La quietud
solemne del mar, sólo rota en ocasiones por la tormenta que agita las olas, conmueve
la vida y la mirada del poeta “Ninguna otra uniformidad / tantas y tantas cosas
cuenta”, escribe Pedro Luis Ladrón de Guevara en Ante el mar infinito
(Huerga y Fierro, 2022), porque el mar sugiere fábulas e historias, pero
también ilumina los recuerdos de los veranos en la playa y enfatiza, por
consiguiente, el paso del tiempo, de las estaciones, provocando una sensación
evidente de melancolía que invade al poeta y que permite recordar ciertas
sensaciones con emoción contenida. En el sueño de la noche el jilguero canta.
El tren pasa y se dirige a un destino determinado. Es la metáfora de la vida.
Por eso, “subimos [al tren] todos expectantes ante la partida / y los nuevos
paisajes que nos esperan”, y sabemos perfectamente cuál es el final del
trayecto. Además, la proximidad de la vejez hace más evidente un mundo ya
desaparecido y permite sentir con más emoción los “destellos de juguetes” tras la vidriera de una tienda, los colores de una isla imaginada, el
valle que se transforma en océano infinito y todo aquello que fluía “en
aquellas noches estivales con olor a jazmín y a mar”.
El tiempo se desploma sobre todo el
poemario, sobre cada línea escrita. Da igual sentir el tiempo detenido, denso, con
la experiencia de la pandemia, que percibir en una sencilla fiesta de
graduación el fin de un período de la vida. Esta experiencia del tiempo, que
arrebata al poeta, alienta la tristeza, que se impone, por ejemplo, al
comprobar que el mar está dañado y ultrajado por los pescadores, por los jóvenes
que retozan en las playas, o también al recordar que existe una guerra cercana,
una maldita guerra que provoca el horror y que cercena la belleza.
La
memoria fragmentada del poeta busca, pues, como una tabla de salvación, la armonía
que desprende el silencio, busca la placidez, porque es la única forma de
invocar y “añorar aquel otro reino / donde disfrutar de la luz / solar,
acogedora, cálida, / y en la noche, de las estrellas”. Esta invocación es
una necesidad experimentada en la nostalgia. El poeta, que no puede soportar el
ruido de nuestro tiempo, queda anclado, entonces, en la atalaya que ha
construido, se convierte en un superviviente que anhela la soledad, la lejanía.
“Dentro de mí / yo solo habito, / aislado”, escribe desengañado y
nostálgico. Es la única forma de abordar la “contemplación serena”, la
añoranza del cielo, la añoranza del mar.
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