Embriagado por
la lectura de El cazador celeste (Anagrama, 2020) y, al mismo tiempo,
atenazado por el sofocante calor de julio, el fallecimiento de Roberto Calasso
me cogía por sorpresa. Era un golpe, además, en medio de la lectura del
imponente libro, por lo que experimenté la imperiosa necesidad de parar unos
días, antes de retomar El cazador celeste. Cerrada la lectura con ese
regreso a Eleusis del que habla el escritor italiano, he pensado que quizá,
después de todo, Calasso haya logrado finalmente su iniciación a esa vida
nueva, ese camino de felicidad que auspician los misterios.
¿Cómo se puede explicar, por lo
demás, un libro que inicia su recorrido evocando el origen de la caza, ese
momento que marca definitivamente la relación entre los hombres y los animales,
y que se cierra con una interpretación de los misterios de Eleusis? ¿Qué relación
se puede establecer entre la caza y los misterios o, lo que es lo mismo, entre
lo visible y lo invisible, ese espacio en el que se producen las metamorfosis?
¿Qué vínculo une al chamán con el hierofante de los misterios? Entre la
antropología y la mitología, el terreno en el que se mueve Calasso, la
narración avanza explorando los caminos que relacionan lo humano y lo divino,
lo visible y lo invisible, y que conducen directamente al sacrificio.
Calasso tiene claro que, en el origen, existía una relación entre lo
divino y la caza. El momento decisivo se produce cuando el hombre se separa del
animal y se convierte en depredador. Imita al animal para dominar y superar al
animal. “La distancia con respecto al animal fue el acontecimiento entre los
acontecimientos de la historia”, observa Calasso. Inicia el hombre, de
este modo, un proceso de transformación, de metamorfosis. El hombre “se volvió
depredador, escribe Calasso, “aplicándose a la imitación, hasta que de la
imitación brotó la metamorfosis”. La imitación y la metamorfosis
implican, además, un proceso de conocimiento, en el que también intervienen la
sustitución, la simulación y la posesión. Con la invención de la caza, el
hombre se adentra en la selva misteriosa, en el lugar primordial. Entonces, el
cazador establece vínculos con el chamán, que, como sabemos, se agita y se
mueve entre lo visible y lo invisible. Éxtasis, posesión y metamorfosis están
en la íntima esencia del chamán, que es un evocador de los espíritus y también
sana a los enfermos. La caza desemboca en un ritual que evoca el pasado, a
saber, el sacrificio, que implica la purificación mediante el derramamiento de
sangre de los animales. Con el sacrificio se entrelaza la culpa.
La caza es, como se sabe desde antiguo, una metáfora del conocimiento,
pues es una búsqueda y puede ser un descubrimiento, aunque también es incesto,
porque nos retrotrae a un estado animal. Como proceso de iniciación, la caza es
un recuerdo del pasado, una época anterior a la ciudad, a la civilización, a la
polis, que se recrea y se recuerda en los mitos. Es aquí donde el
trayecto antropológico y mitológico de Calasso se cruza inevitablemente con el
mundo griego. Así aparece, imponente, Artemisa, la diosa cazadora, la soberana
de los animales. Su hermano mellizo es Apolo. Artemisa es virgen, es pura.
Tiene múltiples nombres. Artemisa camina con Apolo y Dioniso. Se rodea de un
cortejo de ninfas. Es salvaje, despiadada y vive alejada de la ciudad. Si
Artemisa es soberana en la tierra primordial, Orión es el cazador celeste que
persigue a las Pléyades en el cielo y a sus enemigos en el mundo subterráneo.
“La caza prosigue en un simulacro fijado en la bóveda del cielo”, escribe
Calasso. Ahora bien, ¿por qué está Orión atrapado en la bóveda celeste?
Orión es un cazador de una enorme potencia. Su muerte se debe a un engaño de
Apolo, seguramente celoso, quien conmina a su hermana Artemisa a dar en un
blanco que emerge a larga distancia en el mar, a saber, la cabeza de Orión.
Luego, Artemisa transfiere a Orión a la bóveda celeste, junto con su perro,
Sirio. “El catasterismo”, observa Calasso, “señala el fin de la era de las
metamorfosis”.
Antes de que el catasterismo ponga
fin a una época, la edad de los héroes transcurre en toda su plenitud tal como
se vislumbra en la mitología griega. La edad de los héroes coincide con la edad
de Zeus. Es una época en la que los hombres están más cerca de los dioses,
precisamente porque se palpa la presencia divina. Es una época de
transformaciones, de ardor y fuerza. “Recién separados de los animales, cerca
de los dioses, extinguidos pocos después -así transcurrió la vida de los
héroes”, sentencia Calasso. Es un período breve, que abarca tres
generaciones, desde la empresa de los argonautas hasta el regreso de Odiseo a
Ítaca. El ciclo se cierra con la muerte de Odiseo a manos de su hijo Telégono y
el entierro del héroe en la isla de Circe. Quizá coincida el fin del ciclo de
los héroes con el fin de la era de las metamorfosis, algo que tenía claro Pausanias,
que habla de esta época como algo que ocurrió en el pasado. La era de las
metamorfosis, en todo caso, acaba con la última noche de Zeus en la tierra,
cuando decide unirse a Alcmena para procrear a Heracles, un regalo para Hera.
Es el final de una época, la edad de Zeus.
Para entender la era de las metamorfosis es evidente que Calasso tiene que recurrir a Ovidio, un escritor moderno que rompe las reglas, los lugares comunes, para crear un “encantamiento sin fin”, una “poesía ininterrumpida”. En Ovidio el tratamiento de los dioses se torna más cercano, porque los dioses necesitan del canto de los poetas, tanto como los propios poetas necesitan a los dioses. Ovidio penetra en territorios prohibidos, evoca el pasado, adentrándose, en ocasiones, como en los Fastos, en los ritos más antiguos, como las Lupercales. Pero para retener lo divino es necesario el control. Eso lo tenía claro Platón, que veía ya en el siglo IV a.C como una realidad poliédrica y plural, es decir, un nuevo orden de cosas, se estaba imponiendo, para establecerse definitivamente a partir de Alejandro. Contra este nuevo orden de cosas luchaba Platón. La intención de Calasso, en este sentido, es presentar las Leyes de Platón como “una obra final”, un intento último de legitimar lo divino, de “construir un baluarte para que se pueda ver y escuchar al dios”. Las Leyes se convierten así en “una extrema barrera defensiva frente a un mundo preparado y dispuesto a prescindir de lo divino”. Como el sometimiento a lo divino debe empezar por la ley, para rebatir de este modo el argumento sofista, el nomos adquiere un carácter sagrado e irrevocable, apunta a lo divino, como todo en las Leyes. Esta argumentación entronca con un tema que obsesiona a Calasso, a saber, la irrupción y el dominio de las sociedades seculares, laicas. La teatrocracia, es decir, el reino de la opinión, de la doxa, se ha impuesto en la sociedad de la época. Platón busca, por lo tanto, el control social en la ciudad. Por eso se implanta el Consejo Nocturno, que todo lo vigila y todo lo contempla. Los guardianes de las leyes se encargan, en última instancia, del control. Se debe evitar lo nuevo, se debe estar en contra del cambio. La metamorfosis es “el mal del que se huye”, escribe Calasso. Por eso, también, la tragedia y la poesía en general están en el punto de mira. “En el poeta se reconoce el legado chamánico, el eco de la era de la metamorfosis”. Para combatir todo esto, fiestas y sacrificios inundan la ciudad platónica. Todo el argumento culmina en el Epinomis, donde Platón escribe sus últimas líneas, dedicadas a la sabiduría, al número, y a aquello que resulta inconmensurable, irracional, porque no se puede medir mediante relaciones matemáticas. Quizá sea lo divino, que es lo que busca Calasso.
Y llegamos de este modo a Plotino, donde aflora, frente al cristianismo y
al gnosticismo, la necesidad de reconocer la belleza del mundo. “Plotino”,
escribe Calasso, “advierte que Grecia misma, el estilo griego de presentar las
cosas con esa claridad terrible que culmina en Platón, estaba a punto de
eclipsarse”. La decadencia griega seguía avanzando. Plotino camina
entonces hacia la contemplación del cielo, del cosmos, donde busca lo divino.
Más allá de la virtud en el marco social, da un salto para imponer la
contemplación como bien supremo, una contemplación que incluye a la naturaleza
toda en una “visión cósmica”. Como Platón y Aristóteles, sabe que lo
divino envuelve la entera naturaleza. En el cielo, donde habitan los dioses, se
encuentran bellas imágenes, agálmata, que Calasso, sospechosamente,
denomina simulacros. Pero la identificación con el dios exige serenidad,
quietud, despojarse de todo para alcanzar la purificación. La sociedad queda
fuera del objetivo. El viajero se encuentra solo.
Estas bellas imágenes en el cielo tienen su representación en la tierra,
en el fulgor que emana de las estatuas. Calasso señala que Hugo von
Hofmannsthal había encontrado lo divino en un lugar inesperado, en el museo de
la Acrópolis, en una luz que desprendían las estatuas griegas, las korai.
Es la sensación de algo momentáneo. Los griegos, puntualiza Calasso, “pensaban,
sobre todo, que las estatuas podían ser divinas”. El argumento se
tensa. Calasso piensa que los griegos tomaron de Egipto los misterios y las korai.
Todo se inicia en Egipto. Ésa es una idea que parece flotar en el ambiente
griego. Por eso, existe una tradición de viajeros griegos a Egipto, casi
siempre sabios que intuían que el origen de la sabiduría se encontraba en el
país del Nilo, una continuidad de lo divino que se remontaba muy atrás en el
tiempo. De ahí el contraste latente entre los sacerdotes egipcios y los sabios
o legisladores llegados de Grecia. Los griegos eran conscientes de no haber
inventado nada, pero alardeaban de conducir todos los saberes y artes a la
perfección, gracias a su “sentido de totalidad y de simplificación”,
tal como había intuido Nietzsche. Frente a Grecia, las culturas que lo
envolvían alardeaban de antigüedad, no exenta, cierto es, de rigidez e
inmovilismo. Pero lo que verdaderamente diferenciaba a Egipto de Grecia era el
culto de los animales, el carácter sagrado que los egipcios concedían a los
animales. Y luego está el tema de la prisca sapientia, esa sabiduría
antigua de los egipcios que Calasso relaciona con el carácter secreto de la
cultura egipcia y que tiene su expresión en la escritura. Determinados textos
no eran visibles a ningún ojo humano, eran secretos. Lo sagrado, lo divino, se
expresa en Egipto a través de las estatuas, los animales y, en último término,
la escritura.
Ahora bien, lo divino es anterior a los dioses, porque está claro que éstos evidencian una transformación continua. “Respecto de los dioses, de todos los dioses”, escribe Calasso, “la cuestión no está en creer sino en reconocer”. Antes de los dioses olímpicos estaban los astros. Los griegos eran conscientes de ello. Lo divino circulaba en el aire antes de ser legitimados los dioses olímpicos. La tierra entera era divina. También tenían claro, los griegos, que la felicidad, la bondad y los misterios eran elementos de acceso a lo divino, eran una forma de reconocimiento. Aquí, ya, todo el discurso de Calasso apunta a los misterios, cuyo origen egipcio parece seguir el autor italiano, al igual que los escritores de la antigüedad. Osiris se transforma en Dioniso e Isis es Deméter. El fundador de los misterios de Eleusis es Eumolpo. Sus descendientes, los Eumólpidas se encargan de los misterios, pero también de la exégesis de las leyes no escritas. Ahora bien, ¿cómo se configuran los misterios de Eleusis, que suponen, en cierta medida, una crisis dentro de la religión olímpica? Todo está relacionado con el rapto de Perséfone, que queda recluida en el mundo de Hades. El dolor de Deméter da inicio a los misterios. Sólo la risa y Eros desatascan la situación y dan sentido a los misterios. Por lo demás, Calasso se esfuerza en distanciar a Deméter del culto a la fertilidad, una vinculación tradicional en la historiografía. Insiste en que el don de Deméter es, precisamente, el que está vinculado a los misterios. La adormidera, la espiga y la granada son elementos entrelazados en el ritual. Las libaciones ponen fin a los misterios. Como “los dioses tienen oculta la vida a los mortales”, la vida que se ofrece en los misterios es una pura vida.
Es así como los misterios permitían
una transformación, una renovación de la vida, una resurrección del alma, que
no tenía nada que ver con la resurrección del cuerpo, de la carne, que ofrece
la doctrina cristiana. Los misterios representaban el inicio y el fin. Sobre
ellos no se podía hablar. Tenían, en ese sentido, un carácter esotérico.
Estaban al margen de la religión de la polis. En los misterios se reverenciaba,
por cierto, también, el carácter sagrado del sol y de la luna. “Los Misterios”,
escribe Calasso, “servían para vivir de otro modo en la vida”. El
iniciado siempre regresaba a Eleusis porque en los misterios encontraba un
baluarte de la felicidad.
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