jueves, 30 de marzo de 2023

El infinito en un junco

 

1. Alejandría es una ciudad de libros, de historias relacionadas con los libros. No es casualidad, pues, que el hermoso e imponente libro de Irene Vallejo, El infinito en un junco (Siruela, 2019), se inicie con una historia de cazadores de libros, gente a sueldo del rey egipcio en busca de libros por toda Grecia. Tampoco es casualidad que se cuente la historia del regalo de Marco Antonio a Cleopatra (veinte mil volúmenes para la biblioteca, sin duda una forma brillante de seducción), ni que se mencione la fundación de Alejandría, en Egipto, en el 331 a.C, porque el impulso de Alejandro viene de la Ilíada. Todas las historias, en este sentido, parecen apuntar a la fundación de la biblioteca de Alejandría: la idea de inmensidad, de totalidad, en la construcción de la biblioteca responde a la universalidad que trata de difundir Alejandro -y también la autora-. Sabemos que Demetrio de Falero organiza la biblioteca y sabemos, también, que el Museo de Alejandría, el gran centro de investigación, se sitúa junto a la biblioteca, pero el lugar en que se encontraba la supuesta biblioteca sigue siendo todavía un enigma. Toda esta actividad constructiva, tal como sugiere Vallejo, parece un intento, por parte de Ptolomeo, de imitar la gloria de Atenas. La instalación de una segunda biblioteca en el Serapeum, ya en época de Ptolomeo III, permite convertir la lectura en algo asequible a todo el mundo, frente a la biblioteca en el interior del recinto palacial, que está reservada a los sabios que allí trabajan. Está generalización de la lectura es una idea que atrapa a Vallejo y que se repite en el libro como eje vertebrador. La autora nos presenta a los lectores, situados en la exedra del Museo, caminando, o en ámbitos particulares, practicando, como se sabe, la lectura en voz alta. Vallejo, muy dada a realizar comparaciones con los tiempos modernos, compara esta práctica con la lectura silenciosa que se ha impuesto en la actualidad como norma habitual y pasa de la biblioteca de Alejandría a la Biblioteca Bodleiana y al Museo Ashmolean de Oxford, estableciendo un paralelismo moderno con Alejandría, aunque el museo moderno ya no sea concebido como un encuentro de sabios. En realidad, Vallejo rastrea todas las bibliotecas posibles o imaginadas. Así, por ejemplo, las tablillas de arcilla en Mesopotamia, que son el “antepasado más cercano de los libros”, depositadas en almacenes, dan lugar acaso a las primeras bibliotecas. La autora reconoce que en Egipto apenas hay noticias de las primeras bibliotecas, pero no se olvida de mencionar la biblioteca de Nínive y, por encima de todo, hace hincapié en la construcción de las primeras bibliotecas públicas en Roma, que funcionan de forma diferente a las bibliotecas griegas, permitiendo el acceso a la lectura en las salas a todo el mundo. Nuevamente aquí sale a relucir la visión de la autora: la importancia de la difusión del libro entre capas sociales diversas y la generalización, por consiguiente, de la lectura. Este papel jugado por las bibliotecas públicas establecidas en los foros se hace más evidente en las termas, donde se encuentran salas de lectura y una pequeña biblioteca. Vallejo trata de difuminar, en este sentido, la diferencia cultural entre Oriente y Occidente, defendiendo el afán por la lectura también entre las poblaciones de Occidente. Pero este afán por las bibliotecas posibles o imaginadas le lleva más lejos todavía, porque igual que el desastre de Herculano en el año 79 permite descubrir, entre las ruinas, una biblioteca con rollos de papiros ennegrecidos, existe la posibilidad y la esperanza de que en el futuro salgan a la luz, gracias a la arqueología, nuevas bibliotecas bajo nuestras calles. “Cuando camino por las calles de trazado romano de mi ciudad”, escribe Vallejo, “pienso que en algún lugar, como en la mágica Oxford, duerme una gran biblioteca en el subsuelo. Aplastadas por el bullicio de las calles, bajo el asfalto y la prisa, mil veces pisadas y saqueadas, sin duda deben de sobrevivir las últimas esquirlas de los nichos donde nuestros remotos antepasados conocieron los libros”. Es, sin duda alguna, el sueño de la autora: la fabulación en torno a bibliotecas imaginadas.   

2. Vallejo siente una especial pasión por el material, el soporte en el que se configuran los libros, que es como decir el espacio sobre el que se alimentan los sueños, sea una tablilla de arcilla, un rollo de papiro o de pergamino. Pero también experimenta una manifiesta obsesión por la propia escritura. Imagina, con emoción, como si de una fábula se tratase, la invención del alfabeto griego a partir de una adaptación del alfabeto fenicio, invención que atribuye a un acto individual, creativo, de un mercader griego. Lógicamente, la alfabetización progresiva con la introducción de la escritura a partir del siglo VIII a.C provoca cambios en la cultura griega. Vallejo es consciente, no obstante, de que “el abandono de la oralidad en la antigua Grecia fue una larga etapa que abarcó desde el siglo VIII al siglo IV a.C”, pero también es consciente de que la cultura oral, pese a todo, permanece de una forma u otra, hasta nuestros días. Por eso, la autora revisita el mundo de la tradición oral, que está en Homero, y recuerda a los aedos, a los bardos, que presenta como “libros de carne y hueso, vivos y palpitantes, en tiempos sin escritura y, por tanto, sin historia”. Esta oralidad de la cultura griega activa la memoria de la autora, como suele ser frecuente en El infinito en un junco, recordando la oralidad de los cuentos en la infancia, los relatos y la voz de su madre. Su percepción del mundo oral, de la tradición, está, sin embargo, influida por una visión moderna, por una defensa a ultranza del valor de los libros y de la escritura. Por lo demás, Vallejo sabe que no se puede determinar con precisión si había una gran circulación de libros en la Grecia antigua. Las noticias sobre mercaderes ambulantes de libros son muy escasas y difusas, e igual pasa con la venta de rollos de papiro en el ágora. Estamos, en cierta medida, en un callejón sin salida. Es quizá por ello que, cuando Vallejo plantea el debate entre oralidad y escritura a partir del siglo V a.C, tema clave en el Fedro platónico, su posición tiende a conciliar la memoria y la escritura como dos aspectos que se complementan. De lo que no cabe ninguna duda es que la lectura y la escritura son dos aspectos relacionados con una minoría privilegiada, y el mismo criterio se puede aplicar al hecho de ir a la escuela. La difusión y circulación de libros se realiza, pues, en contextos aristocráticos, hasta que se produce un cambio, que Vallejo sitúa hacia el siglo I a.C. A partir de ese momento, gracias a la labor de libreros y copistas, los rollos de papiro que se venden en los tenderetes o en pequeñas tiendas, en Roma, empiezan a caer en manos de otro tipo de lectores. “Entre los siglos I a.C. y I d.C”, escribe la autora, “nació en el Imperio romano un nuevo destinatario: el lector anónimo”. En este contexto, Vallejo ensalza la figura de Marcial no sólo como el gran adalid de la poesía breve sino, sobre todo, como “el primer escritor que hizo gala de una relación amistosa con el gremio de los libreros”. La autora no duda en sentir una cierta empatía con “la actitud abierta e irreverente de Marcial”. Su poesía está dirigida a otro tipo de lector que está irrumpiendo en el mundo romano, en el siglo I, y que no es necesariamente aristócrata, porque, efectivamente, todas las fuentes apuntan a una difusión de la lectura a otras capas sociales, difusión que Vallejo relaciona directamente con la irrupción del códice, del libro de páginas.

3. En El infinito en un junco un aspecto decisivo es la supervivencia de los autores y de los libros a través de los siglos. Los elogios de la autora se despliegan hacia todos aquellos que han hecho posible esa supervivencia. Es evidente, por ejemplo, que el clima de Egipto ha contribuido a la pervivencia de una enorme cantidad de papiros y de autores, sobre todo griegos, sin ninguna duda los preferidos entre los lectores de la época. Pero la simpatía de la autora se vuelca, sobre todo, en los lectores anónimos que compran -o mandan hacer- copias de los papiros de la Biblioteca de Alejandría, lo que ha permitido la supervivencia de una gran cantidad de libros antiguos. Al mismo tiempo, bendice la labor de los copistas y de los filólogos en Alejandría, pero también la labor de traducción de libros escritos en otros idiomas que no son el griego. Incluso los libros escolares en la antigüedad juegan un papel determinante en la supervivencia de los libros, o al menos así lo piensa Vallejo. Su admiración y su amor hacia las librerías, lugares de refugio, como todos sabemos, sometidos también a los peligros de la barbarie, se combina con un elogio de la labor de los bibliotecarios. Aquí, de nuevo, los recuerdos de la autora se entremezclan con una decidida apología de las primeras bibliotecarias españolas antes del desastre de la guerra civil. Frente a la labor ingente de libreros y librerías, bibliotecas y bibliotecarios, que contribuye a la supervivencia de los libros, Vallejo se hace eco también de la desaparición y la destrucción de libros. A veces, como se sabe, los libros son pasto de las llamas, de forma accidental o mediante una acción justificada por el Estado o por un individuo cualquiera. Se puede pensar, pues, en la enorme cantidad de libros desaparecidos de esta forma a lo largo del tiempo, como acto simbólico que nos lleva al terreno ideológico. Por eso, es inevitable que Vallejo se haya detenido en el problema, irresoluto, que plantea la destrucción de la biblioteca de Alejandría. Esta destrucción -o destrucción sucesiva- de la gran biblioteca de Alejandría se relaciona en El infinito en un junco con otras que han tenido lugar a través del tiempo. Los recuerdos de la infancia salen a flote para rememorar las imágenes del incendio de la Biblioteca Nacional de Sarajevo en el año 1992. Y es que el fanatismo político o religioso pone en tela de juicio un concepto de biblioteca actual, abierta y libre, que es como una utopía desplegada, finalmente, con el paso del tiempo.

4. La idea de universalidad atraviesa El infinito en un junco. No es casualidad que, al centrarse en el mundo helenístico, Vallejo hable de una religión de la cultura, una paideia que se extiende por todo el mundo griego, y que encuentre, en ese mundo helenístico, señales de una mayor alfabetización en consonancia con los cambios políticos que se producen. Es gracias a este proceso acelerado de alfabetización, por ejemplo, que la difusión de la escolarización alcanza a las niñas. Resulta, en este sentido, esclarecedora la forma en que Vallejo pone en evidencia el papel fundamental del cosmopolitismo alejandrino, capaz de aglutinar el saber, de ordenar y de traducir. Por eso, también, la autora entiende la identidad romana, sobre todo a partir del edicto de 212, en su aspecto cosmopolita, como un sueño heredado del helenismo que realza el aspecto multicultural de la población romana. Estamos, sin duda alguna, ante una cosmovisión que trata de transmitir la autora como plenamente vigente para la actualidad. Esta globalización romana continúa y amplía la iniciada en el mundo helenístico. Así pues, el inicio de la literatura romana y las primeras grandes bibliotecas romanas, engrandecidas por los saqueos, son explicadas en un contexto de globalización cultural, que es fundamental para entender la obra de Vallejo. “Roma”, escribe la autora, “estaba descubriendo las mecánicas de la globalización y su paradoja esencial: también lo que adoptamos de otras partes nos hace ser quienes somos”. Aquí se pone en evidencia otra cuestión fundamental: el papel que Vallejo concede al concepto de “el otro” en la construcción de cualquier tipo de identidad (en este caso la romana). Este concepto de “el otro” atraviesa de forma sugerida El infinito en un junco evidenciando el profundo humanismo que encierra el libro, sin duda una de sus grandes virtudes. Por eso se detiene Vallejo en Los persas de Esquilo, para mostrar un punto de vista sorprendente, porque la mirada del poeta trágico se cierne sobre el otro, reflexionando sobre la batalla de Salamina desde la perspectiva de los persas, con piedad. Esa mirada hacia el otro, que se aprecia en la obra de teatro más antigua entre las conservadas, también se advierte en Heródoto y en el inicio, por tanto, de la historia. La mirada comprensiva de Heródoto fascina a Vallejo, que se detiene en ese carácter autocomplaciente que posee el ser humano al valorar las costumbres de su pueblo, y que el historiador, como viajero, había percatado con perspicacia: es esa necesidad que tienen los seres humanos de revalorizar sus propias costumbres frente a las de los demás, justo lo contrario que hace Heródoto, con esa mirada comprensiva hacia el otro.

5. Cuando Vallejo explica el nacimiento de la literatura latina en el siglo III a.C -con Livio Andrónico, un liberto griego que traduce dramas griegos al latín-, escribe que la literatura romana nace “siempre hechizada por los maestros griegos, siempre en un ambiguo juego de ecos, nostalgia, envidia, homenaje y todos los matices del amor acomplejado”. Es la eterna cuestión de la herencia griega, innegable, en el mundo romano. Aunque resulta difícil determinar el grado de influencia de la cultura griega, es evidente que se produce una suerte de exportación y un cambio de dirección de la cultura, de Grecia a Roma. Esta forma en que se lleva cabo la transmisión de la cultura está relacionada con el concepto de lo “clásico”, más allá de su origen etimológico. Vallejo, en este sentido, enfatiza la forma en que, al igual que los romanos siguen la tradición griega, los autores modernos siguen una línea que conduce a autores antiguos. Es la “tradición”, aunque la palabra no se emplea en el texto. “En Grecia” escribe la autora, “comenzó una cadena de transmisión y traducción que nunca se ha roto y ha logrado mantener viva la posibilidad de recordar y de conservar a través del tiempo, la distancia y las fronteras”. Y más adelante vuelve sobre el asunto, poniendo el énfasis en la misma cuestión: “incluso la creación más innovadora contiene, entre otras cosas, fragmentos y despojos de ideas anteriores”. Hay en todo esto un claro intento por parte de la autora de desvelar qué es lo clásico, qué es el canon y cómo ha ido variando con el paso del tiempo, de tal forma que mientras va desmarcándose de posiciones que no le convencen, como cuando sostiene que la versión del canon de Harold Bloom es “anglosajona, blanca y masculina”, va, al mismo tiempo, formulando de forma sugerida su propia versión, que, con toda probabilidad, se puede afirmar que es multicultural y feminista, aunque no lo exprese. Y esto directamente nos conduce a uno de los aspectos más significativos de la obra de Vallejo: la revalorización del papel desempeñado por las mujeres en el mundo antiguo. Es así como la poesía de Safo representa una especie de “revolución mental”. Por lo demás, como las mujeres no participan en la discusión política, ni en los certámenes, ni en el teatro, ni en el banquete, como ocurre en la ciudad griega, donde son olvidadas, entonces se convierten en tejedoras de historias. Arrastrada por el entusiasmo, Vallejo, incluso, imagina que en la segunda mitad del siglo V a.C se pudo desarrollar un movimiento de emancipación femenina al hilo de la influencia ejercida por Aspasia en los círculos más sofisticados de Atenas, evidentemente como segunda mujer de Pericles. La presencia de fecundos e intensos personajes femeninos en el teatro ateniense, tanto en la tragedia como en la comedia, sería una evidencia de este hipotético movimiento femenino emancipador. Resaltando, en definitiva, el papel desempeñado por un círculo reducido, pero muy culto de mujeres romanas, no es de extrañar, pues, que hacia el final del libro Vallejo cuente la historia de la romana Sulpicia, que termina de poner en evidencia la intención de la autora: dar voz a las mujeres que han escrito, que han contado historias y que han sido silenciadas o menospreciadas. Por eso, en cierta medida, la voz de Sulpicia es la voz de Irene Vallejo, tejiendo su red a través de las palabras. Y no es de extrañar, tampoco, que El infinito en un junco se cierre con la historia de las bibliotecarias de Kentucky, cabalgando por zonas perdidas de los Apalaches con el objetivo de repartir libros entre la población. En esta tradición de mujeres que escriben, que cuentan historias, que contribuyen a la supervivencia de los libros, se encuentra la propia autora, que, en un ejercicio autobiográfico esclarecedor, no duda en escarbar en sus recuerdos infantiles para relatar el miedo y el silencio que la atenazaban en la escuela, presentando esta experiencia, llena de oscuridad, como el origen de su actividad como escritora. Es tan evidente el poder benéfico que ejerce la literatura que el resultado último de este ejercicio autobiográfico esclarecedor es El infinito en un junco.          

 

 

 

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