1. Luciano
Canfora publica Prima lezione di storia greca en el año 2000. Traducido
al castellano con el título de Aproximación a la historia griega (Alianza,
2003), el ensayo parecía inaugurar una serie de volúmenes que tendría como objetivo,
seguramente, reflexionar sobre diferentes cuestiones y problemas que afectan a
la historia y a la historiografía griegas, terrenos en los que Canfora es un
maestro indiscutible. En Aproximación a la historia griega -la primera lección- Canfora ha
tratado, precisamente, algunos temas que son frecuentes en su visión de la
historia griega. Aun poniendo de relieve el papel predominante que juega el ojo
frente al oído para el historiador griego, pues “los ojos son más fiables que
los oídos”, según la tradicional fórmula de Polibio, la intención de Canfora es
poner de manifiesto, desde un primer momento, que el pasado remoto resulta poco
fiable para el historiador griego por la falta de testigos y, por supuesto, de
documentos. Aquí es donde Canfora pone el énfasis, porque la presencia
fragmentaria de documentos, especialmente inscripciones, ha supuesto un
hándicap para la historiografía moderna, que, como se sabe, tiende a rellenar
los huecos que dejan los relatos de los historiadores antiguos con fragmentos
aleatorios de inscripciones que han sobrevivido. La complicación del asunto
viene dada, como se sabe también, por el hecho de que los archivos oficiales,
con documentos en papiro, no se han conservado. Pese a las limitaciones, pues,
que presentan los documentos epigráficos, que carecen, en ocasiones, de
cronología, sí que es cierto que han contribuido a “rellenar huecos” en la
historia griega, completando los relatos historiográficos. Tal como
señala Canfora, por ejemplo, la Crónica de Paros permite enlazar la Biblioteca
de Diodoro con la Historia de Polibio, el relato continuo de la
historia griega que Diodoro acaba en 301 a.C con la historia de las guerras
púnicas que Polibio inicia en 264 a.C. La sensación de pérdida es todavía mayor
cuando se comprueba que los documentos más importantes, generalmente secretos,
se han perdido, por lo que queda claro que ya no podremos recuperar gran parte
de lo que Canfora denomina “las razones verdaderas, profundas, auténticas e
inconfesadas (salvo para unos pocos) de las acciones más importantes y
controvertidas”.
Entre las obsesiones que han llevado
atareado a Canfora arriba y abajo en su trabajo como historiador se encuentra
la cuestión de los falsos documentos. “El documento”, escribe Canfora, “no
debería fetichizarse. Éste, por el contrario, no es necesariamente la verdad”. De hecho, cualquier documento anterior al incendio de Atenas en 480 a.C
es susceptible de ser una reconstrucción posterior. Los persas incendiaron
Atenas, por lo que cabe pensar que los documentos públicos, conservados en
archivos -en la Acrópolis, en los templos-, debieron ser pasto de las llamas.
Así pues, tanto las leyes de Solón como las leyes de Clístenes, tal como
sugiere Canfora, pueden resultar simples “reconstrucciones conjeturales” realizadas después de la retirada de los persas. La misma duda que se cierne
sobre esta legislación del siglo VI a.C aletea sobre el famoso “decreto de
Temístocles” de 480 a.C que, según Canfora, es una creación del siglo IV a.C
que responde a la propaganda panhelénica de la “segunda liga marítima” en 378
a.C, auspiciada por Atenas y que Christian Habicht engloba en lo que denomina
“fabricación de falsificaciones con fines políticos en la primera mitad del
siglo IV a.C”. Estas falsificaciones también son frecuentes en las
escuelas de retórica del siglo IV a.C. Canfora habla, en concreto, de
“modificación intencional y dolosa de documentos auténticos”, lo que
explicaría desde su punto de vista la existencia de una ley para la protección
de los archivos, por ejemplo, en la isla de Paros, que se remonta al 170 o al
150 a.C. Teniendo en cuenta, entonces, la cuestión de las reconstrucciones
conjeturales y las falsificaciones, y la gran consideración hacia el documento
que atesora la escuela de Aristóteles -donde se recopilan documentos
histórico-políticos y certámenes teatrales, donde se recogen los datos de 158
constituciones y donde Crátero realiza una Compilación de los decretos áticos-,
conviene preguntarse, sugiere Canfora, si la elaboración de falsificaciones
también pudo engañar a estos recopiladores de documentos de la escuela de
Aristóteles.
2. La concesión
de la ciudadanía es un bien supremo tanto en Esparta como en Atenas. A veces,
en situaciones excepcionales, se concede la ciudadanía “en grupo”, como ocurre
en el año 405 a.C, cuando Atenas, después de la derrota de Egospótamos,
convierte en ciudadanos a todos los demócratas de Samos. Es una situación
desesperada que requiere medidas desesperadas. Canfora relaciona este decreto
de Samos de 405 a.C, hacia el final de la guerra del Peloponeso y que silencia
Jenofonte en su Historia, con la decadencia del imperio ateniense. Por
eso trae a colación un texto de Tácito, en donde por boca del emperador Claudio
se afirma “que la decadencia de Esparta y Atenas se había debido en su época a
la miope política de la ciudadanía, a la tosca y celosa manera en que se habían
cerrado sobre sí mismas condenándose a la decadencia, en primer lugar,
demográfica”. En cualquier caso, queda claro que el decreto de Samos
llena un vacío que deja Jenofonte y nos permite conocer mejor la mentalidad de
la Atenas imperial en el momento final de la guerra del Peloponeso, donde los
golpes de timón que daba el gobierno ateniense eran indicios claros de
decadencia.
También Tucídides silencia, de forma inquietante, la situación de Melos
durante la guerra del Peloponeso. El relato de Tucídides, en el libro V de su Historia,
describe la feroz represión de Melos como una “mancha que empaña la imagen de
Atenas a lo largo de los siglos”. Tucídides habla de Melos como una
república neutral durante el conflicto entre Esparta y Atenas, pero sabemos por
la epigrafía que Melos tributaba a Atenas y que formaba parte de la Liga
Ático-Délica. La ferocidad de Atenas contra Melos sigue siendo injustificable,
pero con el documento epigráfico en la mano el relato de Tucídides se nos
presenta, ahora, como un reflejo de la propaganda antiateniense de la época. Es
más, Canfora relaciona el diálogo de Melos, emplazado a finales del libro V en
la Historia de Tucídides, con la cuestión de los tiranicidas, es decir,
el mito de la fundación democrática en 514 a.C, sustentado en la muerte de
Hipias y que Tucídides retoma en el libro VI después de haberlo planteado en la
Arqueología del libro I. Canfora sostiene que Tucídides emplea
documentos que se encontraban en el ágora y en la Acrópolis, quizá algunas
estelas, para demostrar que el tirano era Hipias y el asesinado había sido
Hiparco. Siendo la causa del magnicidio una cuestión amorosa, no política ni
ideológica, Tucídides se enreda en el argumento, sin embargo, al señalar que
Harmodio y Aristogitón “apuntaban a Hipias y mataron a Hiparco”.
La interpretación de Canfora sitúa la conjetura de Tucídides, que va más allá
del documento, dentro de la crítica a la democracia por parte del historiador.
Relaciona, de este modo, el diálogo de Melos y el final de Hiparco con la
postura antidemocrática de Tucídides, “una operación ideológica” en un
período en el que se estaba fraguando la conjura de 411 a.C.
3. Frente al
escepticismo de algunos historiadores, Canfora concede un gran valor a los
discursos de Tucídides (en realidad, a la palabra como documento). “También la
palabra de los protagonistas”, escribe Canfora, “es un documento, o al menos
debería serlo”. A través de esos discursos se reconoce la oratoria
política. La palabra, el discurso y el diálogo están muy presentes en el relato
historiográfico de Tucídides porque tienen “un espacio muy grande en la vida
colectiva (teatro, asamblea, tribunal” y porque, como se sabe, la
escritura “es un sucedáneo marginal”. Obsesionado por este valor que
concede a la palabra como documento, Canfora retoma el asunto con el caso del
demagogo Atenión en la guerra de Mitrídates contra Roma en el año 86 a.C y que
relata Posidonio. Es uno de esos momentos en los que Atenas vuelve a asomar la
cabeza, pues en la segunda mitad del siglo IV a.C la ciudad había pasado a un
segundo plano en las fuentes antiguas, en época de Filipo y Alejandro, cuando
los historiadores habían dejado de escribir Helénicas y habían pasado a
escribir Filípicas. El eje político se había desplazado a Macedonia.
Atenas había pasado, tal como señala Canfora, a “las páginas interiores”. Pero he aquí que Posidonio recoge, en la guerra de Mitrídates, las
palabras de Atenión, que Canfora considera “verdaderas”, y, por un momento, da la sensación de que
Atenas recobra su antigua vitalidad, rompiendo una lanza -Atenión- por el
teatro y la asamblea después de una etapa de prolongado silencio.
4. Los límites
temporales de la historia griega siempre han sido problemáticos y fuente de
discusión para la historiografía. De los historiadores que cierran el relato en
Sócrates (G. de Sanctis) o en Queronea (G. Busolt), se pasa a una visión más
amplia, producto de la influencia de Droysen y de la creación del concepto de
helenismo. Droysen pensaba, en concreto, que la historia griega debía ampliarse
hasta la conquista de Constantinopla por los turcos en el año 1453. Pero esto
conduce, evidentemente, a otro problema histórico: la relación entre centro y
periferia. Canfora sugiere, en este sentido, estudiar conjuntamente la historia
griega y romana a partir del helenismo, tal como intuyó Polibio y tal como
señala Toynbee en Civilization on Trial, donde afirma que se debe
estudiar “la historia griega y romana como un relato ininterrumpido con un
decurso único e indivisible”. Si pasamos al problema cronológico de los
inicios de la historia griega, es evidente que los mismos griegos eran
conscientes de su juventud frente a otras civilizaciones más antiguas, como la
egipcia. Heródoto, por ejemplo, remonta la historia griega a Giges. Tucídides
va más allá, hasta Minos. Y Éforo, aún más lejos, llega hasta el retorno de los
Heráclidas. “Su valiente tentativa”, escribe Canfora, “de mirar lo más posible
hasta atrás influyó en la tradición siguiente”.
5. La vida en
las ciudades griegas no se puede entender sin la existencia de la esclavitud.
Sigue siendo todavía objeto de debate la esclavitud de los hilotas que, a
veces, da la impresión de ser una relación personal entre el esclavo y el
espartiata, pero que en otras ocasiones se asemeja a una servidumbre
comunitaria. Otra cuestión importante, muy debatida por la falta de
documentación demográfica, es el número de esclavos. Tucídides (VII, 19, 20)
ofrece unas cifras que resultan problemáticas, difíciles de valorar, pues habla
de una fuga de veinte mil esclavos cuando los espartanos toman Decelea. Canfora
se apoya en un texto de la Suda para poner en valor la enorme cantidad
de esclavos que menciona Ateneo de Náucratis, unas cifras que los historiadores
siempre han considerado exageradas desde que, en el siglo XVIII, David Hume
expusiese unos argumentos ciertamente razonables, en su ensayo Of the
Populousness of Ancient Nations (1752), en contra de esa enorme
cantidad de esclavos. Lo que no admite ninguna duda es que el carácter
exclusivo y excluyente de la democracia ateniense, con un concepto muy
restringido de la ciudadanía, explica “su total falta de apertura hacia los
esclavos”. Precisamente, la existencia de la esclavitud ha sido una de
las fisuras por donde se ha resquebrajado el mito del modelo griego. En la
época de la revolución francesa, tanto Benjamin Constant como Constantin F.
Volney han puesto en evidencia estas fisuras. Ahora bien, lo que no se puede
cuestionar, por evidente, es que la producción literaria -no sólo en Grecia
sino también en Roma-, posee unas cualidades que pueden resultar provechosas
para quien pretenda descollar en el mundo de las letras: el cuidado asombroso
de los detalles y la búsqueda de la belleza ideal. En este punto, la reflexión
sobre el modelo griego no admite fisuras.
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