domingo, 26 de febrero de 2023

Primavera extremeña

 

El 13 de marzo de 2020, justo antes de iniciarse el confinamiento como consecuencia de la pandemia, el escritor Julio Llamazares llega con su familia a Extremadura para pasar unos días en una pequeña propiedad, Los Almendros, situada en la sierra de los Lagares, cerca de Trujillo. La estancia, sin embargo, se prolonga durante tres meses, mientras se despliega la primavera, hasta la explosión dorada de junio. La experiencia vivida e imaginada por Llamazares es relatada en Primavera extremeña.

            En Los Almendros la primavera se anticipa con la explosión de las flores y su “túnel oloroso”. Todo se asemeja a un paisaje bucólico, virgiliano. Llamazares habla de “una doble irrealidad”, la provocada por la plaga y la sentida en la primavera extremeña, donde la paleta cromática de verdes es variada y sutil. Durante el día se deja llevar por el ímpetu de la naturaleza en el inicio de la primavera, pero por las noches vuelve la tensión al escuchar las noticias sobre la pandemia. Las visitas al cercano pueblo de Herguijuela resultan extrañas por la suspicacia con la cual es observado por los vecinos. En cambio, los paseos por el monte otorgan al escritor una sensación de armonía, sirven de consuelo frente a una execrable realidad.

En el transcurso del alargado confinamiento, lejos de su pueblo natal, Vegamián, ya desaparecido, Llamazares cumple 65 años, esa edad “que señala el comienzo de la última etapa de la vida”. En la sierra de los Lagares, entretanto, hasta el cielo se antoja detenido. Las lluvias del mes de abril agudizan el aislamiento y provocan una cierta desazón, porque, aunque son beneficiosas para la tierra, parecen estar vinculadas, en la mente del escritor, a las cifras de muertos de la pandemia. Pero la armonía que provoca la visión de la naturaleza actúa como contrapunto, como tabla de salvación, igual que la literatura, porque Llamazares lee y escribe durante su estancia en la sierra de los Lagares, desde su particular atalaya.

  La primavera estalla, con todo su esplendor, a finales de abril, tras las prolongadas lluvias, “convirtiendo el paisaje en un tapiz flamenco”, con mirlos y ruiseñores, con golondrinas que ponen sus nidos, con la paz que desprende el firmamento estrellado en las noches. Es la bendición de la primavera. A partir de mayo, los paseos del escritor se hacen más largos gracias a las nuevas medidas de las autoridades, que son menos restrictivas. El paisaje se asemeja en esta época a la Toscana. Llamazares se recrea en la observación de los lagares desaparecidos, en las ruinas de una antigua civilización rural que habitaba la sierra, en un cierto primitivismo que aletea en las dehesas extremeñas. Ese aire primitivo, que tanto gusta a Llamazares, se combina con una sensación de irrealidad y de soledad. Es la vida en naturaleza en su máxima expresión. También se detiene el escritor, finalmente, en los personajes que pueblan la sierra y trabajan la tierra, porque forma parte de su visión, de ese amor y piedad con que evoca las cosas dando sentido a todo lo que le rodea.

Con la llegada del calor, en el mes de junio, el color del campo y de la vegetación cambia. La vida parece transformarse, con un mayor movimiento de gente en la sierra. Una cierta melancolía azota a Llamazares. Sabe que se acerca la hora de la vuelta a Madrid. Dominado por la nostalgia y por el ardor poético al comprobar el oro de junio que cubre toda la sierra, comprende que, después de muchos años, debido a unas circunstancias extraordinarias ha vuelto a vivir “en un tiempo perdido, el tiempo de la infancia”, ese que siempre está en nuestra memoria y que, siguiendo la metáfora poética, lo convierte todo, absolutamente todo, en oro.

 




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