1. Los escritos no hablan, no ofrecen respuestas. Este supuesto es el punto de partida de El silencio de la escritura, libro publicado en 1991, decisivo en la obra de Emilio Lledó. La formulación más acabada de esta idea, de este supuesto, se encuentra, como se sabe, en el Fedro, donde Platón emplea una bella metáfora para definir la cuestión: el escrito “necesita siempre la ayuda del padre” (Fedro, 275 E), requiere de un discurso que descubra el sentido oculto del texto y que, sobre todo, conceda viveza a lo ya expresado mediante letras. El escrito adquiere su verdadera dimensión en el diálogo que se establece con el lector-intérprete, porque, efectivamente, Lledó concibe todo logos, todo discurso, fundamentalmente como diálogo. El principio de la hermenéutica se sustenta, pues, en el silencio de la escritura, pues ya que el escrito viene acompañado de una especie de soledad, de olvido, pero también “arrastra una apariencia de sabiduría”, se hace inevitable el diálogo, adquiriendo fuerza y relieve el escrito a través del intérprete. El escrito se convierte así en un “pretexto” mientras la subjetividad actúa como “principio y telos”. El sentido de la tradición viene determinado, entonces, por una interpretación de la escritura y a través de la escritura. La tradición es lenguaje, logos, un diálogo con el pasado que se establece desde el presente. La formulación más acabada y clara se encuentra sin duda alguna en el diálogo platónico, que reproduce, como un eco, lo acontecido en la Academia, pero que esconde bajo esa aparente polifonía, un “diálogo consigo mismo”. En cualquier caso, tal como apunta Lledó, para que las palabras se conviertan en inmortales semillas, siguiendo la metáfora platónica, es necesario que exista el abono apropiado, es decir, “la dialéctica de la pregunta y la respuesta, o sea, la dialéctica de la temporalidad, la dialéctica de la duda”, por lo que dudar de las palabras, revisar los contenidos de la tradición, es una de las grandes tareas que plantea la lucha contra las presiones actuales de la instantaneidad.
2. Lledó
presenta y define el discurso mítico como algo lleno de plenitud en “su rotunda
e incompartida palabra”. Ese discurso que procede del mito no necesita,
entonces, de diálogo, pero juega un papel importante en el origen de la
historiografía filosófica, precisamente porque ante un lenguaje “que habla
pero que no responde” se impone una tarea hermenéutica. Surge así la
pregunta al discurso mítico. El condicionamiento necesario para el nacimiento
de un discurso interpretativo es, evidentemente, la escritura. La historia y la
tarea historiográfica arrancan entonces con fuerza gracias a la pujanza de la
escritura. “La experiencia historiográfica”, escribe Lledó, “no sólo consiste
en el análisis de lo que el texto dice, sino en el descubrimiento de lo que el
texto oculta”. Este principio hermenéutico está estrechamente
relacionado con esa visión que convierte toda historia en historia
contemporánea, siguiendo la premisa de Croce. Ahora bien, el ideal hermenéutico
pasa también por una especie de sympátheia con lo que se interpreta, lo
cual implica, con todas las dificultades que conlleva, conocer los afectos del
escritor. Esta empatía, esta amistad hacia el autor, se antoja necesaria e
“implica el momento más complicado del círculo del comprender”. Llegados
a este punto, parece claro que Lledó sigue la senda de Gadamer, justo allí
donde el verdadero problema de la hermenéutica se resuelve en la conocida
fórmula: “¿Qué significa comprender a un autor mejor de lo que él se ha
comprendido a sí mismo?”. La fórmula, como se sabe, empleada por Dilthey al
final de El nacimiento de la hermenéutica, se remonta a Schleiermacher.
Pero también se encuentra en Boeckh, en un texto que resulta bastante
significativo para poder alcanzar a comprender los entresijos de la
interpretación: “El escritor compone conforme a las leyes de la gramática y la
estilística; pero la mayoría de las veces de una manera inconsciente. Sin
embargo, el intérprete no puede explicar nada plenamente sin ser consciente de
esas reglas…De ello se sigue que el intérprete no sólo debe comprender al
autor tal como él se comprende a sí mismo, sino incluso mejor. Pues el
intérprete tiene que traer claramente a la consciencia aquello que el autor ha
creado de manera inconsciente, y así se abrirán muchos dominios y perspectivas
que al mismo autor eran extrañas”. Más allá de esa
referencia al inconsciente, que parece funcionar en todo autor pero que también
parece difícil delimitar, Boeckh ya apuntaba el peligro y los problemas que
podía plantear el exceso interpretativo, seguramente porque intuía que el
intérprete, como autor que es también, se mueve en un terreno resbaladizo.
Teniendo en cuenta, según la sugerencia de Lledó, que ni siquiera los autores
son capaces de comprender su obra como una totalidad, “porque los autores no
escriben obras”, la labor del intérprete se ciñe al texto que,
independizado de su autor, se convierte en una “semilla inmortal”, un espacio en el que, siguiendo la famosa metáfora platónica en el Fedro, se han plantado y sembrado palabras con fundamento.
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