viernes, 30 de septiembre de 2022

Senilia

 


1. En el año 2010 las editoriales C. H. Beck, en Múnich, y Herder, en Barcelona, publican Senilia. Reflexiones de un anciano, un manuscrito redactado por Schopenhauer en los últimos años de su vida, entre 1852 y 1860, y que está plagado de aforismos y sentencias, de reflexiones sobre cuestiones de todo tipo, desde la física hasta la barbarización de la lengua alemana. Es la primera edición de Senilia, porque nadie se había decidido a publicar el manuscrito completo ya que la mayor parte de los fragmentos habían sido utilizados por el propio autor en otros libros de la época. Nada parece ajeno al interés del anciano Schopenhauer, pero conviene advertir que no es un libro de pensamientos sobre la vejez. Es un libro de reflexiones en la vejez, un libro de anotaciones dispersas, con discusiones y obsesiones recurrentes, en donde emerge de continuo el carácter del filósofo, esa esencia que define a Schopenhauer, al margen de su edad, porque “por más viejo que se llegue a ser, uno siempre se siente en su interior totalmente el mismo, el que uno era cuando era joven, más aún, cuando era niño”.

 


2. Hacia el final de su vida Schopenhauer seguía dando vueltas en círculo, reflexionando sobre los mismos asuntos que le habían ocupado desde su juventud. El intelecto y la voluntad atrapan su atención. El intelecto se presenta como la parte más pura e ingenua en los seres humanos, siempre al servicio de la voluntad, excepto en aquellos casos en donde la plétora de intelecto supera a la voluntad, es decir, en el caso de los genios. El intelecto es, por lo tanto, casi siempre, una cualidad secundaria, “accidental en relación a la voluntad” y, en cualquier caso, no ordena ni modela la naturaleza. Es, además, incapaz de captar el enigma de la existencia humana porque es inmanente mientras que ese enigma es algo trascendente. En el ser humano hay algo que forma parte de su esencia, un conocimiento a priori que no procede de ninguna experiencia, que es una forma propia del intelecto. Pero la voluntad, a fin de cuentas, es el origen de todo. Por eso, cualquier negación de la voluntad se entiende casi como un tránsito hacia la nada. Frente a la caducidad del intelecto se encuentra “la consistencia metafísica de la voluntad”, que es idéntica a las fuerzas en la naturaleza. La voluntad es fuerza y materia. Se centra en cosas individuales mientras que el intelecto se centra en generalidades, en ideas sobre las cosas. Por ello, la voluntad no reside en el cerebro. “Mi enseñanza”, escribe Schopenhauer, “es que el cuerpo entero es la misma voluntad”. Hay, aquí, en las anotaciones de Schopenhauer, en este sentido, una especie de vinculación con los conceptos de sujeto y objeto, o de subjetividad y objetividad. Esa es la razón, por ejemplo, por la que el filósofo desiste de la mística, porque suprime el intelecto y la voluntad, porque no hay sujeto ni objeto. Schopenhauer tiene claro que el cuerpo y el alma están relacionados con la objetividad y la subjetividad, “son una y la misma cosa vista desde dos lados”, algo que ya había adelantado Spinoza.  

 

3. La filosofía es la investigación de la verdad y, más concretamente, en el caso de Schopenhauer se define como una especie de revelación que se ampara en un “puro servicio a la verdad, que es la aspiración suprema de la humanidad, y por ello lo más sublime que hay sobre la tierra”. Esta aspiración legítima aleja a Schopenhauer del teísmo judío, que no sirve ni para la comprensión de la naturaleza ni para una investigación seria de la verdad. De hecho, el blanco de las iras de Schopenhauer, en los últimos años de su vida, es la teología especulativa (y también la psicología racional). Schopenhauer es totalmente contrario y reacio a lo que él denomina ascetismo cristiano-judío, aunque más frecuentemente habla, con ironía, de mitología judía y mitología cristiana. La mitología del cristianismo, escribe Schopenhauer, es “intrincada, enredada y hasta bulbosa”, de tal modo que en el Nuevo Testamento sólo se pueden salvar unas cuantas páginas, que son excelentes, porque el resto es una metafísica enredada y una serie continuada de cuentos de hadas. Pero Schopenhauer va más allá al considerar que el cristianismo “no es una pura doctrina, sino que es esencial y principalmente una historia, una serie de acontecimientos, un conjunto de hechos, de acciones y sufrimientos de seres individuales”. Schopenhauer no ve en Cristo la práctica de ninguna ascesis sino más bien “el símbolo o la personificación de la negación de la voluntad de vivir”. El punto final de su argumentación, esparcida en las notas de Senilia, es bien evidente: las religiones tratan de ofrecer coherencia moral de una forma imprecisa, mediante todo tipo de imágenes y fábulas. Y la consciencia de Dios es tan sólo una idea que se inocula durante la infancia, como una revelación, a los hombres educados en el judaísmo y en las religiones que provienen de él. Pero lo que más disgusta a Schopenhauer es observar que la supuesta filosofía alemana se ha dejado arrastrar por la teología hasta convertirse en su esclava. La filosofía académica, de cátedra, escribe Schopenhauer, es un “catecismo disfrazado de metafísica”. No habiendo entrado en el mundo académico y con un cierto rencor acumulado en las entrañas, Schopenhauer se explaya en la crítica a los señores que enseñan filosofía y no entienden a Kant, a los que denomina profesores de mitología judía o, también, consejeros áulicos, equiparables a la chusma literaria. Estos señores, llenos de mediocridad, no entienden, por ejemplo, la cuestión de la idealidad del espacio, que está en Kant. Pero es que estos mismos consejeros áulicos son los que han olvidado la filosofía de Schopenhauer, los que la han mantenido en secreto, por espacio de treinta y seis años, hasta que su lectura ha llegado al público. La erudición ha cedido ante la piedad. Schopenhauer se muestra, pues, dolido ante lo que considera “segregación de su producción”. No duda, en todo caso, y la cuestión está bastante clara, en considerarse un continuador de la filosofía de Kant, que representa la seriedad “frente a la filosofía en broma de la universidad”. La figura de Kant es gigantesca, ha dado el golpe mortal al teísmo. La mitología judía es, además, algo completamente incompatible con la sabiduría de Kant. Seguidor, pues, de la filosofía kantiana, Schopenhauer reniega de los tres sofistas, que no se mencionan en el texto pero que cabe pensar que son Fichte, Schelling y Hegel. Llega incluso a relacionar la figura de Hegel con una especie de neocatolicismo. Hegel es un charlatán, seguido por las Academias y por los profesores de filosofía, algo que con toda seguridad anhelaba Schopenhauer. La crítica del filósofo alemán se hace extensiva a la astrología, el misticismo, el materialismo, pero, sobre todo, a la física mecánica, experimental, de su tiempo, que considera de una gran “tosquedad”. La experimentación no ofrece la verdad misma, tan sólo datos para buscar esa verdad. El cálculo no sirve para la correcta comprensión de los procesos físicos. Se requiere de un “correcto conocimiento de la causalidad y de la construcción geométrica del proceso”. Schopenhauer es consciente de que las verdades más importantes se captan mediante la agudeza y la reflexión, no a través de la experimentación. Esta crítica a la física mecánica y atomista alcanza desde Demócrito y Leucipo hasta Descartes. Schopenhauer reniega de los físicos y de la tradición vinculada a Newton. Eso explica que su aportación a la teoría de los colores siga la estela de Goethe. La crítica de Schopenhauer se ceba también, finalmente, con cierto tipo de especialización, que no debe confundirse con la filosofía, es decir, los “iluminadores del mundo, que han aprendido su química, o geología, o zoología, o fisiología, pero que, aparte de eso, no han aprendido nada más en el mundo”. 

 

4. Schopenhauer dedica una enorme cantidad de páginas en Senilia a la cuestión de la lengua germánica. Siente admiración hacia las “mentes primordiales del género humano”, que son las que inventan la gramática de la lengua y se ceba, sobre todo, con la “barbarización gramatical y lexical con el objeto de lucrar sílabas” que está teniendo lugar en Alemania, en aras de una supuesta brevedad y concisión. Se queja de la acumulación de consonantes, de la timidez en el empleo de las vocales o de la constante interrupción de los discursos escritos mediante interpolaciones que no conceden vivacidad al estilo. Critica a los miles de escribidores que maltratan la lengua alemana y que sólo leen “tinta fresca”, y a la juventud alemana que sólo lee periódicos y lo más reciente, “con la estúpida ilusión de que se trata del resultado de todo lo habido hasta ahora”. Insiste en que se han de buscar pensamientos nuevos y no palabras nuevas, porque existe una tendencia, un afán por las palabras de nuevo cuño o por las palabras antiguas transformadas. La lengua alemana se está volviendo, por tanto, más pobre y ambigua. Este empobrecimiento se hace evidente en el hecho de que con la misma palabra se expresan varios conceptos en vez de mantener la riqueza de vocabulario. La profanación de la lengua se inicia en los periódicos políticos, continúa en las revistas literarias y acaba en los libros. Schopenhauer habla de barbarismo, de errores lingüísticos, de problemas de estilo, de una “conspiración generalizada contra la lengua”, que tiene lugar particularmente en Alemania y no en otros países, hasta el punto de que teme por el estado de la lengua alemana en la siguiente generación. Por eso, no es de extrañar que Schopenhauer piense que el brillante período de la literatura alemana ha terminado a principios del siglo XIX y que “los auténticos escritores alemanes” son todos del siglo XVIII. Considera necesario, en este sentido, adoptar medidas para frenar la degradación de la lengua alemana: escribir siempre en un tono noble y matizar para poder “expresar cada idea de forma acertada, exacta, fina y concisa”. Este interés por escribir de forma concisa y sucinta, frente a la verbosidad de los autores modernos, procede precisamente de su estudio de los autores antiguos. De hecho, una de las causas fundamentales de la barbarización de la lengua alemana es “el cada vez más extendido desconocimiento de las lenguas antiguas”. Schopenhauer piensa que el dominio del latín, sobre todo, contribuye a la precisión y la exactitud en el empleo de las palabras, de tal modo que los antiguos son “eternos modelos del estilo bello y gracioso”. No cabe duda de que el latín y el griego amplían nuestro horizonte, y que la literatura griega y romana fomentan el conocimiento, el entendimiento, el buen gusto y el sentido de la belleza, que son fundamentales para el dominio de la lengua. 

 

5. En Senilia algunas notas escritas por Schopenhauer hacen referencia a la historia, a la forma de concebir el tiempo y el pasado en general, porque el filósofo tiene claro que lo significativo de los procesos no se reconoce en el presente, “sólo cuando ya se encuentran en el pasado surgen de la memoria, de la narración, de la exposición, enaltecidos en su significación”. Es muy interesante comprobar que Schopenhauer distingue entre la historia política, que es una historia de la voluntad, y la historia de la literatura y el arte, que es una historia del intelecto, aplicando de este modo su terminología filosófica a la propia concepción de la historia. Cuando se refiere a la filosofía de la historia tiene claro que se fundamenta en la esencia, en la búsqueda de la identidad y no en aquello que siempre deviene, pero se muestra contrario a un presunto plan universal que conduce al bien. En realidad, Schopenhauer tiene la convicción de que la idea de continuidad, de permanencia, se puede aplicar a todo. Por eso, “el mundo se mantiene a sí mismo”, y de ahí se deriva la imposibilidad de explicar el origen a partir de una idea, como la de Dios, por ejemplo. Lo esencial del mundo, de las cosas, del hombre es lo permanente, lo fijo e inmóvil. De todas formas, Schopenhauer tiene una concepción de la historia que desemboca en lo militar, y que es muy de época. Habla de pueblos conquistadores que sólo buscan robar. Es innovador, sin embargo, al conceder igual valor a los procesos y la historia de una aldea que a las vicisitudes de un gran imperio. Esta visión de la historia, esbozada en breves líneas, incluye un concepto muy particular de la literatura y el arte. La figura del poeta, sin ir más lejos, es revalorizada por Schopenhauer, en su total autonomía, porque trata asuntos universales: el hombre y la naturaleza. En este sentido, tiene claro que tanto el filósofo como el poeta y el artista tienen una mayor reflexividad, una mayor capacidad para entender el mundo, para tomar conciencia del mundo. Da la sensación, pues, de que el filósofo y el poeta se sitúan en un nivel de abstracción que está por encima del historiador. 

 

6. En los últimos años de su vida Schopenhauer experimenta una cierta alegría. Olvidado por las universidades y por las Academias durante treinta años, el filósofo observa con asombro la difusión que alcanzan sus libros hacia mediados del siglo XIX. Es un hecho que quizá pueda resultar sorprendente. Se hacen nuevas ediciones de sus libros y, en concreto, una tercera edición de su obra principal: El mundo como voluntad y representación. Parece que, por fin, pese a los profesores de mitología judía, su doctrina se ha abierto camino. Por eso, se atreve a escribir lo siguiente: “El ocaso de mi vida será la aurora de mi felicidad”. Por eso, también, cuando comenta que las obras de los grandes genios se disfrutan como los higos y los dátiles, más en estado seco que en estado fresco, con el paso de los años, se refiere, entre otros, a él mismo. Y concluye de forma categórica con la siguiente aseveración: “he buscado la verdad, y no una cátedra”. Pero la muerte se aproxima, coincidiendo en el tiempo con el éxito de sus libros. Como la vida es una representación, un engaño, que se repite si se alarga el tiempo de existencia, Schopenhauer afronta la muerte casi como un hecho feliz y deseado, consciente, a fin de cuentas, de que “el sentido y el fin de la vida no es intelectual, sino moral”.

 

 

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