotar a la pieza de teatro de un tono solemne, casi
religioso. O al menos ésa era la intención. Porque, a veces, sucede que en la
construcción literaria de una obra determinada se van añadiendo ideas, pero no
siempre se logra el efecto adecuado.
Mi Dante, a fin de cuentas, tiene que lidiar con todas las ideas que en
esa época de mi vida circulaban por mi mente, esperando el momento de salir a
la luz y adecuarse a una historia determinada. Pobre Dante, pero, sobre todo,
pobre autor, y con esto acabo el lamento, porque escribir los monólogos del
poeta, del viejo Dante, un hombre anciano y cansado, es un acto de fe y de
voluntad que convierten al autor, sin desearlo, por una especie de asimilación,
en un hombre, también, anciano y cansado.
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