Un hombre,
simplemente B, deja el sanatorio en el que se ha recuperado de una enfermedad,
denominada síndrome de Gillain-Barré, que le ha dejado incapacitado,
inmovilizado. Parece, en principio, que abandona para siempre ese lugar de
recuperación, de reposo, que ha sido el sanatorio. Antes de partir, contempla
el edificio, las ventanas cerradas de la quinta planta, el lugar del misterio.
Vuelve a casa, al hogar. Así se inicia la tercera novela de Manuel Baixauli, La
cinquena planta (Proa, 2014), después de haber publicado y obtenido varios
premios con Verso y L’home manuscrit.
Anhelamos, sin duda, dejar atrás las
malas experiencias del pasado, pero la memoria es inflexible en sus recuerdos.
Actúa como elemento de recapitulación, como motor de la creación artística. Lo
acontecido a B en el sanatorio impulsa su imaginación. Los fantasmas de la
enfermedad le persiguen por las noches, en “la hora del lobo”, ese momento en
que está a punto de llegar el amanecer. Por eso, tarda en recuperar el orden
anterior al síndrome de Guillain-Barré, tarda en volver a escribir, porque B es
escritor y todo, absolutamente todo en La cinquena planta, gira en torno
al acto de escribir.
La narración introspectiva, íntima, de la extraña enfermedad que se apodera del protagonista es sólo el inicio de una exploración exhaustiva de la trayectoria vital de los personajes que pululan por el sanatorio. Sabemos, a través de esa narración, que, al principio, B era una piedra que sólo movía los ojos, pero que escuchaba las conversaciones. Era consciente de lo que ocurría a su alrededor. Desde un primer momento, sabemos que B, como buen escritor, es un observador. Observa a los personajes que deambulan por el sanatorio. Pero, sobre todo, contempla las cosas, detiene su mirada en los pequeños detalles de los objetos, sea el polvo en la tela blanca de las toallas o bien las paredes del interior de su apartamento.
Aunque B se interesa por todo lo que acontece en el sanatorio, son
principalmente los artistas que allí confluyen los que estimulan su
imaginación: un músico (Fix), una arquitecto (Orofila) y un escritor (Timoteo).
De hecho, la estructura de La cinquena planta, en cierta medida, está
orquestada en torno a la historia de estos tres personajes. Fix es un
octogenario que ha sufrido un ictus y sólo contempla paredes lisas. En un lugar
escondido del enorme jardín, que florece junto al sanatorio, toca el violín. Su
historia está plagada de fantasmas, reales e imaginarios: los recuerdos del
campo de concentración de Gusen y las apariciones de su fallecida mujer.
Orofila es una mujer de avanzada edad que ha estudiado arquitectura y que ha
decidido arriesgarse, siempre, apostando por sus convicciones artísticas. Es
una visionaria obsesionada por construcciones arquitectónicas en forma de
cráneo. Timoteo es un enfermo psicótico que emite frases enigmáticas, cual
oráculo. Es un escritor que, al borde de la locura, ha abandonado la escritura,
un renovador literario que, en época franquista, ha escrito una serie de
novelitas, con total libertad.
Pero más allá de las historias de estos tres personajes, se constata que,
de una forma u otra, la mayoría de los individuos que pululan por el sanatorio
tienen alguna relación con la actividad artística, son artistas o, en todo
caso, artistas fracasados. Así, por ejemplo, la joven fisioterapeuta que cuida
de B, Fisio, en realidad anhela ser actriz, y su primer marido, Foto,
obsesionado con la muerte y el vacío, recibe un encargo del sanatorio para
fotografiar un espacio amplio, cercano a la clínica. ¿Acaso no es lícito
pensar, pues, que Baixauli ha querido, así, recrear las obsesiones de los
artistas? ¿Acaso el arte no se convierte, de este modo, en un baluarte, una
trinchera, un acto de supervivencia, introspectivo, en soledad, alejado del
mundanal ruido? Es quizá, aquí, en todo caso, donde se pueden percibir, con
mayor claridad, las obsesiones del propio autor.
Desgranando, poco a poco, en pequeñas dosis, la historia de los
diferentes personajes que trasiegan por el sanatorio, Baixauli emplea
procedimientos narrativos diversos. Igual que en La hora del lobo, de
Bergman (film que actúa de faro, como Andrei Rublev, de Tarkovski), los
personajes hablan a la cámara, al espectador, advertimos que en La cinquena
planta los individuos que se recuperan en el sanatorio cuentan sus
historias al lector. La narración cambia continuamente de perspectiva. A veces,
el protagonista habla en primera persona. A veces, hablan los personajes,
incluso aquellos inventados por B pero que finalmente ha desestimado en sus
libros. Esta visión poliédrica, que tiene como eje central el sanatorio y sus
huéspedes, se asemeja, en cierta medida, a un cuadro cubista.
Además, Baixauli delinea, con fijación arquitectónica, geométrica, los
espacios en que se desarrolla la trama de la novela. Los pasillos y las plantas
parecen repetirse en el sanatorio, en el ambulatorio donde continúa la
rehabilitación, en el colegio de su infancia. También algunos edificios parecen
repetirse, como la casona modernista de Orofila, con espacios plagados de fantasmas del
pasado, de individuos deformes. Los cuentos, los sueños y los aforismos que
pueblan la narración dotan de una cierta extrañeza a La cinquena planta,
más aún cuando se diluye la línea que separa la realidad que vive el personaje
principal, B, y aquello que sueña, o acaso imagina.
Todo en la novela, sin embargo, parece abocado al acto de escribir. Son
continuas las referencias a L’home manuscrit y las reflexiones sobre la
escritura. A veces, da la sensación de que Baixauli, con fino sentido del humor,
se burla de sí mismo y de todo aquello que envuelve el mundo literario. Pero
queda claro, en todo caso, que la escritura se presenta como una herramienta
contra el olvido. “Escriure multiplica la vida”. Es así como en La cinquena
planta nos encontramos con dos historias paralelas. Existe una historia
cercana a la realidad y otra imaginada por el protagonista después de su
estancia en el sanatorio. B imagina historias a partir de los personajes que ha
conocido en el sanatorio. Son personajes que conviven con el escritor y le
hacen compañía. ¿La quinta planta es, pues, una metáfora, una realidad o acaso, tan sólo, una imagen soñada? El único límite está en la imaginación del escritor
y en la imaginación de cada lector.
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