1. La trayectoria literaria de Carlos Augusto Casas parece afianzada, al menos de momento, dentro de una tradición que combina el género de ciencia ficción y la novela negra. La publicación de El ministerio de la verdad (Ediciones B, 2021) ratifica esta tendencia, esta necesidad que experimenta el escritor madrileño de explicar el mundo en el que vivimos trasladando la realidad a otro territorio temporal, de tal modo que la sociedad que se describe en El ministerio de la verdad, en el año 2030, se antoja una prolongación de la sociedad actual, como si el autor, a modo de preludio, evocase el precipicio al que nos encaminamos. Los libros han desaparecido de los hogares y se tiran continuamente en contenedores, algo que remite sin duda a Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Los cines, las pequeñas librerías y los periódicos en papel pertenecen al pasado. El tabaco está prohibido. La universidad manifiesta en su funcionamiento la división social. La incineración se ha impuesto y la inhumación en los cementerios se ha convertido en un privilegio. El silencio se palpa en las calles. Es una sociedad, en definitiva, en donde la verdad no existe, desde hace tiempo. Todo es falso. La mentira que narcotiza la sociedad es una metáfora que en cierto modo se puede aplicar a la sociedad actual, en la que “por dentro todo se pudre” mientras se vive en una suerte de paraíso artificial imaginario.
2. Los protagonistas de El ministerio de la verdad son periodistas que buscan la verdad o que se esconden, huyendo de la realidad. Pero, ¿dónde se encuentra la verdad? En una sociedad que se articula en torno al control que ejerce el Estado, que coarta la libertad de prensa, es difícil precisar dónde se puede hallar la verdad. Es como si se hubiese desvanecido, difuminado en medio de un mundo digitalizado, en el que la tecnología adquiere la categoría de divinidad. “Nunca, en toda la historia de la humanidad, hemos estado tan controlados, tan condicionados, tan manipulados”, admite uno de los personajes que transitan por la novela, porque, efectivamente, en la sociedad que describe Augusto se manipulan las elecciones, pero también las conciencias. Ya no hay análisis ni pensamiento crítico, sólo entretenimiento. Así dispuestas las cosas, los personajes de El ministerio de la verdad se definen precisamente por su actitud ante la verdad, por los dilemas morales que provoca el desarrollo de la investigación periodística, que se manifiesta en dos planos diferentes, pero estrechamente relacionados: una joven que indaga en la misteriosa muerte de su padre y un veterano periodista que se lanza a investigar los modelos de residencias para ancianos. El relato avanza, pues, como si de una investigación se tratase, con pequeños progresos y continuos retrocesos, porque la indagación de los periodistas está plagada de problemas, de obstáculos en el camino. Una institución denominada, de forma paradójica, el Ministerio de la Verdad, en un claro homenaje a Mil novecientos ochenta y cuatro de George Orwell, bloquea de continuo la acción, instalando el miedo entre los periodistas que se atreven a buscar la verdad de las cosas. Augusto ha empleado, pues, el mundo del periodismo a modo de metáfora para dar vida a la novela y sentido a la historia, porque la obsesión implícita que yace en el fondo del relato es la defensa de la libertad de expresión frente al control autoritario de las instituciones. Por eso, resulta deprimente, y esclarecedor al mismo tiempo, comprobar que la redacción de un periódico, que ya es exclusivamente digital, se haya convertido en un lugar anodino, monótono, donde los periodistas son marionetas, individuos sin ninguna personalidad, sometidos al sistema y a las circunstancias. Por eso, también, como contraste, la tienda de antigüedades donde trabaja el anciano periodista retirado, ejerce como símbolo de un mundo completamente acabado. Por eso, en definitiva, la verdad sólo se abre paso al final del relato, después de muchos esfuerzos y muchas vidas que se pierden por el camino, porque la verdad exige, efectivamente, un terrible esfuerzo y, sobre todo, valentía y arrojo moral. No es casualidad, entonces, que esa verdad no se extienda por las redes digitales, donde todo es manipulable, sino que quede escrita en un libro que está redactando la joven protagonista de la historia, tecleando en una vieja máquina de escribir (la de su padre), en una cabaña, aislada, apartada del mundo. “Y la verdad quedó escrita”, se lee al final de la narración. Augusto cierra la implacable historia de la única manera posible: la verdad prevalece en la memoria porque permanece al ser escrita.
La letra suena muy bien. Voy por él.
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